3 de julio de 2025
Los pronunciamientos eclesiásticos con críticas a las políticas de ajuste y sus consecuencias sociales persisten tras la llegada de León XIV al Vaticano. Distancia entre el poder político y la institución católica.

Contacto en Roma. Javier y Karina Milei con León XIV: reunión protocolar.
Foto: NA
Con la muerte del papa Francisco, Javier Milei y su equipo de gobierno pudieron considerar que el escenario de su difícil relación con la Iglesia católica entraba en una etapa que permitiría despejar los desencuentros ideológicos, políticos y de estilos que –con indudables repercusiones en el escenario local– se habían planteado con Jorge Bergoglio. La apresurada lectura que hizo el oficialismo de la elección de Robert Prevost como León XIV sirvió para alentar la misma idea: el primer papa estadounidense de la historia que además elegía llamarse León… Solo el desconocimiento de la trayectoria religiosa y pastoral del nuevo pontífice y de los motivos por los que decidió nombrarse León –en memoria del papa que ha dado lugar a la doctrina social de la Iglesia basada en la justicia social que Milei detesta– hubiesen sido datos suficientes para desalentar cualquier cambio sustancial en las relaciones del Gobierno con la institución católica. Si algo faltaba, el 25 de mayo, en la catedral metropolitana y frente a Milei y sus ministros, el arzobispo Jorge García Cuerva utilizó la homilía del día patrio para hacer un crítico diagnóstico y recordarle al presidente –aunque no solo a él– que «nuestro país sangra» por muchos motivos, pero sobre todo por «tantos hermanos que sufren la marginalidad y la exclusión».
El presidente –que no disimula su adicción por los viajes internacionales– utilizó, después, una escala romana de otro periplo a Israel para entrevistarse con el nuevo papa. León XIV lo recibió protocolarmente y tomó nota de la invitación que le hizo para visitar el país. El pontífice escuchó casi en silencio durante más de media hora las explicaciones presidenciales acerca de su presunta hazaña económica que, según su versión, está reduciendo la pobreza en la Argentina. El papa tiene información propia y de primera mano: además de los obispos, entre sus colaboradores cercanos hay argentinos. León XIV, fiel a su estilo cauto y sereno, prefirió guardar prudente silencio ante su visitante. De su parte, la evaluación del encuentro estuvo lejos de la versión laudatoria hacia el propio Milei y su comitiva que difundió la cancillería argentina.

García Cuerva. «Nuestro país sangra», dijo el arzobispo de Buenos Aires ante el presidente en la ceremonia del 25 de mayo.
Foto: Captura de pantalla
Interlocutores
En el plano local, las relaciones entre las autoridades del episcopado católico y el Gobierno están prácticamente congeladas. Ambas partes manejan con sumo cuidado los adjetivos para calificar el vínculo y no es extraño escuchar que todo camina «por los senderos institucionales». Es decir: en lo que es imprescindible son formalmente correctas. Pero lo cierto es que, en la Argentina, por historia política y por cultura, la relación entre los Gobiernos y las autoridades eclesiásticas ha sido siempre tan necesarias como permanentes y fluidas, aún por encima de las diferencias que existen en cada momento. Además de su misión religiosa, la Iglesia católica es la institución con mayor presencia territorial en el país y convive con los problemas de las personas. Esto le permite auscultar la realidad y, de manera frecuente, intentar respuestas sociales para llegar incluso a lugares donde no aparece la mano del Estado.
La suma de factores ha convertido a las autoridades eclesiásticas en permanente interlocutor de los funcionarios, para acordar, disentir y ensayar, en no pocos casos, la búsqueda de respuestas concertadas. No es hoy el caso. Los canales formales no habilitan actualmente la fluidez de ese diálogo. Una parte de la explicación, como ha quedado de manifiesto en varios de los documentos eclesiásticos recientes, es porque no hay políticas públicas y porque el Estado se retira del territorio. La otra, porque la perspectiva política y social de la conducción actual de la Iglesia –encabezada por el arzobispo mendocino Marcelo Colombo– se apoya en el legado de Francisco, en la justicia social y en la doctrina social de la Iglesia que Milei detesta y condena porque entiende que es una forma de «robarle» a los ricos para darle a los pobres. Quedó de manifiesto en las denuncias de los obispos sobre la situación de los jubilados y la represión de la que son víctima por demandar sus derechos, en la solidaridad con los trabajadores del Garrahan, y otras que tienen que ver con el quite de prestaciones a las personas con discapacidad, los migrantes, el abandono del Estado a las personas en situación de calle y el retiro de las políticas públicas para atender el avance del narcotráfico. Salvo rarísimas y contadas excepciones, sobre estos temas que son cruciales para la Iglesia no hay diálogo con el Gobierno nacional.
Al margen de ello, los obispos observan con preocupación el deterioro del poder adquisitivo de los salarios, el aumento del desempleo y de la pobreza en sus diócesis y en las capillas y parroquias de todo el país. Cáritas, pero también otros organismos solidarios católicos extreman esfuerzos para dar respuesta a estas demandas sociales. Los recursos con los que cuenta son insuficientes. También los pocos que aporta el Estado.
Las manifestaciones públicas advirtiendo sobre todas estas situaciones han ido en aumento. Hablan algunos obispos por su cuenta para referirse a determinados temas, pero también los organismos especializados de la Conferencia Episcopal (Pastoral Social, Migrantes, etcétera) y hasta la Comisión Ejecutiva, uno de los máximos niveles de representación que existe dentro de la estructura institucional de la Iglesia. Pese a ello, el silencio oficial se hace cada día más estrepitoso.
Del lado de la Iglesia hay esfuerzo para encontrar el equilibrio entre la responsabilidad de decir su palabra –que muchas veces es de denuncia– y, al mismo tiempo, no cerrar canales que pudieran aportar al diálogo con el oficialismo.
El panorama se complica aún más por la falta de respuestas orgánicas desde la oposición política y sindical. «Nosotros no podemos ocupar el lugar de la oposición. Porque no somos la oposición y porque ese no es el rol que la Iglesia tiene que jugar», se le escuchó decir a un obispo en medio de una charla informal en una sede episcopal. Una demanda social que crece y un dilema político-institucional que, al menos por el momento, no tiene solución a la vista.