Política

Esas mujeres

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A cuatro décadas de su nacimiento, el movimiento que rompió el cerco de silencio e impunidad impuesto por la dictadura cívico-militar de 1976, es aún el referente fundamental en la lucha por los derechos humanos de ayer y de hoy.


Resistencia.
El colectivo de amas de casa con sus rondas, marchas y reclamos interpela al poder de turno como en sus comienzos. (Archivo Acción)

La dictadura cívico-militar que tomó el poder el 24 de marzo de 1976 puso en marcha un plan sistemático de violación de derechos humanos que tuvo como principal instrumento la desaparición forzada de personas. El denominado Proceso de Reorganización Nacional secuestró, encarceló en centros clandestinos de detención, torturó, asesinó y desapareció a miles de personas; a través del terror, silenció a la población y organizó un intrincado sistema de relaciones de fuerza cuyo principal objetivo era el aniquilamiento de un gran sector de la sociedad argentina, para imponer un plan económico que modificara el modo de acumulación, y que permitiría garantizar los efectos de la represión a través de la impunidad, de la cual las corporaciones empresarias, partidos políticos, sindicatos, iglesias y organizaciones sociales y culturales no fueron ajenas.
En esa sociedad silenciada, asolada por el terrorismo de Estado, un grupo de mujeres que buscaban respuestas acerca del paradero de sus hijos se convertieron en el núcleo de resistencia a la dictadura, en un símbolo nacional e internacional y dieron forma a un nuevo sujeto político que con su lucha trascendió la etapa más negra de la historia argentina: las Madres de Plaza de Mayo.

Volver, volver, volver
Cansadas de recorrer reparticiones de la burocracia estatal, militar y eclesiástica, un día, una de las mujeres dijo basta. Azucena Villaflor de De Vincenti convocó a aquellas mujeres –amas de casa en su mayoría, madres desesperadas todas que se cruzaban en esos pasillos– a la Plaza de Mayo para pedirle a quien ocupaba la casa de Gobierno, el dictador Jorge Rafael Videla, información acerca de sus hijos.
Solo años después, y a instancias de la pregunta de un periodista acerca de su fecha de fundación, las Madres, por deducción, fijaron el día: 30 de abril de 1977. Un sábado. Una desacertada elección, ese día de la semana la Plaza se vaciaba de oficinistas y de la gente que la recorría en jornadas laborables. Cambiaron el día y convinieron que sería un viernes, pero una de las mujeres recordó: «Viernes es día de brujas». Y así arribaron al jueves. Los jueves a las 15,30 en la Plaza de Mayo, un lugar que con el tiempo no solo les brindaría identidad propia –al punto de estar en el nombre de su Asociación–, sino que además las diferenciaba de otros organismos de derechos humanos remisos a interpelar directamente a Videla y a la Junta Militar y menos aún a hacerlo en el ámbito público.
Si bien aquel primer encuentro un sábado no tuvo la relevancia en cuanto a asistencia; ni obtuvieron la visibilidad esperada, por ser un día no laborable; ni pudieron llevar adelante el objetivo de solicitar una audiencia con Videla, porque la Casa de Gobierno estaba cerrada los fines de semana; resultó fundamental. Su valor residía en que constituyó el primer paso hacia la acción colectiva, la lucha por visibilizar su demanda ocupando la escena pública, y no en cualquier lugar, sino en la Plaza de Mayo, escenario de grandes gestas de la historia nacional y de multitudinarias manifestaciones políticas y obreras por antonomasia.
«Caminen, circulen, no se pueden quedar acá», ordenó la policía en uno de los encuentros a las mujeres sentadas en los bancos de la plaza o paradas frente a ellos. De a dos y del brazo, se pusieron a caminar. Aquella primera vez alrededor del monumento a Manuel Belgrano, luego en torno a la Pirámide de Mayo. «Fueron ellos –los policías– los que inventaron la ronda», recuerda tiempo después una de la Madres que marchó aquel día.
La presencia de esas mujeres que caminaban en círculos despertó la atención de los corresponsales extranjeros. Cuando les preguntaban a los funcionarios militares acerca de aquellas señoras, la respuesta era unánime y descalificatoria: esas mujeres eran «locas», divagaban preguntando al gobierno sobre sus hijos, que con seguridad habían huido al exterior o habían sido muertos o secuestrados por sus compañeros. Eran «Las locas de la Plaza de Mayo».
Por la persistencia de sus rondas en la Plaza, tres de las madres lograron entrevistarse con un funcionario del Ministerio del Interior. Esa audiencia fue definitoria para ellas: les permitió evaluar claramente la situación a la que se enfrentaban. «Ahí nos dimos cuenta –recuerda una de las madres–. Era una mezcla de desesperación, desesperanza y bronca. Nos dábamos cuenta de que ellos no tenían ninguna intención de resolver nada y que teníamos que seguir solas, presionando, gritando. Ahí decidimos que no nos iríamos de la Plaza. Y decidimos volver, volver, y volver».

