25 de septiembre de 2025
Solemne y circunspecto, se autopercibe como una especie de Henry Kissinger criollo y, tras conocer a Javier Milei por casualidad, se convirtió en la cara amable del Gobierno. La elocuencia como máscara.

Ese diálogo, en la mesa de Mirtha Legrand, fue notable:
–A mí se me parte el alma al oír por televisión cuando los jubilados dicen que no les alcanza para comer– había soltado la diva.
Su invitado estelar, el jefe de Gabinete, Guillermo Francos, la observó de soslayo por unos segundos que parecieron eternos, antes de responder:
–¿Sabe usted, Mirtha, cuantos activos hay por cada jubilado? Uno coma seis. O sea, usted tiene esa proporción de personas para pagar a un solo jubilado.
Semejante frase desconcertó a su interlocutora.
¿Acaso la mayor virtud de este septuagenario que encarna la cara amable del Gobierno es ser un excelente justificador de medidas políticas espantosas?
Al respecto, no está de más rememorar otra de sus proezas orales.
Ocurrió al concluir el invierno de 2024, después de que el trol en jefe del régimen libertario, Daniel Parisini (a) «Gordo Dan», presentara a su agrupación, Las Fuerzas del Cielo, con una simpleza atroz: «Seremos el brazo armado del presidente Javier Milei».
Pues bien, dado el disgusto que aquella frase provocó en un vasto sector del espíritu público, Francos la atenuó con una ingeniosa aclaración: «¿Quién habló de armas? El señor Parisini se refirió a las armas de la democracia; al uso de la palabra a través del celular y de Twitter». Un campeón
Lo cierto es que él, siempre solemne y circunspecto, se autopercibe como una especie de Henry Kissinger criollo, aunque hay quienes lo consideran una versión desmejorada de Fidel Pintos, el entrañable «Rey de la Sanata» que supo brillar en el programa Polémica en el bar.
Visto en perspectiva y con este detalle en particular, cuesta creer que el origen mismo de su existencia esté atado a una tragedia histórica.
El animal político
Nacido en la Base Naval de Puerto Belgrano, el niño Guillermo tenía cinco años cuando su progenitor se despidió de él con un beso en la frente, antes de partir del hogar durante la madrugada del 12 de septiembre de 1955.
Se trataba del vicealmirante Raúl Francos.
Una semana después, en su calidad de comandante del crucero 9 de Julio, este sujeto de rasgos macilentos y mirada inquietante dirigió un hecho crucial de la Revolución Libertadora: el bombardeo a los depósitos de combustible que YPF tenía en la ciudad de Mar del Plata.
Su cantidad de víctimas fatales jamás se pudo precisar.
Días después, también de madrugada, el marino reapareció en su hogar.
Guillermo, al despertar, sintió una gran alegría al verlo en el living con una oreja pegada a la radio para no perderse una sola palabra del informativo.
Desde entonces y hasta su muerte, el marino evocaría una y otra vez en las sobremesas su hazaña en aquella gesta.
Guillermo, lleno de orgullo, lo escuchaba con atención.
¿Hasta qué punto habría incidido este episodio en su destino político?
Dicho sea de paso, su venerado padre ya había fallecido a fines de 1995, cuando él, sin un ápice de pudor, apoyó la reelección del líder justicialista Carlos Menem. O cuando, ya en 2007, el gobernador bonaerense Daniel Scioli, que en esa época era (aún) kirchnerista, lo puso al frente del Banco Provincia. O cuando el presidente Alberto Fernández, también de tal extracción ideológica, lo honró con el cargo de representante argentino ante el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Claro que hay aclarar que Francos no es un tránsfuga al estilo de Patricia Bullrich o Diego Kravetz, entre tantos otros. Por el contrario, se trata de un muy apreciado francotirador que, por razones estratégicas, se mueve con soltura bajo cualquier bandera, sin dejar de ser un liberal de pura cepa.
Pero vayamos por partes.
Su despertar político se produjo a comienzos de los 70 en la Universidad del Salvador, en donde cursaba la carrera de Derecho. Allí llegó a encabezar el centro de estudiantes como activista de una agrupación de centroderecha.
En 1974, ya recibido, se arrojó a los brazos de Francisco Manrique, quien, al igual que el papá, había sido un marino que participó en la Libertadora y que, tras su gestión como ministro de Bienestar Social durante las dictaduras de los generales Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse, se volcó a la política desde el Partido Federal (PF).
Francos fue allí su joven bastonero. Y por muchos años.
