Sociedad | El deseo de saber

La maravilla del asombro

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Francia Fernández

Una vida que sorprenda podría tener un impacto positivo en la salud, pero en la «sociedad del espectáculo», la gente está más interesada en deslumbrar que en deslumbrarse.

Foto: Shutterstock

«El asombro nos espera en cada esquina», decía el director y poeta californiano James Broughton, con el entusiasmo hippie de los años 60. Hoy, en la era de las pantallas y del exhibicionismo, pareciera que la gente está perdiendo la capacidad de asombrarse. O sea, de experimentar una «emoción de sorpresa, maravilla o admiración ante algo fuera de lo común», o «un gran respeto mezclado con temor o extrañeza ante algo inesperado». Otra definición sería «pasmo», un sinónimo entendido como «admiración y asombro extremados, que dejan como en suspenso la razón y el discurso».
En lugar de dejarse sobrecoger por un paisaje, que invita a la contemplación, hay usuarios de las redes sociales que buscan destacar por su espectacularidad, al punto de que unos cuantos han muerto tomándose selfies en sitios peligrosos.
Es como si los individuos, al igual que las marcas, fueran en búsqueda del «efecto wow», o sea, de dejar boquiabiertos a los otros (de hecho, muchas publicidades callejeras muestran a personas con la boca abierta). Y ya existe un término para designar a quienes han convertido el asombro en un motor de sus vidas: «wonderjunkies» o «adictos a las maravillas», que son los que salen a «pescar» experiencias y las comparten. 
«Sin duda, el modo actual de vida está fuertemente atravesado por una cultura de la imagen en términos narcisistas, en la cual se trata de sostener una figura amable frente a la mirada de los otros. Esta lógica es opuesta a la del asombro, en la medida en que este último se relaciona con la curiosidad y el deseo de saber», señala Tomás Grieco, licenciado en Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA), especialista en Psicología Clínica y docente de la UBA y la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales (UCES).
«Si bien el reconocimiento a partir del otro (los padres y su mirada fascinada sobre el niño, por ejemplo) hace que podamos constituirnos en quiénes somos, resulta un problema cuando no se lo trasciende. El encuentro con “lo otro distinto que yo” es el fundamento del conocimiento mismo; el asombro y la sorpresa, signos de ese encuentro. Esto se relaciona no solo con la capacidad para sorprenderse, sino con otras habilidades del desarrollo emocional, como la de atravesar vivencias de soledad, un tipo de experiencia que remite al problema de la vida misma». 
Para Paula Pico Estrada, doctora en Filosofía por la UBA y directora de la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), el asunto es doble. «De un lado no nos asombramos, pero del otro tampoco se nos manifiesta algo asombroso. Si uno busca en el diccionario etimológico griego términos relacionados con el asombro, aparece el sustantivo thaûma, que significa “maravilla”, “objeto de asombro” y, también, “asombro”… El que hace trucos, el prestidigitador que engaña, es llamado thaumatopoiós, es decir, el que produce asombro. Los wonderjunkies serían eso, thaumatopoioi –explica la docente–. Quizás, sus trucos y piruetas causan maravilla como entretenimiento, pero seguramente no causan maravilla o asombro filosóficos, es decir, no provocan la pregunta que uno se hace cuando, de pronto, todo lo que antes parecía inocente, incluso la propia existencia, se transforma en un enigma, en un problema sobre el cual reflexionar».
Desde siempre, la filosofía se ha relacionado con el asombro, porque, según Platón, «este se genera a partir del deseo de conocimiento y, por lo tanto, del amor a la sabiduría», y su fin es «el descubrimiento de la verdad». ¿De qué manera la filosofía ayuda a mantener la capacidad de asombro?
«Creo que existe la vocación filosófica, pero que no es universal», responde Pico. «Es más, cada vez hay más personas que se aferran a su propio modo de pensar, se juntan con quienes piensan igual y consideran enemigos a los que piensan diferente. Quien, en cambio, trae consigo cierta inquietud, cierta extrañeza frente al mundo, desea gobernarse a sí misma, es el tipo de persona que la filosofía puede ayudar a entrenar. Con su modo de cuestionar, la filosofía vuelve a mostrarnos cada cosa como si la viéramos por primera vez. Hacer filosofía es vivir asombrado».
El estadounidense Beau Lotto, neurocientífico y CEO de The Lab of Misfits (El laboratorio de los inadaptados), sostiene que «el cerebro evoluciona para predecir… No le gusta la incertidumbre y la vida es un intento por hacerle frente. Por el budismo sabemos, por ejemplo, que el cambio crea un estrés tremendo. Las personas necesitan que las cosas tengan un cierre, pero es en los lugares desconocidos donde los cambios ocurren». Lotto plantea esto en su conferencia Ted «Cómo experimentamos el asombro, y por qué importa», montada con acróbatas del Cirque du Soleil (les llama «creadores de asombro») que comparten el escenario con los bocetos de fondo de un dibujante.

