Historia | HOMENAJES

Un refugio humano en la era del ruido

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Federico Lorenz

El Día del Bibliotecario celebra un acto revolucionario tejido con paciencia que hoy, frente a la intoxicación masiva y el odio algorítmico, cobra renovada actualidad. Libros, memoria y conocimiento.

Colegio Nacional de Buenos Aires. Mariano Moreno veía en los libros un arsenal más poderoso que cualquier cañón.

Foto: Argentina.gob.ar

Cada 13 de septiembre, al conmemorarse el Día del Bibliotecario en Argentina, se activa una memoria poderosa y serena. No es solo el reconocimiento a una profesión, sino la celebración de un acto revolucionario tejido con paciencia. Ese día, en 1810, en el fragor de la gesta independentista, la Primera Junta de Gobierno creó la Biblioteca Pública de Buenos Aires. En medio de la incertidumbre, los revolucionarios entendieron que la verdadera batalla no se libraba solo en los campos de combate, sino en el terreno, más resbaladizo y decisivo, de las ideas y el tiempo necesario para cultivarlas.

Mariano Moreno, el secretario de Gobierno, fue el arquitecto de esta visión. Para él, la libertad era inseparable del acceso al conocimiento. La creación de la biblioteca, junto a la Gazeta de Buenos Ayres y la traducción de El contrato social de Rousseau, no eran meros caprichos culturales; eran los pilares de un nuevo orden en el que el conocimiento tenía un lugar central. Eran «signos de ilustración y un medio seguro para la conservación y el fomento de las ciencias y las artes». Moreno, designado protector de la nueva institución, veía en los libros un arsenal más poderoso que cualquier cañón. En La Gazeta del 13 de septiembre, argumentaba: «La Junta (…) llamará en su socorro a los hombres sabios y patriotas, que reglando un nuevo establecimiento de estudios, adecuado a nuestras circunstancias, formen el plantel que produzca algún día hombres que sean el honor y gloria de su patria». La biblioteca era ese plantel, el crisol donde se forjaría, con la lentitud necesaria, el ciudadano de la república por nacer.

Este acto fundacional adquiere su dimensión épica cuando se lo contrasta con otros momentos del pasado. La historia humana es también la historia de una lucha feroz por la memoria. La biblioteca de Alejandría, faro del conocimiento antiguo, sucumbió al fuego, un recordatorio eterno de que la barbarie siempre ve en el libro acumulado a su enemigo. Los autos de fe de la Inquisición, las piras nazis con obras «degeneradas» donde las llamas consumieron a Thomas Mann, Sigmund Freud y Stefan Zweig, los bombardeos sobre la Biblioteca Nacional de Sarajevo en 1992: son episodios de una misma pulsión, la de silenciar las voces discordantes, homogenizar el pensamiento y enterrar la evidencia de que otros mundos son posibles. Por contraste, la decisión de Moreno es su antítesis radical: en lugar de quemar libros, fundar una biblioteca. En lugar de restringir, abrir. En lugar de embrutecer, educar.

Esta pulsión destructiva tuvo un capítulo trágico y cercano en nuestra historia. Durante la última dictadura militar, el terror se ejerció también sobre las bibliotecas privadas. Familias enteras, ante el horror de los allanamientos, optaron por enterrar sus colecciones de libros en patios y jardines, escondiendo bajo tierra lo que consideraban más preciado: el pensamiento crítico, la literatura prohibida, las ideas peligrosas. Esas bibliotecas sepultadas eran un acto de resistencia silenciosa, un testimonio concreto de que cuando el pensamiento es perseguido, se vuelve subterráneo, pero no muere. Espera, entre la tierra húmeda, el momento de ser desenterrado, de volver a la luz. Esta imagen potentísima habla del libro como objeto subversivo, tan peligroso que debe ser literalmente enterrado para protegerlo, y tan valioso que merece ser desenterrado para construir futuro.

Manzana de las Luces. Poco después de su fundación, la Biblioteca Pública de Buenos Aires funcionó en la esquina de Moreno y Perú.

Foto: Argentina.gob.ar

Papel y tinta
Hoy, ese legado se defiende en un nuevo frente. Las redes sociales, aquellas que prometían ser el ágora global democratizada, se han convertido con frecuencia en el escenario de un nuevo tipo de embate: la intoxicación masiva, el odio algorítmico, la posverdad y el deliberado embrutecimiento colectivo. Es la tiranía del tiempo acelerado y la indignación efímera. Frente a este ruido, las bibliotecas públicas ofrecen un refugio a escala humana y un punto de encuentro. Es el espacio donde el acto de lectura –físico, táctil, profundo– devuelve la escala humana al conocimiento. Pasar las páginas de un libro, subrayar una frase, perderse en una digresión: son ritmos anticuados que constituyen, precisamente, la cura para la velocidad enfermiza. Por más valiosos que sean los recursos digitales –y sin dudas lo son–, nada reemplaza el contacto sensorial con el libro, ese objeto que es vehículo de ideas y testigo físico del tiempo que dedicamos a entenderlas. La materialidad del libro, su peso, su olor a papel y tinta, anclan la experiencia del conocimiento en un ritual pausado que contrarresta la fugacidad de la pantalla.

Moreno, en su texto «Sobre la libertad de escribir», parece haber intuido el peligro de nuestro tiempo: «Si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria». Las restricciones hoy no son solo decretos, sino la saturación de basura informativa que paraliza el juicio crítico.

Las bibliotecas, por lo tanto, son mucho más que un depósito de libros. Son un acto de resistencia tranquila. Son la herencia viva de Moreno, de los bibliotecarios que custodiaron saberes bajo dictaduras, de las familias que enterraron sus tesoros por miedo y por amor. Son el espacio que preserva la diversidad del pensamiento, que ofrece las herramientas para descifrar el mundo y que, en comunidad, custodia el ritmo pausado y esencial de aprender. Honrar su legado, hoy, es defender estos santuarios de luz y de tiempo contra la oscuridad que avanza, disfrazada de like, de fake news y de odio gratuito. Es entender, como ellos, que sin ilustración no hay libertad, que sin tiempo humano no hay comprensión, y que, sin ambas, no hay patria posible. En un mundo que privilegia la inmediatez y el volumen sobre la profundidad y la reflexión, las bibliotecas permanecen como faros de cordura, recordándonos que algunas verdades solo se descubren en silencio, página a página, recuperando el tiempo robado y devolviéndolo a su escala humana.

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