Política | Gerardo Werthein

Las mil caras del canciller

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Ricardo Ragendorfer

Amante de los caballos pura sangre y diplomado en Ciencias Veterinarias, el flamante ministro de Relaciones Exteriores procura exhibirse austero y oculta sus pasadas simpatías políticas.

Nueva York. Acompañado por Werthein, Javier Milei visitó los restos del rabino Menachem Mendel Schneerson.

Foto: NA

El magnate Gerardo Werthein (cara visible por casi tres décadas del Grupo W, uno de los holdings más importantes del continente) fue puesto al frente de la Cancillería a fines de octubre, cuando –a los 68 años de edad– se desempeñaba como embajador del Gobierno de Javier Milei en Washington. Ya se sabe que aquello sucedió después de que su antecesora, Diana Mondino, incurriera en el imperdonable error de votar, durante la Asamblea General de la ONU, contra el bloqueo a Cuba, al igual que otras 186 naciones, entre las que no se encontraban los Estados Unidos, Israel y Moldavia.  

En este punto cabe una digresión: quiso el azar que justamente en ese país de Europa Oriental –el cual a comienzos del siglo XX formaba parte del Imperio Ruso– se forjara la prehistoria del flamante ministro.   

Ocurre que, a fines de 1904, sus bisabuelos, León y Ana Werthein, habían emigrado a las apuradas de Chisináu, la capital moldava, a raíz de un progrom antisemita alentado por el zar Nicolás II. Fue un poco antes de la derrota en la guerra con Japón y con los latidos previos de la revolución (inconclusa) del año siguiente. 

Al estallar, el matrimonio ya residía en suelo argentino.  

Don León siguió tales noticias con cierta indiferencia a través del diario La Prensa, que, de modo discontinuo, llegaba al poblado pampeano de Miguel Riglos. Allí había montado un almacén de ramos generales. Tiempo después, se expandió hacia la cría de ganado ovino. 

Los Gobiernos liberales de Manuel Quintana y José Figueroa Alcorta (tan enaltecidos por Milei) favorecieron aquella modesta movilidad económica. Y fue el puntapié inicial del conglomerado de compañías que, a partir de 1930, desarrollarían sus descendientes (ocho hijos varones) durante la dictadura del general José Félix Uriburu.  

En la actualidad, el Grupo W controla desde empresas agroindustriales y alimenticias hasta agencias de seguros y medios de comunicación, pasando por firmas energéticas, de medicina prepaga, de telefonía celular, emprendimientos inmobiliarios, compañías tecnológicas y de Media Tech (televisión por cable e Internet), entre otros rubros.

Pues bien, fruto de ese linaje es nuestro canciller.


El oficialista eterno  
Diplomado en Ciencias Veterinarias (por devoción hacia sus caballos pura sangre) y con una reconocida trayectoria como presidente del Comité Olímpico Argentino (COA) entre 2009 y 2021, Werthein aterrizó en el Palacio San Martín –la sede ceremonial de la Cancillería– con un dejo de malhumor.

Quizás, bajo el estilo Beaux Arts de esa construcción, extrañara el diseño modernista de su despacho en el segundo piso del edificio corporativo de Barrio Parque, desde donde, rodeado de casacas y pelotas autografiadas por deportistas amateurs, dominaba el horizonte a través de un enorme ventanal, y también la marcha de los negocios familiares, tarea que compartía con sus primos, Adrián y Daniel, luego de que el tío Julio –el mandamás del Grupo W hasta mediados de los 90– les delegara esa responsabilidad.

De aquel anciano, el trío heredó el lado virtuoso del oportunismo político. Así como él supo sacar provecho de los lineamientos económicos aplicados, en su momento, por José Alfredo Martínez de Hoz (solo a cambio de ser elogiado en los foros internacionales), sus sobrinos fueron bendecidos en la era de Carlos Saúl Menem con pingües beneficios. Y en este siglo, exhibiendo una amplitud ideológica digna de asombro, no vacilaron en acomodarse con el kirchnerismo.

Jura. Luego de la salida intempestiva de Mondino, Gerardo Werthein asumió el 4 de noviembre como canciller.

Foto: NA

Pero, con el correr del tiempo, surgieron desavenencias insalvables entre los primos. Eso, en 2019, signó el apartamiento de Gerardo del holding. Dicho sea de paso, él siempre había sentido recelos hacia Adrián y Daniel. 

Es posible que pensara en ello mientras recorría los salones del Palacio San Martín. Y que tal recuerdo fuera el motivo de su mal humor. 

Pero lo cierto es que él no posee demasiado tiempo para el desasosiego. Porque, además de atender los negocios que mantuvo tras su divorcio del Grupo W (campos, financieras, empresas inmobiliarias, fideicomisos, inversiones en el exterior, un multimedio argentino-uruguayo y acciones en varias compañías, junto al Haras El Capricho), tiene una ardua gestión oficial por delante, y con una prioridad (expresamente ordenada por el presidente): la realización de una «auditoría ideológica» sobre todos los funcionarios ministeriales, incluidos los integrantes del cuerpo diplomático. 

Al respecto, era visible su disgusto por el apodo que allí no tardaron en ponerle: «Beria» (en alusión a Lavrenti Beria, el jefe de los comisarios políticos del estalinismo soviético, famoso por la severidad de sus purgas doctrinarias). 

¿Sabrá Werthein que este sujeto terminó fusilado a raíz de una acusación tan antojadiza como las que solía realizar? Paradojas de la historia.


Yo quiero ser del jet set
Entre sus amistades, Gerardo es, simplemente, «Gerry». Así también lo llama el presidente con quien –desde principios de 2023– anudó un lazo de confianza. Claro que eso tuvo precio: una millonada de billetes verdes en concepto de aportes para la campaña electoral. 

«Gracias, Gerry», repetía Milei cada vez que se juntaban. Y aquella noche no fue una excepción, solo que su tono sonó más plañidero que nunca. 

La escena transcurría, en noviembre de ese año, a bordo del modernísimo jet Gulfstream GV de 14 plazas que el empresario había alquilado por casi 300.000 dólares (de su bolsillo) para una escapadita (de horas) a Nueva York.  

El motivo: visitar la sede de Jabad Lubavitch, la rama más conservadora del judaísmo jasídico, con la que él tenía un aceitado vínculo, y hacia la cual el entonces mandatario electo sentía una identificación no fácil de entender.

Poco después, ya ante la tumba de su líder histórico, el rebe Menachem Mendel Schneerson, ambos le encomendaron sus almas.

Había que ver al bueno de Gerry en tal circunstancia. Su circunspección parecía genuina, como si hubiera nacido para rezar.

Costaba creer que fuera el mismo hombre que, hacía tres lustros, aparecía en las revistas de chimentos por su amorío con la bella Barbie Simons (hija del malogrado Leonardo), un cuarto de siglo menor que él. 

En rigor, su faceta jaranera era proverbial. Lo prueban las fiestas que solía ofrecer en los jardines de su haras, a las que acudía la flor y nata del jet set local. 

Pero, ahora, el llamado de la patria le impuso otro estilo de vida, que le exige un titánico esfuerzo por exhibirse austero e impoluto.

Hasta se apresuró a cerrar sus redes sociales para que no hubiera vestigios de su –ya superado– kirchnerismo. 

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