Política

Zona de riesgo

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A partir de episodios consignados como linchamientos se revitalizaron los pedidos de mano dura y medidas represivas. El rol de los medios y el aprovechamiento político del miedo.

 

Buenos Aires. Operativo policial en la provincia. El gobernador Daniel Scioli declaró la emergencia de seguridad. (DYN)

Entre 1997 y 2008 se produjeron en nuestro país 98 casos de «acciones colectivas de violencia punitiva», según un relevamiento realizado por los investigadores Leandro Ignacio González, Juan Iván Ladeuix y Gabriela Ferreyra. El trabajo, publicado por la Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal, revela que los hechos son mayormente espontáneos, realizados por vecinos, familiares y/o amigos de la víctima de un delito y, en general, con finales menos cruentos que en otros países del continente donde estos episodios son más frecuentes. Más allá de estas consideraciones, la investigación pone de manifiesto que hechos como los que salieron a la luz a fines de marzo y en la primera semana de abril, a partir del asesinato de David Moreira en el barrio Azcuénaga de Rosario, a cargo de decenas de personas que lo golpearon hasta dejarlo inconsciente en el asfalto, no son nuevos, y su cantidad no resulta reveladora de una tendencia social ni mucho menos de un fenómeno masivo. Lo que cambió es que estos hechos son ahora iluminados por los focos televisivos, y su impacto público se multiplicó.
Resulta difícil no vincular el clima de miedo fogoneado por estas coberturas mediáticas con la campaña contra la incipiente reforma al Código Penal basada en presunciones y eslóganes marketineros destinados más a especulaciones de corte electoralista que a una voluntad sincera de debatir una iniciativa legislativa. La instalación de climas sociales de miedo, generalizado ante un problema real, el delito, que no puede soslayarse como preocupación de la sociedad, pero que de ninguna manera amerita una apelación generalizada, y muy peligrosa, al vale todo, bajo una supuesta «ausencia del Estado», es agitada por sectores políticos que lejos están de proponer políticas inclusivas y reparadoras de las diferencias sociales. Lo cierto es que se abrió una suerte de insólito debate acerca de «si está bien o mal» –pregunta formulada por un cronista televisivo al testigo de una golpiza– trompear y hasta asesinar a presuntos delincuentes, sorprendidos in fraganti o simplemente sospechosos «por aspecto».
En ese contexto, es oportuno recordar lo que el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman advierte en su libro Daños colaterales. Desigualdades sociales en la era global: «La desconfianza por los extraños y la tendencia a estereotiparlos a todos, o a categorías selectas de ellos, como bomba de acción retardada que explotará de un momento a otro se intensifican a partir de su propia lógica e inercia; no requieren pruebas adicionales ni otros estímulos provenientes de los actos hostiles que realice el adversario seleccionado como blanco (por el contrario, los estereotipos y la desconfianza generan una profusión de pruebas y estímulos). En resumidas cuentas, el efecto principal de la obsesión por la seguridad es el rápido crecimiento –en vez de la disminución– del clima de inseguridad, con toda su guarnición de miedos, angustias, hostilidades, agresividad y debilitamiento o silenciamiento de los impulsos morales».
En climas de obsesión y miedo, como el que se fogonea por estos días, es muy difícil razonar y tomar decisiones. Exactamente diez años atrás, 150.000 personas desbordaban la Plaza del Congreso, encabezados por Juan Carlos Blumberg, padre de un joven secuestrado y asesinado, reclamando seguridad. Días después, con el propio Blumberg «controlando» el debate dentro del recinto, se aprobaban modificaciones a la legislación penal que endurecían penas. Con parecidos argumentos se salió ahora al cruce de un anteproyecto de reforma del Código Penal, elaborado por una comisión de reconocidos juristas de distintos partidos políticos. La lógica de la mano dura y la falsa premisa según la cual a más penas le corresponden menos delitos sigue presente, pese a las reiteradas evidencias de su fracaso.

 