Como la primera vez
Obtener visibilidad debía ser la estrategia principal, sabían las Madres. El dictador Videla había tenido que dar explicaciones sobre los desaparecidos en su viaje a Estados Unidos como consecuencia de las denuncias que ellas llevaban adelante y los corresponsales informaban. El cerco de silencio e impunidad montado por la dictadura presentaba su primera fisura.
La peregrinación a la Basílica de Luján –siempre masiva– era el escenario ideal para hacerse ver ante la gente que peregrinaba y ante la cúpula del clero. Allí fueron, pero ¿cómo reconocerse en la multitud? «Quién no tiene un pañal del hijo o del nietito en su casa», propuso una de las madres. Y allí nació el emblema, primero pañal, luego pañuelo blanco.
La presencia en la Plaza de las Madres –y las continuas preguntas de corresponsales y medios extranjeros– llevó a que la Junta Militar pusiera marcha su propia estrategia. La Marina infiltró al movimiento para «desenmascarar» la organización política o armada que estaba detrás. La colecta de dinero para publicar una solicitada el 10 de diciembre de 1977 denunciando las desapariciones fue la ocasión elegida. La Iglesia de la Santa Cruz, en el barrio porteño de San Cristóbal, el lugar. Esther Careaga y Mary Ponce de Bianco, junto con otras ocho personas, fueron secuestradas aquella tarde. Dos días después, y a cuadras de su casa en Avellaneda, Azucena Villaflor de De Vincenti, fue secuestrada y desapareció.
El terror había superado lo imaginable. Las mujeres que buscaban a sus hijos desaparecidos habían sido también desaparecidas. Sin embargo, el secuestro del grupo de la Santa Cruz no logró aniquilar a las Madres. Lejos de paralizarse, y superando el miedo y el dolor, el movimiento de Madres siguió consolidándose hasta que en 1979 incluso adoptó forma legal, por temor a que algo les sucediese –como a las tres madres fundadoras– y que se perdiera todo lo logrado hasta ese momento. Formar una Asociación Civil, y redactar una declaración de principios, era una manera de resguardar su legado.
Un legado de lucha que resquebrajó el plan de impunidad pergeñado por la dictadura cívico-militar; que obtuvo reconocimiento internacional primero, nacional después y las convirtió en actores relevantes –por su capacidad de movilización y su inserción en la sociedad– en la realidad política argentina posdictatorial, no permitiendo que el tema de los desaparecidos pasara al olvido; reivindicando los sueños e ideales de sus hijos y revirtiendo el orden natural de las cosas «al ser paridas por ellos» en la lucha por los derechos humanos y el reclamo de memoria, verdad y justicia; prohijando a los jóvenes luchadores del siglo XXI; denunciando antiguas y nuevas injusticias; luchando por cada derecho.
A 40 años de aquel 30 de abril, y por tiranía del tiempo, son muy pocas las Madres que aún viven. Apenas si alcancen la cantidad que se dio cita en la Plaza de Mayo ese sábado de otoño de 1977. Sin embargo, como cada jueves a las 15,30, las Madres –y sus hijos que hoy se cuentan de a miles– hacen la ronda alrededor de la Pirámide de Mayo «tejiendo solidaridad, construyendo ese territorio de la Plaza para que sea el espacio de todos». Como la primera vez.

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