30 de diciembre de 2024
194 muertos y cerca de 1.500 heridos dejó la masacre que expuso una trama de corrupción e impunidad. Oportunismo político y discriminación contra el rock, efectos de una noche cuyos ecos resuenan.
Once. Dos jóvenes se abrazan. Detrás, el listado de las víctimas de la tragedia del 30 de diciembre de 2004.
Foto: NA
Faltaba apenas un día para que finalizara el año y la Ciudad de Buenos Aires se debatía entre la resaca de las fiestas navideñas, el calor y la humedad propios de esas fechas y la modorra que se apoderaba de sus habitantes. Era imposible suponer que esa noche se desataría un trágico acontecimiento que conmovería al país todo.
En el barrio de Once, el boliche República de Cromañón recibiría por tercera vez en pocos días a la banda Callejeros, un emblema del rock barrial, liderada por el Pato Fontanet, que había iniciado su vertiginosa carrera en sitios pequeños con un público que pocas veces superó las 200 personas. Pero ese 30 de diciembre de 2004 ya convocaba a una verdadera multitud de jóvenes que se sentían reflejados en letras que aludían a sus dolores y esperanzas y en la energía de una música que los representaba. «Vos me entendés» era el sentimiento de sus fans.
La capacidad autorizada del local era de 1.500 asistentes, sin embargo, se vendieron unas 4.500 entradas y a la hora en que se abrieron las puertas otro millar de pibes ingresó masivamente tras forzar los controles. A las 22.50, cuando el show recién comenzaba y la banda interpretaba el tema «Distinto», una bengala impactó en la tela de plástico inflamable que recubría el techo de placas de polietileno. A partir de ese momento el caos se apoderó del lugar.
Los jóvenes intentaron la evacuación pero ya se había cortado la luz y una de las salidas de emergencia estaba cerrada con un candado reforzado con alambres. Los gases tóxicos provocaron la asfixia de muchos de ellos, otros perecieron aplastados por la muchedumbre. Unos minutos antes, quien regenteaba el local, Omar Chabán, también fundador de dos emblemas del rock nacional, Café Einstein y Cemento, había advertido que no se encendieran bengalas, ya que durante la presentación de Ojos Locos, el grupo soporte, se observó el uso de esa pirotecnia. Algunos testigos aseguran que dijo: «No sean pelotudos, acá hay 6.000 personas, si alguien prende algo nos morimos todos» y fue abucheado. Sin embargo, el uso de esos elementos era habitualmente tolerado por los organizadores como un símbolo del «aguante».
Efectos dramáticos
Muchos de los que habían logrado abandonar el local –plagado de irregularidades edilicias– volvieron a ingresar con la desesperada pretensión de rescatar a sus amigos o familiares, pero fueron muy pocos los que volvieron tras haber logrado su objetivo. Las escenas que se observaban a lo largo de la calle Bartolomé Mitre eran escalofriantes: montones de cadáveres esparcidos por la vereda, decenas de jóvenes confundidos caminando como zombies y con evidentes signos de intoxicación, centenares de padres, madres y hermanos intentando averiguar qué había pasado con los suyos, procurando hacerse de una lista de víctimas fatales o internados en los hospitales. Durante días la búsqueda continuó incesante, con la esperanza de que hubiese pibes confundidos deambulando por las cercanías. 194 muertos y alrededor de 1.500 heridos aportaron su involuntario testimonio sobre la vulnerabilidad de los jóvenes, indefensos ante la indolencia, la corrupción y el lucro inescrupuloso.
Las consecuencias fueron dramáticas: padres desesperados que pedían justicia, sobrevivientes padeciendo largos tratamientos psicológicos (se estima que unos 800 sufrieron estrés postraumático) y la estigmatización del rock barrial. Hubo interpretaciones maliciosas que culpaban a las propias víctimas por asistir a sitios inadecuados acompañados por sus pequeños hijos y la prensa hegemónica llegó a mencionar la existencia –absolutamente desmentida– de una guardería infantil en uno de los baños.
Omar Chabán. Regenteaba el local donde ocurrió la masacre y fue condenado en el juicio. Murió en 2014, a los 62 años.
