10 de agosto de 2021
La reacción generalizada ante ciertos comportamientos de un sector importante de la dirigencia política es una de las manifestaciones más ostensibles de los cambios operados en la cultura política argentina. Hoy, los medios de comunicación y especialmente los usuarios de las redes sociales, se inmiscuyen obscenamente en la vida privada de sus adversarios y les atribuyen delitos que no podrían fundamentar en los estrados judiciales. La campaña política que acaba de iniciarse abunda en ejemplos de esta conducta, al punto de que la presidenta de una de las principales fuerzas opositoras planteó la elaboración de un «código de ética» para solventar los enfrentamientos entre los propios aliados. En la propuesta, finalmente desestimada, se puso el acento en el compromiso de no mentir, con lo cual implícitamente se admitía que la mentira es uno de los procedimientos proselitistas utilizados por ese conglomerado. En este contexto, la reciente agresión machista a una conocida actriz por parte de dos diputados nacionales de la oposición, que recibió una condena extendida aunque fue respaldada con el silencio por la mayoría de su bancada y tímidamente cuestionada por un puñado de legisladoras del mismo espacio, implica no solo una fantasiosa construcción misógina, sino también una muestra clara de lo que resta por avanzar en materia de respeto a las mujeres, a las que algunos les asignan, como hace un siglo, la función de acompañantes, servidoras y objetos de placer de los varones. Es evidente que prevalecen en muchos individuos las señales de una deficiente educación sexual cuyos aspectos más relevantes son los ritos prostibularios de la iniciación y el atávico sometimiento a una moral ambivalente y patriarcal.