Peso estatal
En aquellos días de 2004, el entonces gobernador bonaerense Felipe Solá declaraba «la emergencia de seguridad» en el distrito, tal como acaba de anunciar Daniel Scioli. El conjunto de medidas que incluye el paquete de emergencia fortalece, una vez más, el poder de la Policía Bonaerense: se convoca a servicio a 15.000 efectivos retirados y se destinan más recursos en fondos e infraestructura a cuerpos de seguridad con escaso control y con probadas muestras de complicidad y participación en distintos segmentos delictuales. Scioli dijo que su objetivo es «aplicar todo el peso del Estado sobre los delincuentes», en respuesta –aclaró– «a la población que sufre el ataque cruel y salvaje de una delincuencia de características violentas sin precedentes».
La cobertura mediática predominante desplegó un discurso justificatorio de lo sucedido en Rosario y otros episodios de menor envergadura registrados en Buenos Aires, Jujuy, La Rioja y Córdoba, con el uso de conceptos como «justicia por mano propia», «palizas contra delincuentes», «ajusticiamientos», sazonados con largas horas dedicadas al morbo de repetir una y otra vez imágenes de los hechos más violentos. Desde el ámbito judicial, en tanto, Elena Highton de Nolasco, vicepresidenta de la Corte Suprema, descartó todo eufemismo para nombrar hechos como el de Rosario: «Es un homicidio  violento, sangriento y en masa», dijo. Por su parte, la Red de Jueces Penales de la Provincia de Buenos Aires consideró que los llamados linchamientos no son más que «expresiones de venganza privada» que «atentan contra la paz social». La procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, también fue contundente: «Los que golpearon a David Moreira hasta matarlo, ¿eran conscientes del delito que cometieron? ¿Habrán pensado que era mejor tener un ladrón menos que decenas de asesinos sueltos? Cuando el protagonista de un crimen es un joven de un barrio marginal, se habla de violencia homicida, y cuando ese crimen es protagonizado por señores y señoras de barrios pudientes, se pasa a hablar de ajusticiamiento o de palizas. ¿Es que acaso puede haber justicia cuando se parte de la idea de que algunas vidas no tienen valor?».
En el ámbito político, las posiciones fueron disímiles. Entre los dirigentes opositores sobresalió el radical Ricardo Alfonsín, quien sin ambages expresó que «ese horror no es justicia, ni por mano propia ni de naturaleza alguna. Es barbarie, es la jungla». Contrastó con el diputado y aspirante presidencial Sergio Massa, quien, luego de una suerte de condena relativa a lo ocurrido, dijo que debe primar el criterio de que «el que las hace las paga» y justificó los episodios por «la ausencia del Estado». Coincidió con este diagnóstico el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri. Lo extraño fue que no aclaró a qué Estado se refería, ya que la ciudad que gobierna es un Estado, tiene además su propia policía y en su jurisdicción ocurrieron algunos de los ataques difundidos por estos días. Macri completó su poco feliz intervención en la discusión manifestando su alegría porque una de sus hijas vive en el exterior y, por ende, no debe preocuparse por su seguridad. El líder de Pro no tuvo en cuenta un dato. Según el bisemanario Perfil, en la ciudad donde reside la hija de Macri, San Francisco, en Estados Unidos, la tasa de homicidios es superior a la de Buenos Aires.
La corriente «manodurista» tuvo, quizás, su máxima expresión en el diputado massista Alberto Asseff, quien pidió la intervención de las fuerzas armadas en asuntos internos. El legislador propuso «remover las murallas entre la seguridad interior y exterior. Simplemente –aclaró con sorna– porque esas murallas sólo existen en la imaginación de los inspiradores de la Ley Nº 24.059 (Ley de Seguridad Interior)».

 

Operación pánico
En tanto, desde el Gobierno surgieron contradicciones. Mientras la propia presidenta Cristina Fernández y el ministro de Defensa, Agustín Rossi, rechazaron los actos de violencia colectiva –y, en el caso de Rossi, salió a cruzar a dirigentes de la oposición que no habían condenado los hechos–, el secretario de Seguridad, Sergio Berni, hizo suya una fórmula de la derecha más rancia: «Los jueces tienen más preocupación por defender los derechos de los delincuentes que los del resto de la sociedad». En igual sentido se pronunció el ex intendente de José C. Paz, Mario Ishii: «La última carta que le queda a la gente es defenderse».
Intervino en el debate el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, quien se pronunció contra los promotores de la mano dura. «Se genera un pánico colectivo desde los medios de comunicación», señaló. «Toda persona, sea culpable o no, tiene derecho a un juicio justo. Los ciudadanos tenemos derecho a nuestra seguridad; si alguien la viola, el camino es la Justicia, no la venganza que engendra nuevos victimarios». Ante el argumento planteado por el ex intendente de Tigre, acerca de la «ausencia del Estado», el titular del Servicio de Paz y Justicia respondió: «El Estado está, quizás no como debería estar», y preguntó con ironía: «¿Seguridad es más policías? ¿Más camaritas?».
El debate encierra una paradoja: mientras se instala la idea de la puerta giratoria, que nadie va preso, que entran por una puerta y salen por la otra, la situación del sistema carcelario es dramática: establecimientos superpoblados y en pésimas condiciones, en los que un proceso de rehabilitación es virtualmente imposible, donde los jóvenes de entre 18 y 30 años constituyen el 64% de la población total, y la mayoría de los internos no tiene condena.
El problema del delito es real y amerita el análisis de políticas públicas que aporten nuevas soluciones en un marco inclusivo y que no dejen de lado un mejor funcionamiento de la Justicia y la limpieza de prácticas corruptas en las fuerzas policiales y de seguridad. De todos modos, su amplificación y el uso que ciertos sectores políticos hacen del miedo como herramienta electoral dificultan el análisis certero de la cuestión y contribuyen a agravar la situación. Volviendo a Bauman, se suman, de este modo, daños colaterales, ya que, «las obsesiones por la seguridad son inagotables e insaciables: una vez que se desatan y levantan vuelo, no hay manera de detenerlas. Se impulsan y exacerban a sí mismas; a medida que adquieren su propio ímpetu, no necesitan más incentivos de factores externos: engendran sus propias razones, explicaciones y justificaciones en escala de aceleración constante. La fiebre encendida y caldeada por la introducción de medidas de seguridad pasa a ser el único estímulo que necesitan los temores, las angustias y las tensiones de la inseguridad y de la incertidumbre para reproducirse, crecer y proliferar».

Jorge Vilas