Foto: NA
Buscando culpables
El grueso de los padres responsabilizaron a la banda y a Chabán, un empresario acostumbrado a comercializar el descontrol; otros apuntaron a la policía corrupta. Los funcionarios locales fueron asimismo señalados y la furiosa y justificada reacción de quienes sufrieron las pérdidas irreparables de sus hijos o familiares llegaron hasta el entonces intendente de la ciudad, Aníbal Ibarra.
La catástrofe dio lugar al oportunismo y la discriminación de los que hicieron gala los medios masivos de comunicación que vinculaban lo sucedido con el origen social de los jóvenes, la mayoría de los cuales residían en barrios periféricos y constituían el público de esas bandas, ajenas a los grandes escenarios, que hablaban su idioma y buscaban hacerse un lugar. A partir de allí todos los sitios que albergaban a grupos musicales de esa modalidad –centros culturales, clubes barriales, pequeños locales– fueron sometidos a rigurosas inspecciones que exigían requisitos imposibles de cumplir y en verdad apuntaban a su clausura. No ocurrió lo mismo con aquellos frecuentados por otros sectores sociales que seleccionaban a quien podía o no ingresar por el color de su piel o su vestimenta y llegaban al extremo de cerrar el acceso al agua corriente para obligar a los concurrentes a consumir las bebidas que expendían.
Toti, uno de los integrantes del grupo Jóvenes Pordioseros, explica así a Pablo Plotkin de la revista Rolling Stone ese difícil momento: «Las bandas nos sentíamos cómodas en Cemento y en Cromañón. No reparábamos en otras cosas. Antes había que pasar por Cemento para ser alguien en el under. Y ahora tenías que hacerte fuerte en Cromañón, es la verdad. ¿Por qué no lo dice nadie? Porque nadie quiere quedar pegado».
La causa judicial que se inició tuvo reemplazos de jueces, cambios de carátula, marchas y contramarchas. Integrantes de la banda, su representante, funcionarios y jefes policiales, entre otros, fueron procesados en las distintas instancias hasta que el caso llegó a la Corte Suprema. Paralelamente se le inició juicio político a Aníbal Ibarra, en lo que pudo observarse una oscura operación política. El 7 de marzo de 2006, la Sala Juzgadora de la Legislatura porteña lo destituyó de su cargo. La votación se produjo con 10 votos a favor, 4 en contra y una abstención. Curiosamente, o no tanto, los dos tercios necesarios para la sanción. Además, se dispuso tardíamente, entre otras medidas, la prohibición total de la pirotecnia en todo tipo de espectáculos públicos, abiertos o cerrados.
A principios de marzo de 2016, la Corte definió como «inadmisibles» los recursos extraordinarios que 11 imputados interpusieron ante las sentencias, por lo cual los acusados debieron regresar a cumplir sus condenas, que iban de los tres a los siete años. Chabán, que había recibido una pena de 20, fue efectivamente encarcelado en 2012 y se le otorgó la prisión domiciliaria dos años después debido a su delicado estado de salud. Murió el 17 de noviembre de 2014 de un cáncer linfático. Poco antes, en una nota que publicó la revista Gente, había declarado: «Hubiera deseado morir en Cromañón».
Después del incendio, la calle Bartolomé Mitre fue cerrada al tránsito vehicular por orden judicial hasta que en 2012 el Gobierno de la Ciudad llegó a un acuerdo con los padres para abrirla a la circulación. En una esquina se había instalado un verdadero santuario que recordaba a las víctimas con fotos, ofrendas y gastadas zapatillas colgadas que se convirtieron en un símbolo del desastre.
Como se concluye en la edición de febrero de 2005 de la citada Rolling Stone, el de Cromañón «no es uno de esos casos en los que pueda decirse: Ojalá estas muertes sirvan para algo. No sirven para nada. Pero supongamos, por un momento, que somos capaces de aprender algo del horror. Supongamos que llegamos a comprender que el problema no termina en la bengala, ni en Chabán, ni en Ibarra. Supongamos que este síntoma fatal conjura décadas de deterioro y volvemos a ocuparnos de ciertas cosas como el respeto por la vida y la integridad propia y ajena. Y supongamos que les exigimos el mismo trato a nuestros representantes. Nadie pondría las manos en el fuego porque algo así vaya a suceder; pero lo mínimo que podemos hacer es intentarlo». A 20 años de la tragedia, esa caracterización conserva absoluta vigencia.