El incremento de las tarifas de gas y luz de los últimos 15 meses –que seguirá hasta acabar por completo con los subsidios en tres años– somete a gran parte de la población a sufrir las consecuencias económicas y sanitarias de la pobreza energética.
26 de abril de 2017
Garrafas. En 2016 el precio del envase de 10 kilos trepó a 134 pesos. (Juan Manuel Quintanilla)
A los aumentos de las tarifas de luz y de gas –ya efectivamente descargados sobre las familias en sus respectivas facturas recién comenzado el otoño– le seguirá previsiblemente un invierno de menor consumo. Frío y oscuridad como rostros visibles de un fenómeno cuya contracara es la colosal transferencia de ingresos dispuesta por el gobierno en favor de las empresas petroleras, generadoras, transportistas y distribuidoras.
Además, el curso capitaneado por el ministro de Energía, Juan José Aranguren, no contempla una primavera benigna. Todo lo contrario: las tarifas de los servicios de electricidad y gas seguirán en alza según un cronograma que no reconoce pausas, hasta acabar en forma definitiva con los subsidios estatales en tres años.
No es de extrañar, entonces, que los analistas no neoliberales del fenómeno incluyan cada vez más en sus estudios el concepto de «pobreza energética». A ese extremo conduce el proceso que avanza a un ritmo que las autoridades nacionales definen como «gradual», aunque para otros es lisa y llanamente «brutal».
Los incrementos en el servicio eléctrico vigentes desde febrero fueron desde el 61% hasta el 148% para usuarios residenciales, y de 54% para las pequeñas y medianas empresas. El promedio, sin embargo, oculta alzas muy superiores para tramos determinados, que acercan a gran parte de la población a la pobreza energética. Un nuevo costado de ese fenómeno multidimensional que también se manifiesta en la insatisfacción de otras necesidades básicas, como la vivienda, la salud, la educación, entre otras. «Ser pobre en términos energéticos significa, en suma, no poder mantener la temperatura de una vivienda en condiciones adecuadas o sufrir serias dificultades para hacerlo», señala Belén Ennis, especialista del Observatorio de la Energía, la Tecnología e Infraestructura para el Desarrollo (Oetec).
Y no debe pensarse que se trata de un flagelo exclusivo de los sectores más vulnerables. Por los crecientes costos energéticos, muchas familias que hoy se encuentran por encima de la línea de pobreza corren serios riesgos de descender.
Antisocial
Cada aumento, como el que rige para el gas desde abril –de 20% a 36% para usuarios de la zona metropolitana–, viene acompañado del presunto amortiguador de la «tarifa social». Esa subvención, con todo, resulta exigua tanto en monto como en cantidad de beneficiarios. A estos últimos se los cristaliza en su condición de carenciados eternos, al mismo tiempo que se recompone aceleradamente la rentabilidad de las petroleras (vía precio en boca de pozo), las transportistas y distribuidoras. Esa transferencia cifrada en varios miles de millones de dólares va, en el caso del gas, desde los bolsillos de 8 millones de usuarios a las arcas de una veintena de compañías petroleras.
En la punta más perjudicada, los bajos topes de consumo de luz y gas previstos para pagar menos no impedirán, según se estima, que año a año, con la llegada del invierno, millones de habitantes tengan que optar entre calefaccionar adecuadamente su hogar o atender otras necesidades más urgentes mientras pasan frío.
Es ilustrativo el caso de la llamada «garrafa social», que se mantiene en 20 pesos para los más pobres (que cobran dos salarios mínimos), pero aumentó casi 40% para la franja inmediata superior y llega a 134 pesos para la de 10 kilos y 161 pesos la de 12 kilogramos.
El escenario de creciente exclusión es tanto más próximo a medida que se combina el encarecimiento de la energía con la paulatina reducción de los ingresos populares, producto de las políticas de ajuste y austeridad, la erosión salarial y el desempleo.
Como el gasto energético familiar de la población va en aumento, y ocupará una mayor porción del consumo total, la única vía para no desplazar otras demandas básicas y mantener cierto grado de bienestar es un incremento de los ingresos, algo que no está incluido en los planes del gobierno, hoy empantanado en la estanflación a la que busca derrotar, caiga quien caiga, mediante un fuerte ajuste monetario y negociaciones paritarias comprimidas.
Leña
Hace un año, a comienzos de mayo de 2016, fue noticia el reparto de leña para calefacción decidido por el intendente de Carreras, una comuna de 2.200 habitantes, a 120 kilómetros de Rosario, sin red de gas natural, ante el aumento de precios de la garrafa y del kerosene.
El municipio destinó parte de su personal a cortar la madera disponible, que en el caso de los adultos mayores se fraccionó y repartió a domicilio en bolsas de 50 kilos habitualmente destinadas al acopio de soja que se produce en la zona.
Ese episodio no fue excepcional, hay otros antecedentes: en la más poblada localidad rionegrina de Allen cada familia anotada en el plan social en los últimos inviernos recibió dos bolsas de leña de 30 kilos cada 15 o 20 días. Situaciones similares se registraron en Azul y Daireaux (Buenos Aires) y en Comodoro Rivadavia (Chubut) entre otros distritos.
Sortear la pobreza energética es un objetivo cada vez más presente en la agenda de distintos gobiernos desde que el concepto fue incorporado en Gran Bretaña, a fines del siglo pasado. Llegó a determinarse allí la necesidad de que ningún hogar tenga que destinar más del 10% de sus ingresos para pagar esas tarifas. Hoy, incluso, muchas empresas globales del sector aluden al flagelo, mientras en la Argentina prevalece un sesgo pro mercado que prioriza la baja de subsidios estatales, el equilibrio de la balanza comercial del sector (con menos importaciones) y el aliento a las inversiones privadas.
Contra esa lógica resuenan distintas posturas que recuerdan que los servicios básicos constituyen un derecho ciudadano, como lo recordó el presidente de Bolivia, Evo Morales, al intervenir en la IV Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (Celac) en enero de 2016. El mandatario dijo allí que «después de diez años seguimos bajando los costos de tarifas de energía eléctrica y agua potable porque la telecomunicación, el agua y la energía son un derecho básico y si lo hubiéramos dejado en manos de privados seguirían subiendo».