12 de octubre de 2017
Históricamente, los vaivenes en las decisiones de inversión privada han generado debates sobre los factores que inciden en ellas. Este abanico de razones comprende conceptos difícilmente mensurables, como el «clima de negocios», aunque también incluye variables cuantitativas y habitualmente contempladas en estos análisis, como la tasa de interés, la evolución de la actividad económica o la rentabilidad esperada. En nuestro país, durante los últimos dos años, la prometida «lluvia de inversiones» ha ocurrido básicamente en su faz financiera. Mientras tanto, las estadísticas de Inversión Bruta Interna de 2016 y el primer semestre de 2017 muestran (en relación con el PBI) niveles similares a 2014 y 2015 e inferiores a 2011, 2012 y 2013. En cuanto a las razones de este desempeño, podemos afirmar que el actual régimen de metas de inflación, que implica sostener altas tasas de interés, actúa en detrimento de la inversión productiva y del consumo. Vinculado con ello, la errática marcha de estas variables tampoco brinda un horizonte alentador para quien evalúa expandir su capacidad productiva. Vale agregar que la utilización de la capacidad instalada en la industria apenas alcanza el 65%, lo cual no avizoraría un crecimiento significativo de la inversión. Bajo este esquema, y con una mirada prospectiva, cabe preguntarnos sobre qué bases se buscará incrementar los niveles de inversión. Todos los caminos parecieran conducir a la reducción de los «costos empresariales», lo cual se traduce en medidas como la flexibilización de los contratos de trabajo o el avance de los acuerdos sectoriales. Si bien las mismas son promovidas como un aporte al «clima de negocios», sus consecuencias negativas –históricamente probadas en nuestro país– en los sectores asalariados y por ende en el consumo no configuran un escenario viable para el crecimiento sostenido de la inversión productiva.