Política | RODOLFO BARRA

El pasado que vuelve

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Ricardo Ragendorfer

Cruzado neoliberal del Gobierno de Carlos Menem, los antecedentes filonazis lo obligaron a renunciar al Ministerio de Justicia. Hoy renace de sus cenizas de la mano de Milei.

Regreso. A los 76 años, el exjuez de la Corte Suprema estará al frente de la Procuración del Tesoro de la Nación.

Foto: NA

Bertold Brecht escribió: «No hay peor fascista que un liberal asustado». Si se invierte el orden de dichos sustantivos con una pequeña variación, quedaría el siguiente concepto: «No hay peor liberal que un fascista –o un nazi– culposo». Pues bien, estas palabras pintan de cuerpo entero al flamante Procurador del Tesoro, Rodolfo Barra.
Aún así, al presidente Javier Milei no le tembló el pulso al elegirlo para ese cargo, desde el cual aquel individuo de 76 años será jefe de los abogados del Estado, pese a que justamente su edad fuera al respecto un escollo, porque la ley fija un límite de 70 a quienes cumplan con tal función. Sin embargo, la firma de un decreto le bastó al libertario para eludir semejante impedimento.
Lo paradójico fue que la estampara al anochecer del 12 de diciembre, antes de dirigirse, con una nutrida comitiva, a una plaza del barrio de Recoleta con el propósito de participar del acto de Jánuca, una de las celebraciones más importantes de la fe judía.
Al menos tuvo el tino de que Barra no fuera uno de sus acompañantes.
Más allá de ello, he aquí un milagro casi religioso: la resurrección de un personaje sepultado por las cenizas de la historia. No está de más reparar en su figura.  

El guerrero del liberalismo
En el plano estrictamente curricular, ya recibido de abogado en la Universidad Católica, Barra colaboró, a fines de 1974, con la gestión del interventor de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Alberto Ottalagano, cuyo imaginario lo situaba a la derecha de Atila. 
Después, ya bajo la última dictadura, se volcó de lleno a su profesión, actividad que mantuvo durante el sexenio alfonsinista, hasta junio de 1989, cuando Carlos Saúl Menem, ya en el Sillón de Rivadavia, puso el ojo en él. Así, a los 42 años fue integrado al elenco del poder.
A partir de ese instante ocupó los siguientes cargos: secretario y, luego, viceministro de Obras Públicas; secretario del Ministerio del Interior; juez de la Corte Suprema de Justicia; convencional constituyente durante la reforma de 1994 y ministro de Justicia.
Lo asombroso fue que haya atravesado ese cúmulo de responsabilidades sin que (aún) saltara a la luz la zona más turbia de su biografía. Pero no nos adelantemos a los acontecimientos. 
Menem confiaba a ciegas en él. En parte, porque, a diferencia de otros funcionarios –oportunistas de la política, punteros de mala traza, amigotes de la noche, aventureros del mundo empresarial y economistas con compromisos corporativos–, este doctor en Ciencias Jurídicas con especialidad en Derecho 
Administrativo parecía un verdadero caballero. De modo que el «Turco» supo apoyarlo en los momentos más controvertidos de sus múltiples gestiones.
De hecho, el tipo obraba como un cruzado neoliberal de pura cepa.
Tanto es así que, en su paso por Obras Públicas, redactó los polémicos pliegos que pautaron la privatización de Aerolíneas Argentinas. Después, fue el arquitecto del «per saltum» que desbloqueó esa y otras privatizaciones, al arrojar la cuestión, sin escalas intermedias, hacia la Corte Suprema, que él integró desde 1990 hasta 1993. Meses más tarde, ya bendecido con el cargo de ministro de Justicia, concibió la llamada «Ley Mordaza», con la intención de poner límites a la prensa mediante el agravamiento de las penas por calumnias e injurias. Seguidamente, ocurrió su memorable enfrentamiento con un colega de Gabinete: Domingo Felipe Cavallo.
La piedra angular de esa disputa fue su proyecto para facilitar el pago de los juicios contra el Estado (19.000 millones de dólares divididos en alrededor de 200.000 demandas). Aquello hizo que a «Mingo» se le pusieran sus (pocos) pelos de punta, resistiendo tal iniciativa con uñas y dientes. Y en tal contexto, Barra hasta lo acusó de ser «un nostálgico de la dictadura».
Al final, este conflicto quedó inconcluso a mediados de 1996, cuando, súbitamente, el presidente le pidió a Barra la renuncia.
Pero por otro motivo, por cierto, muy embarazoso. 

