21 de agosto de 2024
Junio 2022. Marcha a 7 años del primer Ni Una Menos, un hito histórico contra los femicidios.
Foto: NA
Hay casos de violencia de género que sacuden más que otros a la sociedad. La fama del agresor, la edad de la víctima, la saña, el lugar donde suceden, son distintos factores que potencian la indignación popular de la mano de las coberturas mediáticas.
Esa genealogía del horror la podría encabezar el femicidio de Alicia Muñiz, a manos de Carlos Monzón, cuando el excampeón de boxeo la asfixió y la tiró del balcón del chalet en el que él veraneaba en Mar del Plata. Fue el 14 de febrero de 1988. Por entonces no se hablaba de femicidios ni de violencia de género. Monzón, como suelen hacer los hombres que ejercen violencia hacia sus parejas o exparejas, mintió y dio otra versión: dijo que la muerte de Alicia había sido un accidente, una fatalidad, que ella se había tirado y que él, al intentar detenerla, cayó también. Pero la autopsia reveló algo que sucedió antes: la había estrangulado.
El día siguiente, el 15 de febrero de 1988, La Nación tituló: «En confuso hecho murió la exmujer de Monzón, quien está herido y detenido». Unos días más tarde, Clarín publicó «A trompadas con el amor» y Le Monde, «El primer knockout de Monzón».
A partir de este femicidio, en la provincia de Buenos Aires se crearon las primeras comisarías de la Mujer. Alicia había denunciado los malos tratos en una demanda por alimentos, pero sus palabras habían pasado inadvertidas para la Justicia. Las organizaciones feministas venían denunciando, desde la recuperación democrática pero sin mucho eco, que la violencia machista no era un problema aislado, que los golpeadores no eran enfermos ni en su mayoría psicópatas, y que no se trataba de una cuestión del ámbito privado de las parejas. La visibilidad mediática que tuvo el caso puso el tema en la conversación social. Y sacó la violencia hacia las mujeres del closet.
Recién en 1994 se aprobó la primera legislación sobre «violencia familiar» –como se la nombraba por entonces–, pero alcanzaba solo a los matrimonios y a las uniones de hecho. Ni novios ni exparejas violentas podían denunciarse. Eso vino después. Siempre a partir de los debates que empujaron los feminismos.
Otros femicidios que conmocionaron a la sociedad fueron quitando capas de silencios, de prejuicios, de desinformación. El de María Soledad Morales, en 1990, develó la trama siniestra de «las fiestas de los hijos del poder» y el uso y abuso de chicas.
El femicidio de Carolina Aló exhibió la cara más horrorosa de un noviazgo entre adolescentes: ella tenía 17 años cuando el 27 de mayo de 1996 fue asesinada de 113 puñaladas por su novio Fabián Tablado, de 20 años.
El de Wanda Taddei mostró que un violento –su pareja, exintegrante de la banda Callejeros– podía llegara a convencer por meses a la Justicia de que él no la había prendido fuego y que la joven se había suicidado «a lo Bonzo»: aunque esa mentira duró algunos meses, causó un efecto contagio. Wanda sufrió quemaduras gravísimas, causadas por alcohol encendido el 10 de febrero de 2010, y murió tras 11 días de agonía. El baterista Eduardo Vásquez permaneció en libertad hasta el 4 de noviembre de ese año cuando su mentira se desvaneció. Luego de este crimen, 50 mujeres murieron quemadas vivas, según la estadística del Observatorio de Femicidios de La Casa del Encuentro.
Tres años después, el 10 de junio de 2013 fue asesinada Ángeles «Mumi» Rawson, de 16 años, en su edificio del barrio porteño de Palermo y su cadáver apareció al día siguiente en la planta de tratamiento de residuos de la Ceamse en la localidad bonaerense de José León Suárez. El portero del edificio, José Luis Mangieri, había intentado abusar sexualmente de ella y luego la estranguló. El caso expuso que ni un departamento del coqueto barrio de Palermo era un lugar seguro para una estudiante secundaria de un colegio privado.
El femicidio de otra adolescente, Chiara Páez, de apenas 14 años, reveló las complicidades familiares para querer tapar ese horror. Fue la coronación de una seguidilla de femicidios de adolescentes y mujeres que por esos meses de inicios del 2015 eran asesinadas en otros escenarios que salían del ámbito más doméstico: en un zanjón del Conurbano, en una calle en Puerto Madero, arrojándose en auto a un lago en Villa La Angostura, en un bar de Caballito. La furia social –y la organización feminista, sobre todo de periodistas y comunicadoras– desembocó en el primer Ni Una Menos y marcó un hito histórico como reclamo masivo contra la violencia machista y los femicidios. En el petitorio se reclamaron políticas públicas.
Ese mismo año, el 11 de octubre, fue asesinada la activista trans Diana Sacayán, impulsora de la ley de cupo trans, que no llegó a ver sancionada. La autopsia estableció un total de 27 lesiones en su cuerpo. Durante el ataque fue golpeada, atada de manos y pies, amordazada y apuñalada con un arma blanca: en la condena a uno de sus atacantes se aplicó por primera vez el agravante de odio a la identidad de género: fue un transfemicidio.
Hubo más femicidios, sobre todo de adolescentes y jóvenes, que causaron conmoción social. Los de Lucía Pérez, en 2016, y de Micaela García, un año después, también exhibieron los pliegues de la «mala» y la «buena» víctima. Ninguna estaba a salvo. Pero parece que la violencia de género contra mujeres adultas se acepta sin reacción: la edad promedio de las víctimas de femicidio es de 40 años, según el Registro de la Corte Suprema.
Desde 2009 tenemos la Ley 26.485 de Protección Integral, que trajo una mirada más amplia del problema y un cambio conceptual significativo: reconoció la violencia hacia las mujeres como una violación de derechos y, por lo tanto, ubicó al Estado como responsable de prevenir, asistir, sancionar y reparar. Detrás de esta sanción, estuvieron, claro, legisladoras y activistas feministas.
La denuncia de Fabiola Yañez contra el expresidente es el primer caso de tanta trascendencia mediática en el que no tenemos un cadáver delante de nuestras narices. La palabra de la denunciante, revelada a través de chats y luego en entrevistas y ante la Justicia, no enfrenta las preguntas prejuiciosas que otras han tenido que soportar: por qué se quedaba, por qué tardó tanto en denunciar… ¿Será este un caso que marque otro quiebre en la sociedad en relación a los casos de violencia de género? ¿O esa mayor empatía que se percibe hacia la denunciante solo se alimenta del morbo y del despecho político o la coyuntura partidaria?