Ya concluida la última dictadura, obtuvo una banca de concejal. En 1987 compitió –sin éxito– para ingresar a la Cámara de Diputados integrando, como extrapartidario, una lista de la UCR. Y al año siguiente, tras el fallecimiento de Manrique, pasó a ser el titular del PF.
Pero, desde entonces, sus candidaturas legislativas fueron de fracaso en fracaso. Después, probó suerte apoyando al radical Eduardo Angeloz; coqueteó –como ya se dijo– con Menem, también con Gustavo Béliz, con Ricardo López Murphy y hasta con el represor Luis Patti. Era –diríase– una bola sin manija.
Esa mala racha lo convenció de que, quizás, su lugar estaba en la segunda línea de la clase política; es decir, en la de los asesores. De manera que comenzó a fungir como tal, pero sin ponerse bajo el ala de ninguna figura de fuste.
Hasta que, en 2007, el destino lo cruzó con Domingo Felipe Cavallo. De su mano, finalmente, consiguió un escaño en la Cámara Baja.
No obstante, en lo personal, llegó allí muy maltrecho en lo que a su propia economía se refiere. Y no demoró en dar el portazo, pretextando –oficialmente– un «cansancio moral» por el affaire de las coimas en el Senado.
Pero su razón real era otra, tal como se lo hizo saber a Mingo:
–Tengo cinco hijos y, con lo que gano acá, no puedo ni pagar la prepaga.
Eso, al parecer, hasta le costó el segundo de sus tres matrimonios, debido al lucro cesante que le causaba su vocación política.
Finalmente, encontró un empleo asalariado en la Corporación América (CA), el imperio de Eduardo Eurnekián.
Un sexto sentido hizo que el empresario advirtiera en aquel tipo un feeling de la realidad muy beneficioso para sus negocios (a lo que se añadía su valiosa agenda de contactos). Y no se equivocó.
La hora del león
Los años fueron transcurriendo para Francos sin sobresaltos, pero tampoco hubo grandes emociones a la vista.
Ya había formado otra familia con su nueva cónyuge, Patricia, con quien procreó, en 2017, a su último vástago.
Ahora es necesario retroceder al invierno de 2008, cuando conoció a un muchacho que intentaba conseguir trabajo como economista en la CA.
El tipo estaba en condiciones de desempeñarse en el área correspondiente a los riesgos de inversión del holding, pero había tropezado con un escollo: ser reprobado en la prueba de grafología. Entonces, Franco le dio una mano.
El susodicho no era otro que Javier Milei.
El flechazo entre ambos fue instantáneo. Desde el vamos, el economista sintió un gran apego hacia Francos, dado que era una de las pocas personas que no lo tomaban para el churrete por su carácter extravagante, además de sentirse atraído por su fervor hacía la Escuela Austríaca, esa corriente del pensamiento económico que tantas burlas supo depararle por parte de otras personas.
A ese dúo se le sumó un tercer amigo: Nicolás Posse.
Desde luego que ellos no imaginaron que, tres lustros después, Milei sería entronizado en el Sillón de Rivadavia, mientras que Posse ocuparía la jefatura de Gabinete y Francos, el Ministerio del Interior.
En ese irresistible ascenso resaltaba la figura omnipresente de Eurnekián, con quien aún hoy Milei y Francos mantienen un lazo de subordinación.
Posse, en cambio, ya no es más de la partida.
Es que un desliz –haber espiado a la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello– lo eyectó del Gobierno, siendo reemplazado en su cargo justamente por Francos. Al final, fue un golpe de suerte.
Porque el tipo actúa como un vendedor de automóviles usados; tal es la capacidad de su elocuencia. De modo que se convirtió en el gran negociador del régimen. El tipo encarnaba la razonabilidad en estado puro. Tal fue su disfraz; una impostura que lo exhibía criterioso y prudente. Que parecía ponerse en la piel de sus interlocutores. Que manejaba los tiempos del lenguaje con soltura. Que sabía escuchar y, luego, decir lo estrictamente necesario; que sabía articular respuestas que no significan absolutamente nada; que sabía prometer cosas que se diluirán sin ser honradas por su cumplimiento. Así fue él. Y en los 14 meses y medio que lleva en el cargo, pudo convertir a buena parte de la oposición en «amigable». Un milagro que, por cierto, no fue eterno.
Ahora, por razones ajenas a sus actos, la máscara del doctor Francos se está haciendo añicos. Quizás sea el signo de una época que, lentamente, se apaga como la llama de una vela al consumirse.