Política | Aniversario de la muerte de Eva Perón

Legado, mitos y antinomia

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Daniel Víctor Sosa

Arribista, aventurera, encarnó una fábula según sus detractores. Multitudes, en cambio, la recuerdan por su compromiso con el pueblo trabajador y proyectan su figura hasta hoy.

Desde el balcón. Eva en uno de sus encendidos discursos ante una multitud reunida en la Plaza de Mayo.

Foto: Getty Images

El 26 de julio de 1952 la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación cumplió «el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20,25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, jefa espiritual de la Nación». Esa fue «la hora más amarga del día más triste», definió al homenajearla un año después la entonces senadora Juana Larrauri. Otros sectores de la sociedad, en cambio, festejaron su deceso y se ilusionaron con la posibilidad de una nueva aurora para el país.

El trágico despliegue de llantos dolientes y de celebraciones por la muerte de Eva reflejaba claramente las visiones contrapuestas sobre la mujer que ya era leyenda. Contraste que abarcó las interpretaciones alusivas al conjunto del modelo peronista, desde su inicio a fines de 1943, durante los años que siguieron al derrocamiento de su líder, en septiembre de 1955, y aún hoy. 

Tan extensa antinomia nacional alimentó una vasta mitología, traducida en ensayos, novelas, cuentos, poesías, películas, musicales, canciones, obras pictóricas, teatrales, televisivas y un sinfín de expresiones.

Eva Perón, de inigualable arte de encantamiento de audiencias masivas, aportó su elocuencia a las propuestas políticas y sociales del peronismo original, al que dotó de una mística duradera. Por eso mismo fue, desde su instalación en la arena política, inspiradora de gran cantidad de alabanzas como de vituperios, sin excluir manifestaciones clasistas, racistas y sexistas. 

Para multitudes de seguidores el recuerdo va hacia la joven abnegada y de «generosidad infinita», solo movida por el amor a Perón y a los descamisados. Para muchos de sus opositores, a los que llamaba «contreras», solo ocupó un lugar prominente por sus condiciones de «arribista» y «prostituta». Insultos, a falta de argumentos, en gran parte de quienes hablaban en defensa de sus privilegios. 

Quienes la amaron (y la aman) llevan consigo aquellas proclamas, el ardor de su voz para decir cuál entendía Eva que era el merecimiento del pueblo.

Por cierto, es fácil encontrar en sus palabras una retórica simplista, maniquea, de contraposiciones duales. Ese recurso, desde luego, le permitía ser directa, llegar de inmediato a la emoción de los «grasitas» y ponerlos de su lado. 

Pero así como abundaron, desde su aparición en la escena política, las críticas a la composición del relato con el que ella buscaba transmitir ideas y sentimientos, hay que reconocer que ese tipo de cuestionamientos aplicaba también al amplio arco opositor: la etiqueta de «fascismo» es apenas el punto de partida de las diatribas sostenidas en el marco de un amplio repertorio de denostaciones.

El látigo
Véase, por ejemplo, uno de los abordajes ensayístico-literario-propagandístico más difundidos en su época. El de la estadounidense Mary Main, autora de La mujer del látigo, publicado primero en inglés y traducido al castellano en Buenos Aires pocas semanas después del golpe de la Revolución Libertadora.

Sin mayores fuentes fidedignas y con marcados prejuicios de clase social, la autora presenta a Evita como una mujerzuela de familia pobre, hija natural, sin educación, que había aprendido muy pronto «que ella no podía permitirse dar ventaja a nadie y que el hombre era su enemigo natural o un tonto que una chica inteligente podía explotar».

El personaje construido por Main presentaba una mujer dura, ambiciosa, mala actriz, resentida y sedienta de venganza por su origen social y la vida difícil que había tenido. De allí, presumía la autora, su odio por todos los que no son de su mismo origen social y en especial la oligarquía, motivo por el que decide entrar en el mundo de la política: para vengarse.

Presente. Mural de acero montado en el edificio del ex Ministerio de Desarrollo Social, sobre la porteña avenida 9 de Julio.

Foto: Shutterstock

En la misma línea descalificatoria se ubican quienes sostienen que encarnaba una impostura, que actuaba para sostener una fábula. O reducen a teatralización lo dicho en persona a quienes recurrían a ella en su Fundación de asistencia social, en sus arengas frente a dirigentes sindicales o desde los balcones de la Casa Rosada. En todo caso, muchas de sus insoslayables definiciones persisten como parte innegable de la multifacética identidad nacional.

Libertades
Resuenan todavía, como parte de su legado, consignas tajantes que cobran fuerza cuando se las ubica en el contexto de aquel mundo de después de la Segunda Guerra, en el cual un tercio de la población mundial vivía en territorios colonizados, subordinados a las metrópolis por métodos violentos y saqueados en sus riquezas. 

La consorte del presidente de un país formalmente independiente, pero sometido al neocolonialismo practicado por una de esas potencias –Gran Bretaña– enfatizó, en alusión al origen del peronismo, que «la lucha instalada en el plano social y político tenía como adversario al polo opuesto de la clase trabajadora, la oligarquía». 

«El imperialismo capitalista –continuó Eva– estaba representado aquí por nuestra oligarquía, las organizaciones económicas, los monopolios internacionales, la prensa, los representantes de los imperialismos capitalistas y los partidos oligárquicos».

Prevalecía en ese país, el nuestro, «un supracapitalismo que sacaba la riqueza argentina hacia el extranjero, un capitalismo interno que explotaba a los trabajadores directamente y una oligarquía que respetaba y ayudaba la acción de los capitalistas en nombre de la libertad. Pero una era la libertad de los ricos patrones y otra la libertad de los obreros: la de los patrones, la de enriquecerse, y la de los obreros, la de morirse de hambre».

«La oligarquía –añadió en abril de 1951, durante un curso sobre Historia del peronismo– era una clase cerrada, o sea, una casta. Nadie podía entrar en ella. El Gobierno les pertenecía, como si nadie más que la oligarquía pudiese gobernar el país. En realidad, como los dominaba el espíritu de oligarquía, que es egoísta, orgulloso, soberbio y vanidoso, todos estos defectos y malas cualidades los llevaron poco a poco a los peores extremos y terminaron vendiéndolo todo, hasta la Patria, con tal de seguir aparentando riqueza y poder».

La crítica de Eva se dirigió también a aquellos «dirigentes obreros entregados a los amos de la oligarquía por una sonrisa, por un banquete o por unas monedas. Los denuncio como traidores», fustigó. Ya cercana su muerte, en La razón de mi vida dejó escrito su anhelo: «Cuando todos sean trabajadores, cuando todos vivan del propio trabajo y no de trabajo ajeno, seremos todos más buenos, más hermanos, y la oligarquía será un recuerdo amargo y doloroso para la humanidad. Pero, mientras tanto, lo fundamental es que los hombres del pueblo, los de la clase que trabaja, no se entreguen a la raza oligarca de los explotadores».

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