6 de diciembre de 2024
Tras más de una década de dictadura, el pueblo uruguayo se lanzaba hacia la democracia para sellar definitivamente años de silencio dictatorial.
«La iniciativa la tiene ahora el pueblo», sintetizaba hace cuatro décadas la nota de Acción para reflejar el llamado a las urnas en Uruguay, que se aprestaba a «clausurar once años de dictadura militar».
Tres fuerzas políticas se disputaban la primacía electoral: el Partido Colorado, el Nacional o Blanco y el Frente Amplio. Las encuestas revelaban que el 93% de la población tenía intenciones de sufragar, con un dato relevante: sobre un padrón electoral de 2.250.000 personas habilitadas, 600.000 eran jóvenes que lo hacían por primera vez.
Así, «la noche» quedaba atrás, a pesar de las garantías que pretendía la dictadura que llegaba a su fin. El jefe militar del autoritarismo castrense, Gregorio Álvarez, se creía todavía «con derecho a sermonear y advertir a sus conciudadanos» sobre los nuevos tiempos que asomaban, a los que consideraba «una democracia bastarda» que pretendía «someter a su pueblo a formas de vida contraria a su ideología y tradiciones», al tiempo que amenazaba con que los militares continuarían «atentos vigilantes», para impedir que eso ocurriera.
Pero hacía tiempo que la sociedad uruguaya había perdido el miedo y una de las señales más elocuentes eran las marchas con bocinazos y cacerolazos de repudio de los montevideanos, mientras Álvarez hablaba por radio y televisión.
El texto sostenía que «el imprudente desborde» del dictador tenía una explicación: «Hasta hace muy poco tiempo el general creyó que las negociaciones con los partidos políticos permitirían condicionar las elecciones, asegurando la continuidad del régimen bajo una faz gatopardista», y agregaba: «Hoy tiene conciencia de que los hilvanes con los que zurció el sueño de la continuidad han cedido ante la fuerza de la dinámica social y política».
Laboratorio castrense
«La postración en que los once años de dictadura militar dejaron al Uruguay es la misma que han soportado todos los países del continente que practicaron la política económica de la Escuela de Chicago», describe el texto y los números de entonces eran elocuentes: la desocupación se situaba en el orden del 14,5% y el subempleo en el 10%; la deuda externa estaba estimada en 4.600 millones de dólares y la inflación en los últimos meses había trepado al 50%, mientras que el salario real había bajado, en la última década, un porcentaje similar.
«La gravedad de la situación ha impulsado a los partidos políticos a elaborar pautas para orientar la política de recuperación de la Nación más allá de los resultados», señalaba la nota, al tiempo que advertía que «uno de los temas más difíciles para acordar sea la amnistía». «La posibilidad de ser juzgados por los excesos represivos» era un tema que desvelaba a los militares; algunos de ellos, en declaraciones a la prensa, habían manifestado: «No permitiremos que ni siquiera hagan lo que están intentando tibiamente en la Argentina». Los partidos, sin embargo, habían asegurado que «habrá justicia en todos aquellos casos en que se puedan verificar arbitrariedades, atropellos y otros delitos».
«En Uruguay –decía un dirigente colorado– los militares estaban acostumbrados a decidir cuándo llovía o hacía calor por decreto» y concluía: «Se terminó el tiempo de conducir el acontecer social y político desde un laboratorio castrense».