La aparición del cuerpo de la niña de 11 años en el natatorio de la escuela Santa Unión, en el barrio porteño de Caballito, conmovió a una sociedad que aún hablaba de «crímenes pasionales». Un femicidio nunca esclarecido que quedó grabado en la memoria.
14 de noviembre de 2018
El 12 de julio de 1988 Norma amaneció como cualquier día. Nada permitía adivinar lo que estaba por pasar, y posiblemente en nada pensó cuando esa tarde se acercó a la carpa del Colegio Santa Unión de Caballito. La muestra de natación ya había terminado. Norma buscó a su hija Jimena, les preguntó a las amigas. Ninguna la había visto. Pasaron los minutos y nada. No había señal de ella por ningún lado hasta que, finalmente, escuchó un grito. Un chico había descubierto la sombra en el agua. La pesadilla acababa de comenzar.
Jimena Hernández, de once años, fue asesinada ese 12 de julio. La causa cayó en manos del entonces juez de instrucción Luis Cevasco, quien orientó la investigación por presunta negligencia y envió el expediente a la Justicia Correccional. En un insólito fallo afirmó que «no hubo signos de violencia externa, con lo que cabe descartar que la muerte se produjera por acción directa de terceros», a pesar de que «la autopsia practicada reveló que había sido objeto de tratos sexuales de naturaleza reiterada». No obstante, según la decisión judicial, «el deceso de Jimena Hernández no tiene vinculación con el citado trato sexual al que fuera sometida. No hubo relación entre la muerte y aquello que surgiera como consecuencia de la investigación, relativo a la conducta sexual de la occisa». Y ese sería tan solo el comienzo. Acusaciones cruzadas, sospechas de narcotráfico, todo tipo de irregularidades atravesando la causa, y hasta la detención del padre de Jimena forman parte de un retrato que hoy, 30 años después, asoma como un caso paradigmático para pensar los avances y también las deudas en torno a los femicidios desde sus distintos costados.
Una de las primeras preguntas es hasta qué punto resultaría posible actualmente un fallo de las características del de Cevasco, funcionario cuyo currículum conviene recordar brevemente. En 1998, como titular de la comisión experimental de fiscales para delitos complejos, se manifestó en contra de que juzgaran a Jorge Rafael Videla por apropiación de bebés. Según su concepción, «el robo no formó parte del plan de exterminio». Años más tarde, nombrado por el macrismo al frente del Ministerio Público de la Ciudad, tuvo a su cargo la implementación del protocolo con el que el oficialismo pretendió legalizar la represión de la protesta social. En la resolución que dictó en marzo de 2016, Cevasco fue explícito. Concibió a los reclamos populares como una «actividad en principio prohibida» por normas penales y contravencionales. En su opinión, era necesaria la intervención inmediata.
No obstante, resultaría impreciso al mismo tiempo explicar las irregularidades de la causa solo en términos de la actuación del cuestionado juez. En primer lugar, porque a lo largo de todo el proceso, la investigación sufrió numerosas falencias. Por ejemplo, la malla de la nena nunca fue sacada de la bolsa en la que la introdujeron los forenses originales. De esta forma, cuando la estudiaron, además de rastros de fosfatasa ácida prostática, solo encontraron hongos. Tras numerosos esfuerzos del padre, se autorizó un estudio de ADN. Para entonces solo se realizaba en el exterior y se requería de una autorización de la Corte. Sin embargo, como el material estaba demasiado degradado, no arrojó ningún resultado. Finalmente, en 1997, nueve años después del crimen, el juez Mauricio Zamudio, que para entonces llevaba el expediente, dictó el sobreseimiento provisional. El magistrado llegó a la conclusión de que alguien mató a Jimena pero no pudo individualizar a los culpables, y tras considerar que no había «elementos de prueba suficientes» para continuar con la investigación, desvinculó a los cinco imputados.
