25 de septiembre de 2024
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Ya nada será como antes. El Presupuesto Nacional es un despliegue de las políticas que piensa llevar a cabo un Gobierno. En él se evalúan los gastos necesarios para el funcionamiento del Estado, y se calculan los recursos con los que se cuenta. El tratamiento parlamentario suele ser un proceso dinámico y necesario en el cual los distintos ministerios, y los gobernadores, discuten las distintas asignaciones del Estado Nacional, sea en gastos, en inversión, en educación o en transporte público.
Todo este funcionamiento podría pasar a ser historia si se aprueba el actual Presupuesto 2025, porque, una de sus novedades más importantes, es cambiar la «regla fiscal». Lo comentó el presidente Javier Milei en la presentación del Presupuesto en el Congreso: «El déficit siempre fue consecuencia de pensar primero cuánto gastar y después ver cómo financiarlo. Nosotros vamos a hacerlo al revés, pensando primero cuánto tenemos que ahorrar para después ver cuánto podemos gastar».
Entonces ¿para qué tiene que ahorrar el Gobierno? Lo explicó también el presidente: para pagar los intereses de la deuda pública. La idea es: se parte del nivel de ingresos que se obtenga, se deducen los intereses a pagar, y ese es el monto que se podrá gastar. Así de simple. Así de duro.
Pero la cuestión se agrava aún más al leer el primer artículo del Presupuesto. Además de establecer que desde ahora y para siempre el Sector Público Nacional deberá tener un resultado financiero equilibrado (es decir que los ingresos alcancen para pagar los intereses, y el resto de los gastos realizados), aclara: «La presente Regla Fiscal implica que frente a cualquier desvío en los ingresos proyectados que afecte negativamente el equilibrio financiero, los gastos deberán, como mínimo, recortarse en la misma proporción». Es decir, «independientemente de lo que ocurra en la economía», (acotación realizada por el presidente) el equilibrio fiscal se mantiene. Haya sequía, baja de los precios agrícolas de nuestras exportaciones, tensiones financieras, plagas, etcétera, por lo cual se recaudaría menos, habrá que recortar gastos.
¿Cuáles gastos? Casi todos, salud, educación, agua potable, vivienda, ciencia y tecnología, entre otros tantos: se los denomina «gasto discrecional», y se hace una diferencia con los gastos que por ley se ajustan por algún índice, los automáticos, que no serían afectados. Nota al margen: podría pensarse que los haberes jubilatorios se salvarían de esta motosierra, dado que se ajustan por el índice de precios, pero esta categorización no alcanza a los bonos previsionales, que son un complemento importante para los haberes más bajos. Distinto sería si no se hubiera vetado la ley de mejora del monto de las jubilaciones.
El problema que seguramente surgirá es que este nuevo enfoque presupuestario del Gobierno actual no será sostenible. Porque al achicarse el gasto público, se reduce la actividad económica, por lo tanto habría menos ingresos fiscales, llevando a mayores ajustes. Es lo que se denomina «procíclico», si la economía cae, la regla fiscal la hará caer más.
Pero, lectores, no se apresuren a aplicar la lógica y deducir qué sucedería en el caso contrario: si la economía crece, la regla fiscal lo hará crecer más. No es así. Y lo dejó muy claro el primer mandatario: «Bajo este nuevo esquema que estamos proponiendo, si los ingresos son mayores a los estimados, el gasto automático podría aumentar en línea con los ingresos, pero el gasto discrecional se mantendrá congelado». Para que no queden dudas que la regla fiscal es, en definitiva, la profundización del ajuste. El resultado del topo que intenta destruir el Estado desde dentro.
Proyecciones macroeconómicas
Más allá de las limitaciones comentadas (que podrían definirse como «un cepo fiscal»), para estimar los ingresos y gastos, resultan esenciales las proyecciones macroeconómicas, Producto Bruto Interno (PIB) y sus componentes, inflación, valor del tipo de cambio, entre otras.
Se calcula una inflación del 104,4% para este año. Para que esta previsión se cumpla, debería haber una inflación en cada mes, de septiembre a diciembre, del 1,2%. No parece un objetivo cumplible. Para 2025 se proyecta un aumento de precios del 18,3%, lo que implica un promedio mensual del 1,4%, otra estimación difícil de lograr, porque, entre otras cuestiones, el Presupuesto prevé para ese año una reducción fuerte de los subsidios a las tarifas de servicios públicos, y por lo tanto, un seguro aumento de estas últimas.
Adicionalmente, el dólar va a crecer igual que la inflación en 2025, una definición que tensiona el sector externo y la capacidad de ingresos de divisas. Pero, además, si la inflación verdadera supera a la esperada, automáticamente las cifras de ingresos y gastos pierden valor en términos reales: por ejemplo, lo planificado para la AUH perdería poder de compra. El Gobierno podría, en el mejor de los casos, incrementar los valores de los gastos a realizar por DNU, lo que le conferiría un gran poder discrecional.
Respecto al PIB, pueden compararse los dos modelos: en 2023, a pesar de una caída del Producto del 1,6%, el gasto privado creció un 1,0%. En 2024, planean que, ante una caída del PIB del 3,8%, el consumo privado caiga casi el doble, 6,3%. Es lo que la sociedad está viviendo, aquí se nota también el fuerte impacto del ajuste en el consumo popular. Pero en los años venideros, el Consumo privado crecerá menos que el PIB, lo que indica que el mercado interno no es ni va a ser prioritario.
Adicionalmente, el Gobierno plantea que las provincias deben reducir fuertemente sus gastos, más allá del ajuste a las que las llevó el programa económico en lo que va de este año.
Para finalizar, otro cambio de enfoque sobre la cuestión fiscal que es radical, expresado en palabras del primer mandatario: «El único contexto en el que aceptaremos discutir el aumento de un gasto es cuando el pedido venga con una expresa explicación de qué partida hay que reducir para cubrirlo. Si no es así, será vetado». En definitiva, es la definición del ajuste permanente al que nos lleva este modelo. Otro avance del topo.