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Brasil de los milagros

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Mientras la dictadura del general Figueiredo resistía frente a las movilizaciones y reclamos populares, emergía una figura que cambiaría, años después, el rumbo del país: Ignacio Lula Da Silva.

«El régimen brasileño se muere y sigue fabricando desnutridos, pero no quiere dejarle paso a la democracia», titulaba Acción la crónica del enviado especial que recorrió, en mayo de 1984, 15.000 kilómetros, visitó ocho ciudades y presenció las movilizaciones más grandes de la historia del país, cuyo Gobierno comenzaba a oler a agonía. 

El pueblo se lanzaba a las calles unido en consignas como «directas ya» y «yo también quiero votar presidente». Millones de personas en Río de Janeiro y San Pablo ponían en jaque al régimen militar que «malcriado por 20 años ininterrumpidos en el poder, se disponía a elegir el próximo presidente mediante su mecanismo habitual: el espurio Colegio Electoral, que controla a voluntad». 

Y si bien el presidente general Figueiredo y la cúpula del oficial Partido Democrático y Social habían logrado rechazar –por poco– en el congreso la enmienda Dante de Oliveira, que proponía reformas a la Constitución para «restablecer de inmediato las elecciones directas», la votación había dejado en claro que ya no tenía un control total sobre los suyos. 

Propios y ajenos consideraban el rechazo de la enmienda como «un suicidio político» porque se había puesto en contra a todo el pueblo «y demostró que nada le importa el bien del país». Los pocos que se oponían a la democratización de Brasil no eran muchos, pero sí poderosos y «enquistados en la médula misma del régimen». 

La crónica ilustra la dramática situación que se vivía en el país vecino. Lejos del famoso «milagro» brasileño, cuando el crecimiento industrial era del 14% anual –«aunque la mitad de la población se moría de hambre»–, por primera vez en la historia del país el PBI registraba dos años consecutivos de comportamiento negativo y acumulaba una inflación del 200%, con una deuda externa que bordeaba los 100.000 millones de dólares. 

Los números por entonces revelaban que los desocupados y subempleados sumaban 11 millones sobre una fuerza laboral de 45. Además, más de la mitad de los hogares no tenían instalaciones sanitarias, había 20 millones de analfabetos y de cada cien chicos que empezaban la primaria, solo nueve terminaban la secundaria. 
«La miseria acecha en cada rincón y adquiere formas terribles, que denigran al ser humano hasta límites insospechados», describe el texto y advertía que la situación se acentuaba en la región del Nordeste, gobernada por «amos y señores de los campesinos, que subsisten obligados a contemplar impotentes cómo sus hijos mueren por desnutrición sin que el Gobierno haga algo para disminuir el 250% a que llega la tasa de mortalidad infantil». 

«Los obreros deben unirse para que en el país haya democracia», advertía el dirigente de la Coordinación Nacional de la Clase Trabajadora (CONCLAT) Joaquim do Santos Andrade, que además dirigía el Sindicato de los Metalúrgicos de San Pablo, el más grande de Latinoamérica. Sin embargo, señalaba ante la pregunta de la posibilidad de realizar huelgas generales, que «es muy difícil coordinar todo Brasil, es un país de dimensiones geográficas enormes» y explicaba que «las necesidades de los trabajadores de San Paulo y Río de Janeiro no pueden compararse con la de los estados del nordeste, donde el movimiento es incipiente». En el norte del país, por caso, los sindicatos no tenían dinero siquiera para contratar un abogado para llevar los juicios. 

En ese contexto y entre 130 millones de habitantes, emergía una figura que décadas más tarde cambiaría de raíz el rumbo del país: Luis Ignacio Lula da Silva, un «sindicalista fogueado en las huelgas metalúrgicas de San Pablo», que lideraba el izquierdista Partido Dos Trabalhadores (PT). 

«Surgimos ante la necesidad de formar un partido que defienda auténticamente los intereses de la clase obrera», explicaba Lula y agregaba: «Defendemos básicamente la libertad de expresión, el derecho de organización de los trabajadores y un sindicalismo independiente del Estado y los partidos políticos». 

Faltaba mucho todavía para empezar a cumplir esos sueños, pero la historia de un nuevo Brasil ya comenzaba a escribirse.

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