A cinturonazo limpio
Corría el 22 de junio de aquel año cuando un bombazo le estalló en el rostro: el semanario Noticias acababa de revelar, en un artículo del periodista Darío Gallo, su pasado nazi, con el título: «Herr Ministro». 
La tapa exhibía una fotografía de color sepia, tomada en algún momento del primer lustro de la década del 60, en la cual, junto a otros «camaradas», se lo ve a Barra con el brazo derecho extendido, al estilo hitleriano. Una delicia.
Quizás aquella ideología le haya entrado por los poros a temprana edad, por ser –diríase– «hijo del rigor», en un sentido literal: su padre, el comisario Antonio Barra (quien, años después, integraría el entorno del inolvidable José López Rega) acostumbraba a «corregir» sus inconductas a cinturonazo limpio, siendo esta una pedagogía que, con el correr del tiempo, él reivindicaría por haber «forjado su espíritu»,  tal como lo admitió alguna vez, en ocasión de ser invitado al programa de Mirtha Legrand.    
Lo cierto es que, ya a los 14 años, el «Petiso» –así lo llamaban sus condiscípulos– era parte de la Unión Nacionalista de Estudiantes Secundarios (UNES), rama juvenil del Movimiento Nacionalista Tacuara (MNT), fundado y dirigido por el sacerdote fascista Alberto Ezcurra Uriburu.
Este grupo era una versión caricaturesca de la Sturmabteilung (SA), la milicia de asalto perteneciente a NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán). Su indumentaria: camisas grises, corbatas negras y brazaletes con la cruz de Malta. 
Entre las hazañas del MNT-UNES se destaca el asesinato del abogado judío Raúl Alterman y las heridas de bala al estudiante secundario Edgardo Trinik, junto a un centenar de atentados con explosivos en locales comunistas y sedes de la comunidad judía. El propio Barra –quien llegó a ser el secretario de Prensa y Difusión de la UNES– solía jactarse de haber arrojado una bomba de alquitrán contra una sinagoga. En fin, pecados juveniles.
En este punto, es necesario volver al crudo invierno de 1996.
El escándalo por la revelación de Noticias había sacudido al Gobierno. Y disimulando su contrariedad, Menem lo citó en su despacho a «Barrita» –así era como él le decía– para impartirle una orden:
–Solucioname esto lo antes posible.
Barra salió de allí convencido de que el presidente lo apoyaba.
Fiel a su directiva, al rato hizo circular un comunicado exculpatorio de apenas cinco palabras; a saber: «Si fui nazi, me arrepiento».
Quiso el destino que en la noche de aquel martes tuviera lugar la cena de camaradería que los antiguos militantes de Tacuara realizaban cada mes en la Casa D‘Italia, un salón en la calle Carlos Calvo 3611, donde había un busto de Benito Mussolini.
Barra fue el último en llegar. Y lucía una sonrisa triunfal, como dando por superado el asunto. De ello se habló hasta los postres.
Incluso, uno de sus contertulios propuso:
–Hay que averiguar quién fue el traidor que lo vendió al Petiso.
Todos asintieron. Barra seguía sonriendo de oreja a oreja.
Pero al día siguiente, Menem le pidió la renuncia. Era el 10 de julio.
Ello daba para suponer el fin de su carrera política. No fue así.
De allí en más, luego de dos años de ostracismo, fue puesto al frente del Organismo Regulador del Sistema Nacional de Aeropuertos. De su paso por dicho ente –se comenta– habría anudado un provechoso vínculo con el titular de Aeropuertos Argentina 2000, Eduardo Eurnekián (el exjefe y mentor de Milei); pero el empresario lo niega con vehemencia.  
Ya durante el Gobierno de la Alianza, Barra fue colocado a la cabeza de la Auditoría General de la Nación (AGN); pero allí tuvo otro problemita al ser acusado de graves irregularidades cuando archivó una denuncia por perjuicios económicos, cuyos querellantes eran exempleados de la privatizada Entel. 
Ahora, de la mano del nuevo presidente, renace como el Ave Fénix.

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