17 de mayo de 2021
En medio de la pandemia y la negociación con el FMI, el posicionamiento del Gobierno argentino en la región, que revierte el alineamiento del macrismo con Estados Unidos, lo enfrenta a líderes de países vecinos y abre debates con la oposición.
Acto virtual. Solá, Fernández y Cafiero encabezaron desde Buenos Aires la reunión del bloque. Una tensa celebración. (NA)
En tiempos tan azarosos como estos a nivel internacional, el Gobierno nacional produjo dos movimientos casi simultáneos que escandalizaron a sectores ligados con intereses corporativos. Tras el anuncio de que Argentina se retiraba del llamado Grupo de Lima, el presidente Alberto Fernández tuvo un fuerte entredicho con el mandatario uruguayo, Luis Lacalle Pou, en la celebración del 30º aniversario del Mercosur. Dos gestos que contradicen el camino de alineamiento con Estados Unidos que la gestión de Mauricio Macri había iniciado y que, como colofón, se realizaron cuando el ministro de Economía, Martín Guzmán, negociaba en Washington la deuda con el FMI.
El 24 de marzo, cuando en todo el país se recordaba el golpe cívico-militar de 1976 (ver recuadro), la cancillería anunció el retiro de ese grupo creado en 2017 con el objetivo de enterrar a la UNASUR con Venezuela en la mira, «al considerar que las acciones que ha venido impulsando, buscando aislar al Gobierno de Venezuela y a sus representantes, no han conducido a nada».
Dos días más tarde, en un encuentro virtual entre presidentes del Mercosur y los mandatarios de Bolivia y de Chile como invitados, el jefe de Gobierno de Uruguay, Luis Lacalle Pou, sacó a relucir el enfrentamiento que se potenció desde el triunfo de Fernández-Fernández acerca de los aranceles comunes de la organización regional y la posibilidad de que cualquiera de sus miembros pueda hacer acuerdos comerciales sin consenso del resto.
Uruguay, que además expresó la voluntad de Paraguay y especialmente Brasil, dejó un par de frases que no será fácil que pasen al recuerdo: Lacalle Pou usó las palabras «corset» y «lastre» para definir elípticamente la postura argentina en este punto. Alberto Fernández respondió que el que quiera dejar el barco, que lo haga.
La oposición más dura y los medios afines salieron a cuestionar lo que se apresuraron a declarar como una «venezuelización» y un brote de aislacionismo.
Si la única manera de interpretar las acciones del Gobierno es en el marco de una puja continua entre los dos integrantes de la fórmula más votada en 2019, categorizar a esos dos gestos como un avance de Cristina Fernández era casi una obviedad para esos analistas. Y si se agrega la exégesis del discurso de la vicepresidenta en un acto en Las Flores sobre Estados Unidos, no tenían otro camino que hablar también de una deriva del Gobierno.
La cuestión es que siempre hay algo más cuando se observa en detalle. Macri siempre fue antichavista, incluso con el líder bolivariano vivo, y basó su política exterior en un seguidismo con la administración de Donald Trump, a tono con el resto de los Gobiernos conservadores que llegaban al poder desde 2016. Eso implicó minar a la UNASUR y un ataque continuo a Nicolás Maduro. Tal adhesión a los postulados estadounidenses le valió el acceso al extraordinario crédito del FMI cuando comenzó a trastabillar su gestión económica. Vale la pena repetir que el actual titular del Banco Interamericano de Desarrollo, Mauricio Claver Carone, reconoció que ese dinero tenía como objetivo apuntalar el camino de Macri hacia la reelección.
Se sabe que el voto de EE.UU. es indispensable para lograr un acuerdo con el FMI, de modo que para quienes creen que el alineamiento a rajatabla es la única alternativa, hablar de la responsabilidad de Washington en el golpe genocida y decir que el país no tiene cómo pagar lo acordado por el Gobierno anterior resuena no solo como una herejía sino también como un error de cálculo de imprevisibles consecuencias. O en realidad, revela que la única propuesta aceptable para esos intereses es aceptar las reglas de juego ajenas. Pagar sin chistar.
Avances y retrocesos
Ciertamente, como expresa la Cancillería, el Grupo de Lima no produjo ningún avance hacia una salida pacífica y democrática a la crisis venezolana. Solá explicó incluso que Argentina sigue en el llamado Grupo de Contacto que integran países europeos junto con México y del que hasta el triunfo de Lacalle Pou también formaba parte Uruguay. El dato a tener en cuenta es que si Trump era una amenaza de intervención armada, no fue el grupo de Lima el que le impidió actuar. Por otro lado, Joe Biden viene demostrando que en política exterior no difiere mucho de su antecesor. Basta solo atender a los cruces con Vladimir Putin y Xi Jinping, los recientes ataques en Siria, además de sus posturas con Venezuela y Cuba.
El tema más delicado es el de Mercosur, que con la llegada de Gobiernos progresistas, en el albor del siglo XXI, se convirtió en una plataforma de integración política y fue clave en el rechazo al ALCA en 2005, en sociedad con el líder bolivariano, Hugo Chávez. Pero desde entonces florecieron las diferencias, tanto políticas como económicas.
Con la crisis de 2008 aparecieron destellos proteccionistas que afectaron a los socios menores y los Gobiernos de Dilma Rousseff y Cristina Fernández se fueron encerrando en sus propias dificultades internas. El ingreso de Venezuela se demoró por el rechazo del Senado paraguayo, que al mismo tiempo fue muy veloz para destituir a Fernando Lugo en 2012. Suspendido temporalmente por el resto de los miembros del Mercosur, Paraguay recién pudo regresar cuando se celebraron elecciones democráticas, pero el golpe en el corazón de la organización había sido letal. En represalia, Venezuela fue suspendida en 2017. Ya Dilma Rousseff había sido expulsada del Gobierno en un golpe parlamentario similar al paraguayo.
A esa altura, el Mercosur se debatía en propuestas de salidas neoliberales para «abrirse al mundo». Incluso en Uruguay con el Frente Amplio en el poder, las voces que hablaban de «corset» iban creciendo. Lacalle Pou sabe que no está solo cuando se expresa de ese modo. Para colmo, busca seducir a magnates argentinos para que crucen el charco y así pagar menos impuestos.
La irritación de Alberto Fernández tiene sus razones. El desafío de Lacalle Pou también. En Brasil, mientras tanto, este cruce no es el mayor problema que enfrenta Jair Bolsonaro, repudiado por una gestión desastrosa en lo sanitario y peligrosa en lo social.
Pese a todos los inconvenientes y las diferencias, la integración regional sigue siendo tanto una esperanza como una necesidad imperiosa para los países del sur, especialmente en el contexto de una pandemia feroz, en la que los poderosos acaparan vacunas y desoyen los llamados a una atención igualitaria de la grave crisis sanitaria.