Política

La estrategia de la polarización

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El gobierno de Macri endurece su respuesta a las manifestaciones callejeras como parte de un plan para enfrentar una elección clave, que determinará la segunda mitad de su mandato. La CGT debate cómo canalizar las demandas crecientes de las bases.


Paro a palos. Gendarmería despejó con violencia un corte en la autopista Panamericana el 6 de abril pasado. Nuevos modos ante los reclamos. (DYN)
 

La represión contra los maestros frente al Congreso, la del comedor de Lanús unos días antes y la de Gendarmería en la Panamericana durante el paro general dispuesto por las centrales obreras fueron una muestra palpable del endurecimiento del gobierno nacional frente a los reclamos sociales.
Luego de un mes de calles repletas de ciudadanos exigiendo cambios en la política económica, que culminó con la medida de fuerza de la CGT del 6 de abril,  fue el propio presidente Mauricio Macri quien salió a cruzar espadas con una resistencia popular que, si bien no es orgánica, sí dio muestras de contundencia. Tanto que interpela a la dirigencia sindical de igual modo que a la política para que se haga cargo de que la situación es explosiva en muchos sectores y, veladamente, de que hubo un 49% de la ciudadanía que no optó en noviembre de 2015 por un giro como el que se lleva adelante desde Balcarce 50.
Un Macri con semblante triunfador luego de la marcha a favor del oficialismo del 1 de abril, insistió en que «no hay plan B» y se puso el  sayo de líder de los cambios que, según este esquema, reclamaba la sociedad a finales del gobierno de Cristina Kirchner. La mejor estrategia desde el poder siempre consiste en elegir al enemigo más conveniente y es evidente que Cambiemos decidió que para las legislativas de octubre le es útil sumar a la tropa propia todos los fragmentos de antikirchnerismo que prefieran cualquier remedio, por amargo que sea, con tal de alejar esos fantasmas.
La alegoría de la áspera medicina es un viejo recurso de las tesis neoliberales, que sostienen que el peor de los males para una sociedad es abandonar las buenas políticas económicas a mitad de camino. Las «buenas políticas» son el rigor fiscal, la eliminación de todo beneficio derivado del Estado de bienestar y una dosis de «sálvese quien pueda». En la Argentina esa receta formó parte del vademécum de la derecha golpista desde 1955 y sus cultores con el paso del tiempo fueron Álvaro Alsogaray, los hermanos Alemann y José Alfredo Martínez de Hoz.
Siempre necesitaron del recurso de la violencia militar porque no hay sociedad que racionalmente acepte este tipo de políticas económicas, ni políticos dispuestos a inmolarse mucho tiempo en aras de ese credo. El ejemplo de la Alemania y el Japón de posguerra no es el más adecuado porque precisamente eran países que venían de una derrota militar y sociedades abrumadas por un pasado tenebroso como para cuestionar salidas semejantes.
El triunfo de Carlos Menem en los 90 permitió el acceso de esos herederos de Friedrich Von Hayek a un gobierno democráticamente elegido tras la crisis de la hiperinflación. De hecho, solo con el segundo golpe hiperinflacionario, cuando Menem llevaba un año largo en la Casa Rosada, pudieron justificar socialmente la aplicación de políticas neoliberales, pero luego de la caída del bloque socialista, porque eso también hay que decirlo.
La convertibilidad como panacea, que fue «política de Estado» también para la Alianza que llevó al poder a Fernando de la Rúa, estalló en 2001 luego de la implementación del corralito bancario y tras el dictado del estado de sitio con el que el gobierno pensaba poner freno a las cada vez más masivas protestas sociales.

Partido empresarial
Fue en ese contexto que Macri comenzó a organizar, primero con la Fundación Creer y Crecer, en 2002, y luego con el partido Propuesta Republicana, en 2005, a los sectores más ranciamente liberales golpeados ideológicamente por el dramático fin del «uno a uno».
Nucleados bajo la idea-fuerza de que los partidos tradicionales «piensan más en la próxima elección que en la próxima generación», se metieron en la arena política para competir y desplazar a la vieja dirigencia que, según esta cosmovisión, por oportunismo y demagogia, «no hacen lo que tienen que hacer». Esto es, generar las bases de un país donde prime la iniciativa privada y el libre mercado. Por eso los funcionarios de más confianza del presidente vienen del mundo empresario, como ejecutivos de multinacionales. Ellos han demostrado en su carrera cuáles son sus valores y están acostumbrados a ejercer el mando sin necesidad de legitimación electoral.
Macri lo señala cada vez que cuadra. «Estamos aquí para resolver los problemas que los políticos no pudieron resolver», puntualiza, sin que la mayoría de la dirigencia que lo acompaña dé muestras de disgusto. Macri no tiene plan B porque incluso Menem, que habló de un «vuelo sin paracaídas» y «cirugía sin anestesia», era en el fondo un negociador. Para el sector al que representa Macri, no puede haber un plan B porque el credo que sostienen les indica que no hay que torcer el rumbo porque solo así al final del túnel va a aparecer la luz.

Choque de trenes
Aquí es donde la dirigencia de la CGT y los partidos «de la gobernabilidad» tropiezan. Los viejos sindicalistas de la calle Azopardo tienen la experiencia de los 90 y buscan resquicios por los cuales colar alguno de los reclamos que explotaron en la masiva manifestación del 7 de marzo. Aprendieron que si desde arriba no hay respuesta y desde abajo empujan, su situación es insostenible. ¿Seguirá en estas condiciones la unidad de ese sector gremial? Paradójicamente, este momento es proclive a la reunificación de la CTA frente al enemigo común.
Desde el gobierno vienen a continuar la obra que De la Rúa dejó inconclusa. Es la razón por la que una de las primeras medidas de Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad fue lanzar protocolos para contener las demandas en las calles. La escalada represiva, en tal sentido, no son hechos aislados, sino una política de Estado.
Ante este panorama la pregunta sería si al gobierno le interesa ganar la elección de medio término. O en todo caso qué espera que ocurra en octubre. También en este punto el recuerdo de De la Rúa machaca en los escritorios cercanos al mandatario. Sus principales espadas ya dibujaron en la mesa estrategias para esquivar el riesgo de terminar debilitados en función de los tiempos que se avizoran. En el primer examen a la Alianza se estaba gestando el «que se vayan todos», que se expresó con las distintas formas de antivoto del 14 de octubre de 2001. No es la situación actual. Más bien ahora el gobierno polariza desde el «que se terminen de ir los K». A sabiendas de que entre el peronismo más tradicional son muchos los que tampoco quieren a Cristina Fernández.
El electorado de los países occidentales suele estar dividido en tres tercios: uno de derecha, uno de izquierda o centro izquierda y una avenida del medio que no es tan ancha como se piensa. Con repetir el 34% que Cambiemos alcanzó en primera vuelta, siempre que del otro lado nadie supere su tercio, la gobernabilidad aparece como garantizada. La cuestión es que los otros tercios no se junten, como reclaman en las calles.

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