5 de diciembre de 2025
Hace 70 años, en Alabama, una mujer aforamericana se negó a cederle su lugar en el colectivo a un hombre blanco. Una trama compleja de resistencias, dignidad y lucha que ilumina las opresiones del presente.

Rosa Parks. La activista en un autobús con el periodista de United Press, Nicholas Chriss, un año después del comienzo del boicot.
Foto: Getty Images
El 5 de diciembre de 1955 comenzó una protesta en apariencia modesta: hombres y mujeres afroamericanos de la ciudad de Montgomery, en Alabama, Estados Unidos, decidieron no subir a los autobuses. No había pancartas en cada esquina ni cámaras registrando el inicio de una huelga que cambiaría el siglo. Solo un ausentarse silencioso, casi doméstico, de un espacio cotidiano. Pero ese vacío ‒los asientos sin pasajeros, las paradas sin las figuras habituales que esperaban el transporte‒ fue un golpe político de una contundencia inesperada.
La chispa había sido la detención de Rosa Parks unos días antes, después de negarse a ceder su asiento de colectivo, reservado a los pasajeros «de color», a un hombre blanco. La imagen suele simplificarse en la iconografía pública: la mujer, costurera, serena, aferrada a su dignidad. Sin embargo, alrededor de ese gesto gravitaban siglos de humillaciones, estrategias de organización y una comunidad entera que venía madurando la idea de convertirse en protagonista de su propia historia. La fortaleza de Parks no surgió del instante, sino de una trama compleja de resistencias cotidianas, esas que brotan en las sobremesas familiares, en las conversaciones entre vecinas, a la salida del trabajo. Esas reuniones silenciosas de grupos que comprenden que el cambio solo llega si se arriesga algo propio.
Cuando el joven pastor Martin Luther King Jr. tomó la palabra ante la multitud que se reunió para definir los pasos del boicot, no habló desde la soberbia de quien guía, sino desde la responsabilidad de quien sabe que está siendo elegido para encarnar una demanda que lo excede. Su discurso inicial fue una mezcla de prudencia y audacia, de llamado a la dignidad y advertencia contra la violencia. Lo notable ‒lo que aún hoy sorprende‒ es que aquella multitud, cansada de décadas de segregación, apostó por un camino disciplinado y paciente. El boicot duró 381 días, sostenido por redes de solidaridad, por autos compartidos, por caminatas interminables, por la convicción colectiva de que la vida podía ser distinta.
Es fácil, desde la distancia, romantizar esa lucha. Convertirla en una epopeya ordenada, poblada de líderes luminosos y victorias inevitables. Pero quienes participaron recuerdan otra cosa: el cansancio, el miedo, la posibilidad permanente del fracaso. Cada paso hacia el trabajo, los colectivos semivacíos, eran un recordatorio de que el Estado y buena parte de la sociedad blanca estaban dispuestos a hacerlos retroceder por cualquier medio. Aun así, la comunidad sostuvo la presión, y el sistema legal ‒ese mismo que tantas veces los había traicionado‒ terminó reconociendo la inconstitucionalidad de la segregación en el transporte público.
Lo que ganaron entonces no fue solo un asiento en un medio de transporte, sino el derecho a ocupar el espacio público sin renunciar a la dignidad. Fue, también, una lección sobre cómo los sujetos comunes pueden torcer el curso de una estructura injusta sin armas ni privilegios. En ese sentido, el boicot de Montgomery sostiene su poder como espejo incómodo: nos recuerda que el poder no es un bloque monolítico, sino un entramado vulnerable cuando se quiebra la obediencia cotidiana.

Prontuario. Parks tras su segundo arresto, en febrero de 1956, durante una huelga que cambiaría el siglo.
Foto: Getty Images
Hoy, en un mundo donde resurgen proyectos autoritarios y políticas que buscan reducir derechos conquistados, la experiencia de Montgomery ilumina debates contemporáneos. Tanto en Estados Unidos como en muchos otros países, América Latina incluida, emergen Gobiernos que se presentan como salvadores mientras erosionan instituciones, desfinancian políticas sociales y criminalizan la protesta. Frente a ese avance, es tentador imaginar que la resistencia debe ser inmediata y ruidosa, o que requiere figuras heroicas capaces de concentrar todas las expectativas. Sin embargo, el ejemplo de 1955 muestra otra vía: la persistencia organizada, la solidaridad artesanal, la construcción lenta pero firme de un «nosotros».
En Argentina, por ejemplo, no faltan coyunturas en las que amplios sectores sociales sienten que se los empuja hacia la marginalidad mientras se glorifica un orden que los excluye. Las tensiones entre un Gobierno que concentra decisiones y una sociedad que intenta defender sus derechos no son nuevas. Lo singular del presente es la velocidad con la que se pretende desarmar consensos democráticos construidos a lo largo de décadas. En ese escenario, las luchas del movimiento por los derechos civiles ofrecen un recordatorio urgente: las transformaciones profundas se sostienen en la participación, y los retrocesos solo se frenan cuando las personas comunes se reconocen mutuamente como protagonistas.
Hay algo especialmente poderoso en la imagen de miles de habitantes de Montgomery caminando para ir a trabajar, día tras día, mientras los colectivos circulaban casi vacíos. Es una metáfora de la terquedad colectiva, de la dignidad que avanza a pie, sin atajos. En tiempos en que los discursos del odio buscan fragmentar comunidades y convertir al vecino en enemigo, recuperar esa persistencia puede resultar vital. No se trata de imitar literalmente aquello ‒cada lucha tiene sus particularidades‒, sino de entender que la resistencia se construye más en la obstinación cotidiana que en los grandes gestos.
Al final, lo que comenzó con una mujer que decidió no ceder su asiento terminó revelando una verdad que ninguna política represiva logra borrar: cuando una comunidad se organiza y confía en su propia fuerza, incluso las estructuras más rígidas pueden resquebrajarse. Y esa certeza, setenta años después, sigue siendo un faro para quienes enfrentan Gobiernos autoritarios, proyectos antipopulares o intentos de restringir libertades. La historia de Montgomery no pertenece al pasado, es un recordatorio persistente de que cada asiento vacío puede convertirse en un espacio para imaginar un mundo más justo.
