Sociedad

Dulzura peligrosa

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La Argentina es uno de los grandes consumidores de azúcar del mundo. Las gaseosas encabezan la lista, y su exceso provoca el incremento de las tasas de obesidad y de enfermedades derivadas como la hipertensión y la diabetes.


Bebidas Cola. Una disminución en la ingesta mejoraría los factores de riesgo cardiovascular. (SAGET / AFP / DACHARY)

La comunidad científica salió a alertar respecto de los peligros que subyacen al gran consumo de azúcar que hay en el país, muy lejos de los 50 gramos diarios recomendados por la Organización Mundial de la Salud, sobre todo si se toma en cuenta que solamente una gaseosa contiene 30 gramos de esta sustancia. «La Argentina es uno de los países que conforman los grandes consumidores de azúcar, somos uno de los cinco grandes consumidores de bebidas azucaradas del mundo, muy cerca de México, tenemos una epidemia de obesidad, y en gran parte es por el azúcar, que siempre estuvo al final de los malos de la película, detrás de las grasas y de la sal», señaló al respecto, recientemente Raúl Mejía, investigador del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (CEDES), Unidad Asociada del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).  
Trabajos internacionales, como el Estudio Latinoamericano de Nutrición y Salud (ELANS), alertan que los argentinos consumen más de 100 gramos diarios de azúcar. Por su parte, el informe «B.A.S.T.A – Bebidas Azucaradas, Salud y Tarifas en Argentina», elaborado por el CEDES, sostiene que «una disminución en el consumo de gaseosas azucaradas, con la consiguiente reducción de la ingesta de fructosa y calorías liquidas, se reflejaría en una mejoría de al menos tres de los principales factores de riesgo cardiovascular: obesidad, diabetes mellitus e hipertensión arterial». A la vez, señala que «un estudio realizado en México halló que una reducción del 10% en el consumo de gaseosas de los adultos prevendría el desarrollo de 189.300 casos de diabetes de tipo 2, así como 20.400 accidentes cerebrovasculares e infartos de miocardio y 18.900 muertes entre los años 2013 y 2022. Sin embargo, no hay estudios en la Argentina que hayan evaluado el impacto del consumo de bebidas azucaradas en general (y de bebidas gaseosas en particular) sobre la incidencia de eventos cardiovasculares».
Según Mejía, coautor del informe, parte de la solución pasa por la adopción de políticas públicas tendientes a bajar el consumo de azúcar en el país. «Se sabe que si se sube el 10% el precio de una gaseosa azucarada el consumo cae el 11%, eso está medido. Ese argumento lo usamos en 2018 para tratar de que salga la ley del impuesto a las bebidas azucaradas que se discutió en el Congreso y no salió aprobada. Claro que luego viene el otro problema que es que si baja el consumo, cierran las empresas, lo que vemos ahora. Los gobernantes tienen que considerar todas las variables, pero desde la salud pública se debe subir fuertemente el precio de las bebidas azucaradas para que caiga el consumo», señala en diálogo con Acción.

Quioscos escolares
En la misma línea, la abogada Paola Bergallo –investigadora adjunta del CONICET– sostiene: «Descubrimos que se están realizando ambiciosos esfuerzos en la región para combatir la obesidad y, en particular, restringir la ingesta de bebidas azucaradas. La Argentina se encuentra comparativamente retrasada con respecto a estas iniciativas». Bergallo recuerda, además, que la Ley de Obesidad, Nº 26396, no prohíbe a los quioscos y bares de los establecimientos educativos la venta de ningún producto, solo establece que deben incluir alimentos saludables en su oferta.
Respecto de la ingesta de edulcorantes, Mejía señala que, aunque son una alternativa para reducir las calorías, no dejan de ser «una opción tramposa, porque si bien sirven para prevenir la obesidad, el problema es que, al comer edulcorante, el paladar se acostumbra a cosas muy dulces, entonces se comen más hidratos de carbono de otras formas».
«Comer sano es más caro, es mucho más barato comer fideos que vegetales frescos o frutas, por eso algunos países están trabajando con políticas públicas para favorecer mediante leyes o por impuestos a los alimentos más saludables y desfavorecer los otros», concluye Mejía en un análisis del contexto económico actual que restringe cada vez más el acceso a los alimentos de calidad.

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