Política | MÁRTIRES DE CHICAGO

La Justicia de los poderosos

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Daniel Vilá

Ante la inhumana explotación de la época, el 1 de mayo de 1886 obreros de la Federación Americana del Trabajo lograron –con muchas muertes mediante– la jornada laboral de ocho horas. Una lucha que continúa.

Chicago. Vista exterior de la plaza Haymarket de la calle Randolph, punto de la revuelta anarquista, tomada en mayo de 1886.

Foto: Getty Images

Estados Unidos, 1886: 1.700.000 niños de 10 a 15 años soportan jornadas de 14 a 16 horas en las nacientes industrias, en los socavones de las minas de carbón, en las ensordecedoras tejedurías norteamericanas. 21 de cada 100 operarios son mujeres. En Chicago, la segunda ciudad del país por su población e importancia económica, la crónica hace constar que los trabajadores «parten a las cuatro de la mañana y regresan a las siete u ocho de la noche e incluso más tarde.

Jamás ven a sus esposas e hijos a la luz del día. Unos se acuestan en corredores y altillos, otros en barracas donde se hacinan tres o cuatro familias. Muchos no tienen alojamiento, se los ve juntar restos de legumbres en los recipientes de desperdicios o comprar a los carniceros solo algunos centavos de recortes».

El auge de la gran manufactura a la cual se incorporan millares de inmigrantes europeos genera consecuentemente la declinación de las viejas instituciones de ayuda mutua como la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo para dar paso a los primeros sindicatos industriales y a la Federación Americana del Trabajo (AFL), que nace en 1881. Así, la negativa general a trabajar más de ocho horas se transforma en consigna unificadora.

Para los socialistas y anarquistas la bandera de la reducción de la jornada laboral no es, sin embargo, el objetivo final. La meta es la gran utopía en la que se compromete hasta la vida: la conquista del poder político. Al disponer que a partir del 1 de mayo de 1886 la duración de la jornada laboral sea de ocho horas, la AFL fija una fecha que se convertirá en histórica.

Contrariando los pronósticos apocalípticos, el temido 1 de mayo de 1886 transcurre pacíficamente, pero la violencia contenida se desatará 48 horas después. El 3 de mayo unos 6.000 obreros se agolpan en las proximidades de la fábrica McCormick Harsvester que acaba de despedir a 1.400 operarios. Habla el escritor anarquista Augusto Spies y un pequeño grupo se separa del mitín para escarmentar a los rompehuelgas que concluyen sus labores.

El escritor cubano José Martí, cronista del episodio, precisa: «Cuando la turba acorralada por las patrullas que de toda la ciudad acuden, se asila para no dormir en sus barrios, donde las mujeres compiten en ira con sus hombres, a escondidas, a fin de que no triunfe nuevamente su enemigo, entierran los obreros seis cadáveres».

Enardecido por la represión, el alemán Spies corre al taller donde imprime su periódico, el Chicago Alberter Zeitung (Diario de los trabajadores de Chicago) y lanza un panfleto con exaltado lenguaje que convoca a la lucha violenta. Un día después, arroja un texto más contundente aún: «La guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormick, han fusilado a los trabajadores. Su sangre pide venganza. Respondamos de tal manera que nuestros amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad la que nos hace gritar, a las armas, a las armas».


Fuego indiscriminado
El 4 de mayo persiste la indignación obrera. En el Haymaket Square varios grupos anarquistas se congregan para escuchar a Albert Parsons quien, con prudencia, circunscribe su discurso al reclamo de «las tres ocho» (ocho horas de labor, ocho de esparcimiento, ocho de descanso). El acto convoca a 3.000 asistentes y entre ellos se cuenta el propio alcalde de Chicago, Carter Harrison, quien al comprobar que impera la tranquilidad decide retirarse.

Nueva York. Policías dispersan con violencia la huelga de empleados de Tranvías del 4 de marzo de 1886, en un grabado a color.

Foto: Getty Images

Cuando solo quedan algunos centenares de manifestantes, unos 180 policías uniformados al mando del inspector John Bonfield, famoso por su crueldad y sadismo, intiman a los reunidos a dispersarse. Repentinamente, un artefacto cruza el aire estallando contra la tropa.

Un policía muere y hay algunos heridos. El fuego policial es indiscriminado y deja una cantidad no precisada de muertos y más de 200 heridos. El explosivo, ¿una provocación?, se convierte en el argumento buscado para la persecución de los «rufianes rojos», como ya los llaman los diarios.

Se declara el estado de sitio y el toque de queda en la ciudad. Se allanan imprentas, se producen detenciones y apaleamientos de dirigentes obreros. Se ordenan las capturas del inglés Samuel Fielden, los alemanes Augusto Spies, Michael Schwab, George Engel, Adolph Fisher y Louis Lingg y los estadounidenses Oscar Neebe y Albert Parsons. Los mártires de Chicago.


«Esa gentuza»
El 6 de mayo, cuando se conoce el nombre del único policía muerto en los incidentes, la prensa renueva su campaña contra «esa gentuza», «esos monstruos sanguinarios». Paralelamente la policía, con desusada pericia, «descubre» arsenales, depósitos de explosivos, armas, escondites secretos y, por supuesto, literatura anarquista y banderas rojas. Son detenidos más de 1.000 sospechosos, incluso los cinco impresores del Chicago Arbeiter Zeitung y todos sus suscriptores. La cacería chauvinista y clasista ya está en marcha.

El juicio que comienza el 21 de junio es una parodia pulcramente montada: se violan todas las normas procesales, se seleccionan burdamente jurados con animosidad hacia los procesados y hasta un supuesto testigo resulta ser un buchón de la policía de Chicago. La suerte está echada, el 28 de agosto se dicta la condena disponiendo que los acusados paguen en la horca el delito de promover nuevas normas de organización social.

La defensa apela la sentencia, pero la demanda es denegada por el juez Joseph E. Gary, conocido en adelante como «el juez felón», quien sin embargo admite que los acusados expongan sus razones ante el tribunal, ocasión que ninguno de ellos desaprovecha. El 11 de noviembre se ejerce la ejemplar pedagogía de la muerte. Tres cuerdas quedan vacantes: la de Lingg, que aparece destrozado en su celda, y las de Fielden y Schwab, que solicitan la conmutación de penas que el gobernador troca por prisión perpetua. Los otros cuatro se niegan a pedir perdón y sus alegatos constituyen en conjunto una proclama insurrecta y una denuncia contra la Justicia de los poderosos. 

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