Emociones positivas
Luego de que Dacher Keltner y Jonathan Haidt publicaran el reporte «Approaching awe, a moral, spiritual, and aesthetic emotion» (Acercándose al asombro, una emoción moral, espiritual y estética), en 2003, el tema ha tomado fuerza en el mundo anglosajón. Los psicólogos sostuvieron que dos características están presentes en las experiencias de asombro: «La vastedad y la necesidad de acomodación, definida como algo que sobrepasa la comprensión normal del mundo o cuando algún estímulo excede nuestras expectativas». La primera sería lo que se percibe frente a lugares como el Gran Cañón del Colorado o las Cataratas de Iguazú. Y la segunda podría ser un encuentro con una personalidad genial, como Bobby Fischer, en su momento, o con un concepto científico que desafíe el entendimiento.
Estudios recientes han demostrado que el asombro suele ir acompañado de «sentimientos de “autodisminución” y de un incremento en la conexión con otras personas». Experimentarlo lleva a la gente a ver más allá de su propio yo, y a sentirse parte de algo mayor: ya sea la naturaleza o la humanidad. Como muestras, el avistamiento cercano de una ballena o el sobreviviente rescatado en una catástrofe.
Por lo visto, quienes se asombran más, tienen menos necesidad de tener la razón y más facilidad para gestionar la incertidumbre. El asombro, junto con la gratitud y la compasión, figuran entre las emociones positivas. «La gratitud y la compasión son, ciertamente, afectos fundamentales. Ambas dan cuenta de reconocer al otro como distinto de uno y de trascender una relación estrictamente narcisista, con la proyección de aspectos yoicos en el otro. Lo mismo sucede con el asombro, que permite conocer el mundo y a las personas que lo habitan, más allá del regodeo del propio yo», dice el terapeuta Grieco. 
Otro aspecto favorable de la sorpresa, de acuerdo con el especialista, es que acontezca lo que no se esperaba. «Cuando personas que constantemente piensan lo peor se encuentran con una realidad opuesta a la que imaginaban –dice–, eso produce mucho alivio». El asombro es «una emoción básica que se expresa con la mirada hacia arriba, la boca abierta y las cejas levantadas», según la describió el psicólogo Paul Ekman.
Otros hablan de «un constructo emocional con componentes positivos (contento, felicidad) y negativos (miedo y la sensación de ser más pequeño, humilde o insignificante)». En suma, una suerte de «temor reverencial». Y así como alguien se deslumbra con unos cielos estrellados, puede igualmente sentir nerviosismo o terror frente a fenómenos amenazantes, como una erupción volcánica. De todos modos, está comprobado que, en general, las experiencias de asombro producen resultados que contribuyen a la salud mental (comportamiento prosocial, satisfacción vital y sentido de la vida).
El escritor y exprofesor de filosofía noruego Jostein Gaarder, afirma que: «Asombrarnos ante la existencia no es algo que se aprende, es algo que se olvida», porque, cuando es niño, el ser humano vive maravillado. ¿Tendrá razón?

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