Política

Batallas por venir

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En medio de un incremento de la propagación de la pandemia se profundiza la disputa política acerca de las medidas sanitarias, pero también de la estrategia del Gobierno para sostener la actividad y regular precios y tarifas. El lobby del poder económico.

Decreto. Lammens, Cafiero y Vizzotti en el anuncio de nuevos parámetros para que los gobernadores dispongan restricciones de circulación. (NA)

Si bien se inicia un año electoral, la pandemia, con su recrudecimiento en el mundo y en la Argentina, casi no deja resquicios para que la política recorra caminos por fuera de las medidas sanitarias, en el caso de los gobiernos, y su discusión y cuestionamiento, del lado de los sectores opositores.  
La palabra incertidumbre reina en general y lo hace, también, en la política nacional. A tal punto que es difícil asegurar que el calendario electoral se efectivice tal como está previsto, ya que varios mandatarios provinciales reclamaron la suspensión de las PASO, previstas para agosto. Aunque, en principio, tal idea parece haber quedado de lado, nada es seguro.
Este escenario está condicionado por el virus. Ni bien se puso en marcha el gigantesco operativo de vacunación que podría significar el comienzo del fin del COVID-19, al menos como problema masivo, gobernadores, con el cordobés Juan Schiaretti a la cabeza y seguido por su par mendocino, Rodolfo Suárez, salieron al cruce de las medidas de restricción de circulación nocturna antes de que se anunciaran, debilitando lo que el Ejecutivo nacional había anticipado como acciones de consenso. De ahí que el decreto que sugiere la adopción de tales restricciones a partir de la verificación de precisos resultados de aumento de casos, parezca insuficiente frente al ritmo creciente de contagios que se observa desde la segunda quincena de diciembre. Sobre todo, a la vista de imágenes de grupos numerosos reunidos sin distancia en playas tanto de la Costa Atlántica como de pequeños cursos de agua en la provincia de Córdoba, por citar algunos casos.
No se puede soslayar que una parte de la sociedad no asume el compromiso de cuidarse para cuidar a todos. Aunque se puede comprender el cansancio, el hartazgo por el encierro y las limitaciones en los contactos personales, y fundamentalmente la desesperación ante las consecuencias económicas de las restricciones sanitarias, la pandemia impone la necesidad de tejer lazos solidarios, entender que las personas se cuidan para no contagiarse, pero también para no contagiar a los demás. El individualismo a ultranza, que caló hondo en ciertos sectores desde los 90 a estos días, muestra su peor cara con estos comportamientos a los que Luis Bruchstein, en una nota de Página/12, califica con certeza como antisociales.
A esto se suma la actitud especulativa e irresponsable del ala dura de Juntos por el Cambio que, al igual que Schiaretti y Suárez, ni siquiera esperó que las medidas gubernamentales se anunciaran para afirmar, en un comunicado, que no tolerarían restricciones a las libertades individuales. Como si el crítico contexto epidemiológico no existiera, como si no se estuviera produciendo una anticipada segunda ola, como si no existiera la experiencia del hemisferio norte, especialmente de Europa, que tras un verano de relajamiento general de los cuidados sufre ahora un invernal rebrote explosivo.
 

Control remoto
Si bien es la más importante, la del coronavirus no es la única batalla que el Gobierno debe dar en 2021. El control de la inflación, la protección del bolsillo popular, será determinante, no solo del rumbo de la gestión sino también de su suerte electoral en las legislativas.
El congelamiento de las tarifas de servicios públicos hasta marzo, así como la reglamentación del decreto 690/2020, cuyo núcleo central es la declaración del carácter de servicios públicos esenciales y estratégicos en competencia para las tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC) y el acceso a las redes de telecomunicaciones, así como el servicio de telefonía móvil en todas sus modalidades, son pasos en ese sentido.
A partir del 690, el Estado cuenta con facultades de control de las tarifas y de establecer, tal como se ha hecho en diciembre pasado, una Prestación Básica Universal (PBU) para garantizar el acceso a la población de menores ingresos. El pataleo de las grandes empresas era previsible. Ya habían informado a sus clientes que aumentarían las tarifas entre un 20% y un 25% a partir de enero, pocos días antes que el Gobierno, a través del Ente Nacional de Comunicaciones (ENACOM), difundiera que el aumento autorizado era del 5% para los grandes prestadores y 8% para cooperativas y pymes.
Inmediatamente, desde los medios de comunicación que pertenecen a los grupos empresarios afectados, salieron a anunciar la hecatombe del sector, la imposibilidad de seguir brindando conectividad a los argentinos si no se les permite aumentar los precios libremente. Mientras tanto, se avanzó en la implementación de planes de telefonía fija y celular, internet y TV paga para beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y otros planes sociales, jubilados, empleados y monotributistas que ganen menos de dos salarios mínimos, desocupados y trabajadores informales. Un acto de justicia distributiva en una coyuntura en la cual la conexión a internet y telecomunicaciones es indispensable.
Las arcas públicas, forzadas por la aplicación de políticas de contención de sectores que vieron paralizada o afectada su actividad por la pandemia durante casi todo el 2020, requieren esfuerzos adicionales que deberían estar a cargo de los sectores que cuentan con recursos. Las distintas medidas adoptadas en las últimas semanas muestran una paradoja y una gran hipocresía. Los mismos que defendieron al 0,02% de la población alcanzado por el Aporte Solidario para morigerar los efectos de la crisis sanitaria, es decir a los ricos entre los ricos –las bancadas de Juntos por el Cambio se opusieron al proyecto con votos negativos–, promueven ahora en una de las jurisdicciones que gobiernan, la Ciudad de Buenos Aires, un tarifazo que descarga sobre las espaldas de la clase media y los trabajadores: peajes (55%), subte (43%), verificación técnica vehicular (45%), consumo con tarjetas de crédito (1,2% sobre el resumen), infracciones (82,50%) y estacionamiento medido (100%). Las prioridades de ese espacio político están claras: para los dueños de los patrimonios más abultados de la Argentina, defensa cerrada ante un aporte por única vez en contexto de crisis; para quienes usan a diario el subte o las autopistas porteñas para ir a trabajar, o usan tarjetas de crédito para pagar consumos, tarifazo sin discusión.
 

Consenso de pocos
Lo que está en discusión, en definitiva, es el rol del Estado en la economía como representante de los intereses de la sociedad. Al respecto sí hablan claro y en forma directa las organizaciones del poder económico concentrado. El Foro de Convergencia Empresaria difundió en la primera semana del año un comunicado en el que deja sentada su queja ante «la repetida intervención del Estado en las actividades del sector privado de la economía». El Foro critica recientes medidas como la mencionada respecto del sector telecomunicaciones, la intervención en la exportación de maíz, y los congelamientos tarifarios, y el intento de controlar los precios de los alimentos entre otras, e insta a dialogar para encontrar consensos.
Diálogo y consenso significa para el sector concentrado de la economía que los acuerdos a alcanzar liberen los controles y permitan la maximización de las ganancias. Las políticas liberales que promueven, esa libertad de fijar tarifas sin competir con nadie, constituyen una experiencia reciente en la Argentina. Sin ir más lejos, rigió entre 2015 y 2019, y de la enumeración de loables objetivos establecidos en el documento del foro solo se verificó uno no escrito, tácito: el enriquecimiento de los dueños de la economía concentrada.
 
Jorge Vilas

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