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Alimentos en disputa

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La inauguración del tan esperado Mercado Central enfrentaba los intereses de una «intermediación parasitaria» con la urgencia de reducir la cadena entre productores y consumidores.

Foto: Jorge Aloy

A pocos meses de la inauguración del Mercado Central en el barrio de Villa Celina, partido de La Matanza, Acción publicaba un informe especial que advertía sobre el difícil equilibrio que suponía acortar la cadena productor-consumidor: mientras desde el sector cooperativo alertaban «el peligro de concederles privilegios a los intermediarios»; estos, a su vez, se quejaban de los minoristas y los quinteros, de todo el ciclo comercial.

«Mercado Central: la hora de la verdad» se titulaba la nota que hacía una radiografía sobre los «infructuosos esfuerzos para acortar el amplio espacio de maniobra que tiene la intermediación en el abastecimiento de artículos frutihortícolas para el conglomerado urbano», conformado por la entonces Capital Federal y los 26 partidos del Gran Buenos Aires. 23 mercados mayoristas –«la gran mayoría reducidos a la función de reventa», eran la boca de salida para proveer al comercio minorista «tan atomizado como los mismos productores»–.

El informe denunciaba al «auténtico oligopolio mayorista» que manejaba a su antojo la comercialización, apoyados en el «privilegio» de ser propietarios de varios puestos en los mercados privados de concentración. Al mismo tiempo, reflejaba las consecuencias: intermediación desmedida con mínimos riesgos y «apreciables ganancias»; encarecimiento de frutas y verduras para el consumidor final, ausencia de controles sanitarios, falta de transparencia, bajos precios para el productor, evasión fiscal y previsional, inseguridad en las transacciones, entre otros resultados que, a la luz de las décadas, persistirán mucho tiempo más.

La esperanza del fin de esta situación estaba puesta «en la larga lucha, iniciada en 1967, cuando se crea la Corporación del Mercado Central». Pero recién en 1971 se aprobaría la Ley de Mercados de Interés Nacional y la construcción finalizaría en 1982. Para 1983, tras su habilitación parcial, solo operaba con tres productos: ajo, papa y cebolla. Mientras se esperaba el «auténtico Día “D”, cuando se ponga en marcha definitivamente este proyecto», se abría la polémica entre un sector minoritario «encasillado en su vieja posición y refractario al cambio», y del otro lado, «la absoluta mayoría de los productores, que han bregado desde siempre por un auténtico mercado de concentración», así como «los mismos minoristas y sobre todo, los consumidores».

Entre enjambres burocráticos y la discusión sobre las formas de habilitación y operación, la inauguración del postergado proyecto no tenía retorno. «La obra concreta una decisión mayoritaria», advertía en diálogo con Acción Eugenio Pons, vicepresidente de la corporación del Mercado Central, y consideraba que acabaría con «la bicicleta financiera de productos frutihortícolas», en beneficio del productor, que cobraba a 60 y 90 días, «poco y mal». 

Pons pronosticaba además que se acabarían «la evasión fiscal, los cheques voladores, la violación de las leyes laborales, la superexplotación de los changarines, el caos urbanístico, y los abusos contra los minoristas y los productores».

Cuatro décadas más tarde, la «hora de la verdad» todavía se demora en dar todas las respuestas. 

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