25 de septiembre de 2024
Los resabios de la dictadura todavía hacían mella en la juventud, que no encontraba trabajo en una economía que no despegaba. Desocupación y urgencias familiares.
Foto: Jorge Aloy
«Más de la mitad de los desocupados son menores de 25», señalaba Acción en sus páginas hace cuatro décadas. Según el censo de 1980, para ese entonces la cifra de desocupados juveniles ascendía a 200.000 y tres años después, la franja de gente entre los 25 y 30 años que no conseguía empleo era aún más alta. Pero, además, el texto advertía sobre la necesidad de «un hondo sentido de reparación por parte del Estado».
«Acosado, marginado, utilizado como carne de cañón de las Malvinas y estupidizado por el oscurantismo pedagógico, el joven fue uno de los segmentos de la sociedad argentina que más sufrió los oprobios de la dictadura», consideraba la nota y apuntaba que con la llega de la democracia, se comenzaban a oír voces «que lo reivindican y hablan de devolverle el rol que nunca debió perder en la comunidad».
El desempleo, consecuencia del modelo implantado por Martínez de Hoz que incluía un combo de inflación, deuda externa y recesión, aún daba de lleno en los indicadores. Según la Encuesta Permanente de Hogares, en el período 1980-1983, «el grupo de edad de 15 a 19 años incrementó su nivel de desempleo del 6,3 (1980) a 11,8 (1982) y de esa cifra, al 12,1% (1983)». Entre las causas, señalaba que «los jóvenes se colocan en el mercado porque lo necesitan, porque hay urgencias del grupo familiar», pero también esgrimía que «la falta de reactivación económica genera exigüidad en la demanda en el eslabón más débil, más afectado, y es el de los jóvenes».
Ayer como hoy, no todos los estratos sociales podían postergar su ingreso al mundo laboral y, en muchos casos, los demandantes de mano de obra –ante la falta de experiencia y el loop: ¿cómo la pueden adquirir si no los toman?–, aprovechaban la situación para pagar menos.
Según los datos del censo de 1980, el 81% de los jóvenes con trabajo, de 14 a 19 años, eran empleados y obreros. Dentro de ese porcentaje, la mayoría, entre los varones, se orientaba hacia algún trabajo especializado, pero trabajan en categoría de peones. «Las mujeres tienden a estar más en ocupaciones de empleadas y vendedoras y menos trabajos especializados. El grueso del empleo de las chicas jóvenes está en el servicio doméstico», ilustraba Graciela Riquelme, especialista en Educación y Empleo del Ministerio de Trabajo, sobre las dificultades que enfrentaban en el mercado laboral.
Para quienes tenían un título universitario, el mundo del trabajo tampoco abría sus puertas. Los datos eran contundentes: 250.000 científicos, profesionales y técnicos argentinos estaban radicados en el exterior. A la fuga de cerebros se sumaban 40.000 ingenieros –entre otras profesiones– que no trabajaban «en lo suyo».
La «teoría del capital humano, esa que sostenía que a mayor educación, mayor ingreso y más seguridad de acceder al mercado laboral, no se da», confirmaba el texto. El resultado era una sobreoferta de calificación y un abaratamiento de la mano de obra.
Las carencias en el sistema educativo también eran señaladas. Alberto Bialakovsky, sociólogo laboral, declaraba: «Un profesional no entra en el mercado laboral antes de los 25 años. O sea que el mundo actual exige casi 20 años de especialización. En todo ese lapso se adquieren conocimientos que luego no se utilizan o subutilizan. El secundario es un tipo de formación cerrada que nada tiene que ver con la realidad».
Ya entonces se ponía en discusión las carencias del sistema educativo y la preparación de los jóvenes para su posterior inserción en el mundo del trabajo. Riquelme apuntaba: «El sistema tendría que asegurar una igualdad de oportunidades para obtener educación y capacitación laboral, una formación básica general y científico técnica que constituya un punto de partida».
Precarización y participación
La economía no despegaba y el acceso a un empleo era dificultoso. Para salvar los «escollos», las propuestas iban desde las subvenciones para la contratación de personal hasta la generación de centros o prácticas rentadas, facilidades al empleador para que tome jóvenes y la generación de estrategias para generar empleo público y no tradicionales, con jornadas parciales, pasando por la idea de adelantar jubilaciones «que generarían más sitios para los jóvenes y a los trabajadores desocupados», aunque reconocían que «mejor que subvencionar es generar puestos de trabajo».
Finalmente, Bialakovsky reflexionaba sobre el impacto que la dictadura había tenido en los jóvenes: «Para llevar adelante el proceso de dominación se necesitaba una sociedad sin creatividad. La dictadura es la unidad, la participación es la diversidad, y no hay persona más crítica que un joven».
Los tiempos reclamaban un país con más canales de participación para los jóvenes, sin discriminación en el trabajo y que les asegurara «una perspectiva de vida feliz, sin más sobresaltos que los que naturalmente la sangre provoca a esa edad».