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Crónicas violentas

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Daniel Vilá

Justo José de Urquiza, Hipólito Yrigoyen y Raúl Alfonsín fueron víctimas de atentados. Un repaso por los intentos de magnicidios perpetrados a lo largo de la historia.

Alfonsín. El caudillo radical sufrió un ataque en un acto realizado en San Nicolás.

Foto: Télam

El gravísimo atentado contra la vida de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner se inscribe en un particular contexto caracterizado por una desbordada violencia verbal y simbólica y reconoce contados antecedentes en la historia argentina. En todos los casos los ataques resultaron frustrados, salvo en el que tuvo como protagonista a Justo José de Urquiza, elegido presidente de la Confederación Argentina en 1854 y asesinado 16 años después en su residencia, el Palacio San José, por un grupo que encabezaba el general Ricardo López Jordán.
En la publicación Buenos Aires Historia, el historiador Osvaldo Sidoli ha realizado un documentado compendio de los intentos de magnicidio. Otras reseñas incluyen episodios discutibles, por ejemplo, la muerte del hijo de Carlos Menem, interpretada como expresión de una venganza contra su padre, pero estos análisis se introducen en el terreno de la sospecha y no en el de los hechos comprobables.
Domingo Faustino Sarmiento tuvo la fortuna de sobrevivir a un ataque que se produjo en la esquina de las actuales calles porteñas Maipú y Corrientes, cuando tres individuos se abalanzaron sobre el carruaje que lo conducía y uno de ellos apuntó con un trabuco y gatilló. La bala se trabó y el atacante terminó con una mano destrozada por la explosión del arma. Trece años después, Julio Argentino Roca inauguró bañado en sangre las sesiones ordinarias del Congreso. Su atacante le había arrojado una piedra y, se dice, le estaba por asestar un segundo golpe para matarlo, cuando fue interceptado por el ministro de Guerra y Marina, Carlos Pellegrini. En 1881, bajo el gobierno del mismo Pellegrini, una bala pegó en la parte superior del vehículo en el que viajaba, pero resultó ileso.
El 12 de agosto de 1905, el entonces presidente Manuel Quintana avanzaba hacia la plaza San Martín en un cupé tirado por dos caballos cuando un hombre extrajo un arma de su abrigo y efectuó una serie de disparos a corta distancia. No dio en el blanco y salió disparado. Quien lo sucedió, José Figueroa Alcorta, arribaba a su domicilio con una nutrida custodia el 28 de febrero de 1908. Al bajar del coche, un hombre escondido en un zaguán le arrojó un paquete envuelto en papel madera que comenzó a incendiarse y a lanzar un humo oscuro. El artefacto, que fue alejado con el pie por el presidente, no llegó a explotar. También Victorino de la Plaza salvó providencialmente su vida. En 1916, presenciaba el desfile del 9 de Julio desde el balcón de la Casa Rosada cuando uno de los participantes del acto se separó del grupo y efectuó una serie de disparos, uno de los cuales impactó en una moldura a centímetros de su cuerpo.
En la Nochebuena de 1919, Hipólito Yrigoyen se aprestaba a subir al coche en el que viajaba cuando un individuo disparó unas cinco veces su arma de fuego. Uno de sus acompañantes resultó gravemente herido y el atacante fue abatido por la policía.
Pero el más brutal y sangriento atentado contra un mandatario electo popularmente se produjo el 16 de junio de 1955. Por entonces, la Armada Argentina, con apoyo de sectores de la Fuerza Aérea, encabezó un ataque que tenía como objetivo principal asesinar al presidente Juan Domingo Perón y a los miembros de su gabinete para consumar así un golpe de Estado. Aviones que surcaron el cielo del centro de Buenos Aires lanzaron más de cien bombas con un total de entre 9 y 14 toneladas de explosivos. La cantidad de víctimas no pudo ser precisada, pero se estima que fueron por lo menos 300.
Pasaron 36 años hasta que Raúl Alfonsín, que había abandonado la presidencia hacía dos, asistía a un acto partidario en la ciudad de San Nicolás y fue atacado por alguien que disparó un revólver calibre 32 largo. Uno de sus custodios se arrojó sobre su cuerpo y lo cubrió, en tanto otro lograba detener al agresor, un joven de 29 años de quien se dijo que padecía severos trastornos mentales. Pese a la conmoción que el suceso había provocado, Alfonsín se acomodó la ropa, tomó el micrófono y siguió hablando. No fue su primera vez, ya que el 19 de mayo de 1986, durante una visita suya al Tercer Cuerpo de Ejército se había descubierto una bala de mortero oculta en una alcantarilla en el trayecto por donde debía pasar el automóvil presidencial.
Los ataques de esta índole suelen atribuirse, en general, a personas desequilibradas sin vinculación con organización alguna, lo que resulta discutible. Pero lo cierto es que en la mayoría de los casos se produjeron en circunstancias en que imperaba un clima de violencia política o social que derivó en cruentos enfrentamientos. Todavía se está a tiempo de evitar que la historia se repita.

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