Política

Política y Justicia

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El rol de los tribunales está en el centro del debate: desde los llamados a criminalizar la protesta o el reclamo de mano dura hasta la comparecencia del vicepresidente por el caso Ciccone.

 

Policías en Acción. La fuerza provincial realiza constantes razias en barrios populares denominadas «operativos de saturación». (Télam)

Uno de los avances más significativos que se registraron desde que el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán marcó el punto más alto de la crisis sistémica que asoló al país a poco de iniciado el nuevo siglo fue el consenso mayoritario acerca de la necesidad de garantizar la plena vigencia de los derechos humanos, la inclusión social y el cese de toda forma de
represión de la protesta o de su criminalización. Hasta hace poco tiempo, justificar la persecución salvaje de manifestantes por parte de las fuerzas de seguridad o reivindicar la dictadura cívico-militar en cualquiera de sus facetas era patrimonio de minúsculos sectores nostálgicos del autoritarismo, los que optaban por guardar un prudente silencio a la espera de mejores condiciones políticas. Si bien es cierto que no cesaron mágicamente los abusos policiales ni los episodios de violencia, la política oficial, ratificada en numerosas oportunidades, apuntó a investigar excesos, mediar en los conflictos y evitar desbordes represivos. No obstante, en las últimas semanas se han sucedido hechos preocupantes que implican un lento pero sostenido  avance de aquellos que pretenden retornar a épocas oscuras en las cuales el orden se basaba en el terror y la exclusión social. Algo de ello está sucediendo en Córdoba, donde las razias policiales en las villas de emergencia y barrios populares, bautizadas como «operativos de saturación» por el gobierno de José Manuel De la Sota, someten a la humillación a centenares de adolescentes pobres en nombre de un Código de Faltas que, con la excusa del «merodeo», permite que se los encierre como animales en vallados metálicos instalados en las plazas, sometiéndolos a la exposición pública aun cuando no se les haya podido comprobar delito alguno. Los propios partes policiales señalan que fueron detenidos por «contravenciones» y 8 de cada 10 recuperan su libertad en pocas horas. El diario cordobés La Voz del Interior publicó fotos en las que se puede ver a jóvenes, con sus rostros tapados, sentados en el piso, encerrados por grupos entre vallados de color naranja. La imagen corresponde a un procedimiento realizado en La Calera, ciudad vecina a la capital cordobesa, y se completa con agentes armados que custodian los corralitos rodeados por una cinta plástica para evitar la circulación de personas por el área. Según el matutino, las fotos fueron difundidas por la propia policía provincial.
Otro evidente retroceso se ha producido en la provincia de Buenos Aires a partir de la resolución del minis-
tro de Seguridad, Alejandro Granados, quien, amparado en el plan de emergencia recientemente implementado, ordenó reabrir unos 200 calabozos que habían sido cerrados por orden judicial debido a las pésimas condiciones edilicias en las que se encontraban. En mayo de 2005, la Suprema Corte de Justicia de la Nación había dado respuesta positiva a un hábeas corpus colectivo interpuesto por el Centro de Estudios Legales y Sociales disponiendo que cesara todo agravamiento de las condiciones de detención. Sólo bajo la órbita del Servicio Penitenciario provincial hay actualmente unos 28.000 reclusos y varios miles más se hacinan en comisarías. El 73% de ellos están encausados sin condena y, según la Comisión Bonaerense por la Memoria, un organismo creado por la Legislatura provincial, los 18.000 procedimientos «preventivos y coactivos» de los que se jacta el gobernador Daniel Scioli sólo reflejan «la proliferación de detenciones, cacheos y secuestros en el marco de procedimientos policiales sin orden judicial». Se estima que la tercera parte de las sentencias dictadas en relación con las personas detenidas son absoluciones o sobreseimientos, y el promedio de causas que obtienen sentencia no llega al 5% del total.

 

