6 de enero de 2023
El juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa conmueve a la sociedad y pone en foco no solo a los ocho acusados sino a la propia Justicia.
Dolores. Los ocho rugbiers enfrentan un pedido de prisión perpetua por homicidio doblemente agravado por alevosía y por la participación de dos o más personas.
Foto: NA
A tres años de los hechos, el juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa reinstala en la escena pública un episodio que conmueve e indigna y pone en foco no solo a los ocho acusados sino a la propia Justicia. El reclamo de los familiares por una condena ejemplar plantea un debate que trasciende a los Tribunales de la ciudad de Dolores donde se lleva a cabo el proceso.
El juicio comenzó el lunes ante el Tribunal Oral Criminal N°1 de Dolores con las declaraciones de Graciela Sosa y Silvino Báez, los padres de la víctima. Matías Benicelli, Blas Cinalli, Enzo Comelli, Ciro Pertossi, Lucas Pertossi, Luciano Pertossi, Máximo Thomsen y Ayrton Viollaz enfrentan un pedido de prisión perpetua por homicidio doblemente agravado por alevosía y por la participación de dos o más personas.
Los testimonios de los amigos de Fernando Báez Sosa, a partir de la segunda jornada, sustentaron la hipótesis de la fiscalía y de la querella respecto a que el crimen fue una acción concertada entre los acusados y al mismo tiempo distinguieron acciones y protagonismos entre los integrantes del grupo. Los jueces dispusieron además la proyección de dos videos que registraron el origen del suceso, en el boliche Le Brique de Villa Gesell, y su terrible desenlace en la calle durante la madrugada del 18 de enero de 2020.
Los acusados se mostraron imperturbables ante el dolor de Graciela Sosa y Silvino Báez. La indicación que Ciro Pertossi transmitió por mensaje de WhatsApp poco después del crimen –«De esto no se habla con nadie»– parece todavía vigente para el grupo y se extiende a sus familiares, que rehúyen el contacto con la prensa, a la que acusan de movilizar la condena social.
El crimen rompió un estereotipo arraigado en el tratamiento mediático de los sucesos policiales. Los victimarios no son varones pobres del Conurbano o habitantes de barrios periféricos sino jóvenes de clase media con perspectivas profesionales, jugadores de rugby e integrantes de familias bien conceptuadas en la ciudad de Zárate, donde vivían. Esta circunstancia, aun en medio de un repudio generalizado, hace presentes las desigualdades en la administración de Justicia y el temor a que los acusados puedan recibir beneficios por su condición social.
«Los he visto pelear varias veces, y siempre en mayoría», declaró Pablo Ventura, el remero al que incriminaron los rugbiers. El testimonio coincide con otras versiones que se difundieron después del hecho y sugieren que el ataque contra Báez Sosa no habría sido un desborde del momento ni un suceso excepcional sino la continuidad de conductas de conocimiento público entre vecinos y familiares y en escuelas, locales bailables y clubes de Zárate.
Ese contexto permanece todavía poco visualizado, al igual que el del escenario del suceso y otros testigos de la violencia. Los amigos de Fernando afirmaron también que el personal de seguridad de Le Brique no respondió a pedidos de auxilio cuando se desató la agresión y en los videos difundidos en las audiencias se escucharon voces que azuzaban a los rugbiers.
El caso no deja indiferente a nadie, y así se han expresado figuras del espectáculo, de la política, del deporte y de los medios. La indignación social surge en principio del dolor de los familiares y de la historia de vida de la víctima, un joven de 18 años que empezaba a tramar sus lazos sociales con valores solidarios, en contraste con las actitudes de los victimarios durante y después del ataque. Los rugbiers no se enfrentaron contra otro que los desafiaba sino contra alguien que rechazó la incitación a la violencia y trató de evitar una pelea, lo golpearon cuando estaba en el suelo, evitaron que recibiera ayuda y se refirieron al asesinato con expresiones celebratorias.
Sin embargo, la indignación también aparece fogoneada por el sensacionalismo de coberturas periodísticas y por dirigentes políticos que promueven el punitivismo. «El brutal asesinato de Fernando Báez Sosa exige condenas perpetuas a los responsables. Además es imperioso modificar el Código Penal como lo presenté, para sancionar severamente cuando hay indefensión y vulnerabilidad de la víctima frente al victimario en todo tipo de delito», publicó en Twitter el exdiputado nacional Luis Petri, de Juntos por el Cambio.
La abogada Claudia Cesaroni expuso una perspectiva diferente, también en Twitter: «Un crimen, sobre todo cometido por varias personas contra una, es una acción brutal de parte de quienes lo cometen. Una vez sucedido, desatar una carnicería mediática y judicial sobre los autores, sobre todo si son jóvenes, es brutal y repugnante. Nadie merece una pena de 50 años».
La publicación de Cesaroni desató un aluvión de críticas, insultos y agravios en la misma red social. La expectativa pública parece afirmarse en torno a la idea de que una condena ejemplar sería el máximo de la pena prevista en el Código Penal. En ese pedido se confunden las demandas de familiares de víctimas que han padecido el funcionamiento defectuoso de la Justicia –la Asociación Civil Madres del Dolor acompaña a los padres de Fernando en el juicio– con expresiones de odio que reproducen la misma violencia que supuestamente condenan.
El interrogante que comienza a definirse con el juicio es en qué consistiría una condena que se requiere ejemplar. Como en otros sucesos de la historia reciente, el deseo de los familiares es que una situación como la que padeció Fernando no se repita y que su muerte sea un hito. La pregunta es también si un fallo de la Justicia puede alcanzar para producir ese efecto en una sociedad atravesada por la violencia.