Contextos
Resulta innegable, por otro lado, que el contexto social ha cambiado. Una serie de transformaciones, tanto institucionales como culturales y políticas, han contribuido para que hoy consideremos prácticamente inadmisibles las respuestas que recibió la familia por parte de los distintos sectores del poder: la Justicia, la dirigencia, los medios. Desde el Estado, de hecho, se adoptaron diversos instrumentos para regular, controlar y erradicar la violencia de género y su expresión más aberrante, concibiendo a los medios como un capítulo central frente a dicha problemática (ver recuadro).
Para la investigadora del Conicet y especialista en comunicación y género, Soledad Gil, ha habido un avance incuestionable. «Por ejemplo, el femicidio de Ángeles (se refiere al caso de Ángeles Rawson, la niña de 16 años cuyo cuerpo fue hallado en junio de 2013 en una planta del Ceamse) se trató como un show. Aparecía en programas de chimentos, recuerdo el de Mauro Viale, que luego fue denunciado en la Defensoría del Público…Tampoco perdamos de vista el asesinato de Melina Romero y la criminalización por clase social que lo enmarcó».
Sin embargo, en su opinión, si de la cobertura mediática se trata, «todavía falta camino por recorrer en torno a los enfoques, fuentes consultadas, imágenes utilizadas». Para Gil, «no solo hay que utilizar términos correctos sino acompañarlos de un enfoque y política editorial que contemplen los derechos humanos de las mujeres. De otro modo, esas palabras aparecen vaciadas de su contenido». Es de esta forma que, si bien el edificio legal es fundamental para contribuir, por ejemplo, con la visibilización de ciertos temas, debe ir acompañado de otros procesos que contribuyan con un cambio cultural.
Paola Bergallo es abogada, docente e investigadora de la Universidad Torcuato Di Tella, especializada en temas de género. Desde su análisis, el movimiento de mujeres ha sido central. Lo interesante resulta que, a diferencia, por ejemplo, de los países del norte, donde tuvo prioridad la despenalización del aborto como demanda articuladora, en Argentina fueron los femicidios los que han encabezado la agenda en los últimos años, donde el feminismo logró, además, una respuesta social mucho más amplia. «Acá primero se comenzó con los temas de violencia doméstica, con un gran énfasis en los niños. Es decir, la violencia es lo primero que prende, pero prende muy despacio. Recién estalla cuando llegamos a los casos más extremos… Ahora bien, también es importante pensar cómo siempre se lo ha pensado en términos de reformas de leyes penales, judicializándolo. Es decir, constituyen temas que no arraigan bien como políticas preventivas por parte del Poder Ejecutivo», concluye, planteando otra de las cuestiones centrales: cuál debe ser el rol del Estado.
Las cifras no bajan
«Tenía 17 años y era candidata a reina de su colegio». Clarín escribía así el 11 de septiembre de 1990 lo que se volvería un caso emblemático. El cuerpo de María Soledad apareció en un descampado al borde de la ruta, alejado unos siete kilómetros de la capital de Catamarca. Junto con el del Jimena, constituirán un verdadero prólogo frente a una sociedad que hasta entonces hacía poco caso a los crímenes de mujeres. La incriminación del feudo provincial y un pueblo movilizado detrás de la religiosa Martha Pelloni contribuyeron para que el caso de María Soledad tuviera un lugar central en la agenda de los medios, prácticamente con una cobertura diaria durante meses.
Desde entonces, sin dudas, las cosas han cambiado. Tal como señalan Gil y Bergallo, entre otros factores, la movilización de las mujeres como actor político, la visibilidad mediática y un conjunto de medidas institucionales contribuyeron con esta transformación. Sin embargo, también resulta cierto que las cifras de femicidios no bajan. Sin ir más lejos, un informe elaborado por el Observatorio de Femicidios de la Nación revela que solo en la primera mitad del año hubo 139 casos, configurando un escenario que exige otras respuestas y demanda una discusión más profunda. Solo para citar otro ejemplo: según el mismo relevamiento, el 48% de las víctimas tiene entre 18 y 30 años.