Señal de alarma
Estas conductas restrictivas de los derechos ciudadanos no se agotan en la demagógica respuesta represiva a las demandas de seguridad, sino que se extienden al control violento de los reclamos sociales. En ese sentido, los acontecimientos que recientemente se suscitaron en la provincia de Chaco son una señal de alarma que no puede ser ignorada. La brutalidad con la que actuaron las fuerzas policiales al enfrentar a varios miles de integrantes de diversas organizaciones populares –muchas de ellas adherentes al oficialismo– que se oponen al «tarifazo y el ajuste» que atribuyen a las políticas del gobernador Juan Bacileff Ivanoff, enfrentado con el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, provocó decenas de heridos y detenidos. El funcionario calificó de «atorrantes» a los manifestantes, y añadió: «Estamos cada vez peor. Se creen dueños de las calles y de las ciudades. Quiero un país tranquilo y ordenado, no quiero delincuentes que vivan de la necesidad de la gente». En la misma línea, el secretario de Seguridad del Gobierno nacional, Sergio Berni, reclamó a los jueces que actúen «con todo el peso de la ley» contra quienes corten rutas o calles y dijo estar harto de pasarse «todas las mañanas corriendo piqueteros de todos lados». Preguntado acerca de si existía un choque de intereses entre el derecho a transitar y el de protestar, respondió: «¿Qué choque de intereses? Es un verso de la Justicia. El que corta comete un delito».
Muy distinta es la opinión de juristas pertenecientes a diversos espacios políticos, quienes coinciden en señalar que la invisibilidad de los reclamos de quienes no tienen acceso a los medios de comunicación crea un «estado de necesidad» que los conduce a recurrir a estos métodos. En un artículo publicado por la revista digital Derechopenalonline, Fernando Roldán y Aníbal Hnatiuk señalan: «Negar el derecho “a causar molestias en el tránsito” a quienes están gritando su desesperación en pos de resolver sus problemas de alimentación, trabajo, salud, educación, vivienda digna, etcétera, significaría incurrir en una ponderación de males poco razonable, porque nadie puede dudar que los males que se quieren evitar son mayores a los causados por los retrasos en el tránsito», postura con la que coinciden en general, entre otros, los juristas Roberto Gargarella y Raúl Zaffaroni.
La complejidad del problema determina que la mayor parte de los proyectos legislativos que –con diferentes matices– pretenden regular la protesta social carezcan de los votos necesarios para su aprobación. En cambio, la mayoría de los miembros de la comisión de Asuntos Constitucionales de la Cámara de Diputados acordó girar los proyectos ya redactados para otorgar una amnistía a los más de 4.000 procesados por haber participado de marchas y piquetes. Oficialistas y opositores coincidieron en que la reglamentación del derecho a peticionar no puede ser criminalizada, aunque hubo diferencias en cuanto a la forma de resguardar la libre circulación. Una de las iniciativas, la de la legisladora Virginia Linares, del Frente Amplio Unen, respaldada por el conjunto de las fuerzas opositoras con la excepción del Pro, dispone la «extinción de la pena y/o la acción penal en todas las causas judiciales contra personas imputadas a raíz de su participación en hechos ocurridos con motivo y finalidad de reivindicación social (…) a las que se les impute una figura penal, cualquiera sea el bien jurídico lesionado y el modo de comisión. (…) Nadie podrá ser interrogado, investigado y/o citado a comparecer por imputaciones o sospechas de haber participado en los hechos que fueran objeto de la presente ley», dice el texto. El proyecto se basa en uno anterior que perdió estado parlamentario en 1999 y fue impulsado, entre otros, por el diputado, Jorge Rivas, y la actual embajadora en Gran Bretaña, Alicia Castro.

 

Regresiones
En este contradictorio contexto, han reaparecido los espectros del pasado dispuestos a concretar su restauración. Algunos, como el senador bonaerense Mario Ishii, pretenden volver al servicio militar, época afortunadamente superada en la que el colimba (así llamado porque corre, limpia y barre) era un virtual esclavo de sus jefes, pero reservan tal condición a los jóvenes marginados del Conurbano, «esos que no trabajan ni estudian». Según el caudillo de José C. Paz, el cuartel sería un instrumento civilizatorio para el pobrerío, aunque parecería que no para la vagancia de los barrios elegantes. Otros no se conforman con regresiones parciales y reclaman, como Graciela Fernández Meijide, la plena reivindicación de la teoría de los dos demonios. Para la ex referente del Frepaso, «hay dos varas para medir las violaciones de derechos humanos». Sostuvo que «bajar el cuadro de Jorge Rafael Videla no tuvo ningún valor» y considera imperioso que los que integran las cúpulas de las organizaciones armadas hagan su autocrítica y difundan los nombres de sus caídos, que «no son 30.000». No es casual que esas declaraciones  las haya formulado al diario La Nación, artífice de una sostenida campaña que asimila castigo judicial con venganza y ensalza en sus editoriales a los «jóvenes militares que enfrentaron a las organizaciones terroristas en la guerra interna que vivió el país con un saldo de dolor y muerte por ambos sectores enfrentados». Pero quien puso la guinda sobre la torta fue el senador radical Mario Cimadevilla, quien afirmó que no compartía la opinión general, la del Gobierno y la de la Corte Suprema, acerca de la plena vigencia de los delitos de lesa humanidad, y puntualizó que ni la Ley de Obediencia Debida ni la de Punto Final pueden ser cuestionadas, ya que la primera fue una promesa electoral de Raúl Alfonsín y la segunda, una norma «muy oportuna para la democracia».

Daniel Vilá