Política

Tiempo de amagues

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La CGT anunció una movilización para el 7 de marzo y un paro, sin fecha fija, para «la segunda semana» de ese mes. Se abrieron negociaciones a todo vapor en medio de los enfrentamientos internos dentro del sindicalismo. Debate por el perfil gremial.


Protagonismo. Schmid, Daer y Acuña enfrentan los micrófonos luego del áspero encuentro para delinear medidas de fuerza contra el ajuste. (Télam)

Si algo mostró la masiva manifestación del 30 de abril de 2016 por el Día del Trabajador, es que el espacio del movimiento obrero podría convertirse en un baluarte de la oposición a las medidas más irritativas del gobierno de Mauricio Macri. El escenario de Paseo Colón e Independencia había juntado a las hasta entonces tres CGT y a las dos CTA en lo que se interpretó como el inicio de una escalada de reclamos por la pérdida de puestos de trabajo, poder adquisitivo y derechos laborales. Las más de 300.000 personas que habían ocupado de bote a bote las dos avenidas planteaban ese reclamo de combatividad que, sin embargo, se fue demorando en el tiempo.
En los meses subsiguientes, la caída de la actividad económica y la profundización de la crisis económica corrieron paralelas a negociaciones entre los distintos líderes sindicales y las autoridades. Como fruto de esas conversaciones, desde el gobierno decidieron abrir el grifo para pagar deudas con las obras sociales sindicales por unos 30.000 millones de pesos. El 22 de agosto se conformó finalmente el triunvirato para conducir una CGT unificada más por el espanto que por el amor. Héctor Daer, Carlos Acuña y Juan Carlos Schmid emergieron como las caras visibles de los sectores gremiales dentro de la central obrera cercana al peronismo.  
Que no comulgaban en muchas de las iniciativas ni en las perspectivas frente al oficialismo era evidente desde antes de cerrar ese acuerdo. Pero hubo entonces una coincidencia que en sordina todos admitían: no convenía enfrentar drásticamente a un gobierno que había asumido pocos meses antes mediante el voto popular. Sobre todo ante un frente conservador que había llegado a la Casa Rosada enancado en los aires antipopulistas que destilaban los medios de comunicación.
Pero el inicio de 2017 trajo peores noticias. El aumento en el precio de los combustibles a mediados de enero y el tarifazo de la luz en febrero, que en nada contribuyen a la prometida baja en la inflación –41% en 2016, cerca de 2% en enero de este año– socavan cualquier intento de paz social que quiera ensayar una organización obrera, por más amigable que pretenda mostrarse. Más aún cuando los despidos en la actividad privada, con el añadido de la caída del consumo, golpean en el mismo sector asalariado que espera respuestas de la dirigencia y no la encuentra en la oposición política. Fue en este contexto que las CTA anunciaron la reunificación de la central, pero para 2018.

Shock eléctrico
El anuncio del ministro de Energía de un nuevo golpe al bolsillo de los argentinos, con subas de hasta 148% en la electricidad, fue difícil de digerir tanto para el ciudadano de a pie como para los empresarios pyme, que no logran despegar y ya computan miles de persianas cerradas desde diciembre de 2015. Las recomendaciones de Juan José Aranguren de reducir consumos de elementos ya esenciales para la vida en comunidad, como una computadora o un lavarropas, sin ir más lejos, generaron el punto de quiebre para convencer a los más realistas entre los dirigentes cegetistas de que algo tendrían que hacer.
Así fue que el 2 de febrero, en un debate áspero entre los distintos sectores que forman parte de la CGT, se anunció una movilización para el 7 de marzo y un paro general para la segunda semana de ese mes. La distancia a la movilización y la laxitud del anuncio de una huelga son síntomas no solo de la falta de consenso para enfrentar las medidas del gobierno, sino el deseo de negociar hasta última hora para que la sangre no llegue al río.
Se sabe que dentro del local de la Federación Naval donde se desarrolló el debate hubo pases de facturas. La división entre gremios de servicios y de la producción –por poner dos ejemplos extremos: metalúrgicos y trabajadores de estaciones de servicios– viven distintas etapas de esta realidad. Algunos tienen un día a día de despidos y suspensiones, los otros pueden capear mejor los temporales. Por otro lado, hay un grupo de gremialistas que fueron indispensables para sostener el modelo menemista en los 90, conocidos como «los Gordos» (entre ellos Carlos West Ocampo, de Sanidad; y Armando Cavalieri, de Comercio), que encabezan los grupos más afines a Macri y recibieron los mayores aportes a sus obras sociales. Como para devolver gentilezas a quienes rememoraron ese pasado, salieron a impugnar el acercamiento que gremios como la UOM y los albañiles tuvieron con los gobiernos de los Kirchner.
El secretario general de la Bancaria, Sergio Palazzo, hace tiempo reclama la elaboración de un programa de los trabajadores para enfrentar el embate contra derechos adquiridos. Radical de origen, Palazzo tiene buena llegada y sabe cómo moverse dentro de un mundo de tradición peronista como el de la CGT y les evoca  asiduamente los programas combativos de La Falda y Huerta Grande en 1957 y 1962.
El gremio bancario logró aumentos en una paritaria corta con las cámaras que debía revisarse en mayo. El acuerdo no gustó en la Casa Rosada, que lo caratuló como un arreglo inflacionario y dio orden de no homologar al Ministerio de Trabajo. La puja llegó a la Justicia, que aceptó el pedido de amparo del gremio. Ahora es el turno de los docentes, que consiguieron que las provincias se sumaran a su reclamo de una paritaria nacional por área y no por distrito, como pretendían desde el Palacio Pizzurno. La oferta en la provincia de Buenos Aires era de un 18% con una cláusula gatillo si se dispara la inflación. Los gremios la rechazaron porque el año pasado se disparó la inflación pero el gatillo permaneció inmutable.

 

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