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Muerte en el subte

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Ricardo Ragendorfer

El asesinato de la agente Maribel Zalazar fue usado hasta el cansancio por el oficialismo porteño. Medios, punitivismo e internas de Juntos por el Cambio.

Foto: NA

Ocurrió al promediar la mañana del 14 de febrero en la estación Retiro de la línea C del subte. Un pasajero que acababa de bajar de un vagón con algo de lentitud emitía quejidos de dolor a cada paso. Rengueaba. Dos empleados se acercaron para asistirlo. También acudió en su auxilio una mujer uniformada; pertenecía a la Policía de la Ciudad. Su nombre: Maribel Zalazar.
El tipo tenía un comportamiento extraño, porque se puso contra la pared con las manos levantadas, como si lo quisieran arrestar. Pero lejos de eso, le trajeron una silla. Ella lo ayudó a tomar asiento, susurrándole al oído alguna frase tranquilizadora. Pero esa frase quedó inconclusa por los estampidos de por lo menos seis disparos.
Es que ese sujeto –identificado luego como Oscar Valdez– supo actuar con la rapidez de un parpadeo. Así le arrebató la reglamentaria a Zalazar. Así jaló la corredera para llevar el primer proyectil a la recámara. Así gatilló una y otra vez a su alrededor. Uno de los empleados cayó de bruces al ser herido en la pierna derecha. Ella quedó en agonía sobre el andén con un tiro en el cuello. Y el victimario se dio a la fuga. Pero fue capturado por otros policías al salir de una boca del subte en la avenida lindante con la Torre de los Ingleses.
Sujetado por seis agentes, Valdez se resistía con una fuerza descomunal, como si estuviera poseído. Y gritaba: «¡Soy el jefe! ¡Yo ya gané!», entre otras incoherencias. En realidad, estaba en medio de un brote psicótico.
Aquella escena fue captada por cámaras callejeras y teléfonos celulares. Y al ser emitida de manera casi coral por todos los noticieros, lo sucedido fue descripto como un «caso de inseguridad». ¿Acaso su naturaleza demencial no era más que una ilusión óptica?
De hecho, esas coberturas hacían eje en los profusos actos de pillaje que suelen ser cometidos en la zona por descuidistas y rateros. Y semejante ángulo del asunto resultó potenciado por las placas rojas que informaban la muerte de Zalazar cuando era llevada en helicóptero hacia el Hospital Churruca.
Otra vez la criminología mediática estaba a sus anchas.
Es probable que uno de los televidentes fuera el ministro de Seguridad porteño Marcelo D’Alessandro. Y quizás le brillaran los ojos.
Ya se sabe que él está, a su pesar, de «licencia»; un limbo administrativo al que fue confinado por Horacio Rodríguez Larreta hasta tanto se enfríen dos escándalos que lo tuvieron por protagonista: su escapadita a Lago Escondido (con cuatro jueces federales, tres ejecutivos del Grupo Clarín, el fiscal general de la Ciudad y un espía de la AFI macrista), junto con la causa judicial que lo investiga por sus chats con Silvio Robles, el principal operador del presidente de la Corte Suprema, Héctor Rosatti.
De ser cierto que aquel martes mitigaba su obligado ostracismo ante la pantalla chica, sería justamente entonces cuando se le ocurrió una gran idea (o mejor dicho, dos) para forzar su regreso al ruedo.
De manera que, al día siguiente –y sin aviso previo–, tuvo la audacia de aparecer en el Panteón Policial del cementerio de la Chacarita con el propósito de colarse entre las autoridades municipales que asistían al entierro de Zalazar.
Ni el jefe de Gabinete, Felipe Miguel, ni el ministro de Gobierno, Jorge Macri, daban crédito a sus ojos.
No contento con ello, D’Alessandro completó su «Operativo Retorno» con otro golpe de efecto: culpar –en su cuenta de Twitter– al kirchnerismo por la tragedia, al impedir –según él– la utilización de pistolas eléctricas Taser que hubiesen podido «controlar el enfrentamiento».
Tal afirmación –inexacta, como se verá– bastó para actualizar el debate sobre tales adminículos. Un debate al que se sumaron opinadores de todo tipo. Y que sepultó la conmoción pública por la muerte de la mujer policía bajo esa angurria punitivista.
En este punto es necesario retroceder a 2008. Fue cuando el entonces ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, adquirió algunas Taser con el fin de equipar la naciente Policía Metropolitana.
El tipo insistía en su carácter «no letal», algo que ya en aquellos días era refutado por la ONU y los organismos de derechos humanos por tratarse, lisa y llanamente, de una sofisticada picana –es decir, un instrumento de tortura–, cuyo uso supo causar muertes en otros países.
Al respecto, una anécdota. Al ser entrevistado por el semanario Miradas al Sur, Montenegro resaltó con vehemencia su carácter inofensivo:
–Ni siquiera producen dolor –fueron sus palabras.
–¿Por qué, entonces –se le dijo– no convoca una conferencia de prensa en la cual, para probar eso, usted se deja disparar una descarga de Taser?
Montenegro frunció el ceño y, tras un pesado silencio, farfulló:
–No es el momento.
El tema de las Taser quedó por años congelado. Hasta que, en los días finales del Gobierno de Mauricio Macri, la ministra Patricia Bullrich compró un lote de pistolas eléctricas para las fuerzas federales. Y a mediados de 2001, Larreta la imitó con la adquisición de 60 unidades para la mazorca porteña.
Sin embargo, no fue el Gobierno kirchnerista el que impidió su uso, así como falsamente proclama D’Alessandro. En realidad, el trámite se encuentra demorado porque la empresa importadora aún no entregó los datos técnicos y comerciales para concluir la autorización. Simplemente eso.
Pero la bomba de humo arrojada por el «licenciado» también sacudió la interna de Juntos por el Cambio (JxC).
Tanto es así que, basándose en su embuste, Patricia Bullrich azuzó a la administración larretista, al decir: «Hay un fallo de la Corte que autoriza a usar las Taser. En vez de pedir tanto permiso al Gobierno, que te dice siempre que no a propósito, le diría a Horacio: tomá la decisión».
La respuesta –también anclada en la fantasía de la prohibición– corrió por cuenta de Felipe Miguel a través de Twitter: «CABA ya decidió el uso de las Taser. En efecto, hace dos años las compramos. Pero el Gobierno nacional tiene frenada la importación desde entonces. No es un tema de decidir usarlas sino de poder importarlas».
En paralelo, Mauro Stendel –el militante de ultraderecha que envió hace semanas un paquete de palas al Congreso de la Nación–, repartía picanitas de bolsillo entre los pasajeros de la línea C del subte.
¿Acaso a la pobre Maribel Zalazar la dejan descansar en paz?
Quizás, en la Argentina de estos tiempos, Karl von Clausewitz hubiese dicho: «El carancheo es la continuación de la grieta por otros medios».

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