17 de octubre de 2025
Una movilización que se gestó en los talleres, los frigoríficos y las fábricas puso a los trabajadores en el centro de la escena y de la historia. Los relatos, los símbolos y las disputas por el sentido.

Las patas en la fuente. La fotografía, de autor anónimo, se convirtió en emblema de una fecha histórica.
Foto: AGN
En Argentina, más precisamente en la Ciudad de Buenos Aires y su periferia, en la madrugada del 17 de octubre de 1945, el país parecía continuar con su rutina. El humo de las fábricas comenzaba a levantarse, los talleres ferroviarios se desperezaban y los tranvías se ponían en marcha. Sin embargo, algo vibraba en el aire. La detención del coronel Juan Domingo Perón, entonces figura clave en la Secretaría de Trabajo y Previsión, había encendido una chispa en los barrios obreros del Conurbano bonaerense y en los talleres del interior. Esa noticia corrió rápido, primero como un rumor, luego como certeza: el hombre que había garantizado convenios colectivos, aguinaldo y vacaciones pagas estaba preso. La reacción no fue pasiva. Desde los márgenes de la ciudad, los trabajadores decidieron marchar hacia el centro, hacia un territorio que hasta entonces les había sido ajeno.
Lo notable de ese día es que esa movilización no fue un acto organizado desde arriba (la conducción de la CGT planteaba una huelga general para el día siguiente, 18). No hubo una orden partidaria clara, ni un plan logístico. Fue una movilización que se gestó en las bases, en los talleres metalúrgicos, en los frigoríficos de Berisso y Ensenada, en las fábricas textiles de Avellaneda, en los depósitos de los ferrocarriles. A media mañana, columnas de obreros comenzaron a salir a la calle, cruzaron puentes, recorrieron kilómetros bajo el sol agobiante, se subieron a tranvías o camiones improvisados. El calor era sofocante, y en los relatos de la época se repite la imagen de cuerpos cansados, transpirados, avanzando con la convicción de que había que hacerse ver, de que la presencia en la calle era la única garantía de que su voz fuera escuchada.
La Plaza de Mayo fue el epicentro de esa irrupción. Acostumbrada a ceremonias solemnes y a concentraciones políticas de las élites, ese día la plaza fue tomada por decenas de miles de trabajadores que la hicieron suya. La imagen más recordada, la de los obreros refrescándose «las patas» en las fuentes de la plaza, sintetiza lo que ocurrió: una apropiación de un espacio simbólico de poder que hasta entonces les había sido vedado. Los cánticos, las banderas improvisadas con pedazos de tela manchados de grasa, la mezcla de voces y de gestos mostraban que algo nuevo estaba naciendo: un pueblo que dejaba de ser espectador para convertirse en protagonista.
La jornada se prolongó durante horas, en medio de una tensión creciente. El Gobierno militar intentaba contener la situación, mientras la presión en la calle crecía. Al caer la tarde, Perón fue llevado desde la isla Martín García hacia el Hospital Militar y, finalmente, a la Casa Rosada. Cuando salió al balcón y habló a la multitud, se selló un pacto de reciprocidad que marcaría la historia argentina. El «pueblo» y su líder se reconocieron mutuamente: uno como garante de derechos y dignidad, el otro como fuerza capaz de sostener y legitimar un proyecto político. Más allá de ese relato mítico, esa amalgama poderosa entre Perón (y Evita), los sindicatos y los sectores populares, a lo largo de la historia iba a ser tan potente como contradictoria, y de allí su vigencia.
El 17 de octubre no fue un hecho aislado, sino el punto de condensación de un proceso social más amplio. La expansión industrial de los años 30 y 40 había generado una nueva clase trabajadora urbana, migrante en muchos casos, que se instalaba en el Conurbano bonaerense. Estos sectores habían vivido, hasta entonces, en la periferia social y política. La Secretaría de Trabajo y Previsión, bajo la conducción de Perón, había sido el primer espacio estatal que los reconoció como actores legítimos. La movilización no fue solo por la libertad de un coronel, sino por la defensa de un conjunto de conquistas que transformaban su vida cotidiana: el reconocimiento sindical, el salario justo, el aguinaldo, el derecho a descansar.
80 años después, aquel día sigue vivo no solo como un episodio histórico, sino como mito fundante. Para unos, fue el ingreso de los «cabecitas negras» al corazón de la política, la irrupción de la «barbarie» en la ciudad ordenada. Para otros, fue la primera vez que el pueblo trabajador se reconoció como sujeto de poder. Ese carácter polémico es parte de su legado: el 17 de octubre no pertenece solo a la historia académica, sino a la memoria viva, disputada, transmitida en relatos familiares y en símbolos colectivos.
El aniversario número 80 no es un simple recuerdo. Es la constatación de que hay fechas que se inscriben en la memoria de una nación porque condensan un antes y un después. El 17 de octubre fue eso: la irrupción de los invisibles, la demostración de que la historia podía cambiar de dirección cuando miles de cuerpos decidían caminar juntos. Y su eco perdura. Porque más allá de las disputas, de las lecturas y de los matices, aquel día sigue latiendo en la memoria como un símbolo de justicia social, de dignidad conquistada y de identidad colectiva.
En esa plaza ardiente, el pueblo trabajador no solo pidió la libertad de un hombre: conquistó la certeza de que podía escribir su propio destino. Y desde entonces, cada 17 de octubre recuerda que hay gestas que no mueren porque no pertenecen solo al pasado: siguen abiertas, esperando ser continuadas en cada generación que se atreva a caminar, otra vez, hacia el corazón de la historia. Por eso, cuando se recuerda esa jornada, no es solo una evocación nostálgica: es una advertencia. Aquel día, el pueblo trabajador descubrió que podía torcer el rumbo de la nación con sus propios pasos. Que la política no era cosa de otros, sino asunto propio. Y que cada vez que los de abajo deciden hacerse escuchar, la tierra tiembla.