Los contagios en instituciones para adultos mayores se han vuelto una de las preocupaciones más urgentes de la pandemia. Problemas estructurales del sistema de salud y viejas deudas del Estado aparecen con crudeza en la emergencia sanitaria.
23 de junio de 2020
Parque Avellaneda. Residentes de un geriátrico porteño son transladados luego de que se confirmara el diagnóstico positivo de varios ancianos. (José Luis Perrino/NA)
Mientras día a día se suman los casos y las denuncias, las instituciones para personas mayores se han vuelto una de las preocupaciones más grandes de la pandemia. «¿Qué hacemos con la población de tercera edad?» es una pregunta que puede escucharse en todo mundo y que en Argentina tiene un dramático correlato por las condiciones previas. Se estima que además de los 3.800 geriátricos que hay en todo el país, existen otros 1.000 sin habilitación, lo que los deja fuera de todo ámbito de regulación y control. A esto se suman los problemas en el sistema de salud o factores que trascienden la responsabilidad estatal, como las consecuencias emocionales que puede generar el aislamiento.
Bombas de tiempo
El 4 de mayo la residencia San Francisco de Asís, ubicada en el barrio porteño de San Cristóbal, informó al Ministerio de Salud de la Ciudad que uno de sus pacientes había dado positivo para COVID-19. Siguiendo los protocolos, la persona fue aislada, las autoridades porteñas avanzaron con la identificación de sus contactos estrechos y pudieron dar cuenta de que uno de ellos también tenía COVID-19. 23 días más tarde, el establecimiento decidió realizar testeos de manera privada. De ese modo se pudo establecer que otras 7 personas se habían contagiado.
«Los geriátricos en pandemia son bombas de tiempo», advierte el defensor de la Tercera Edad, Eugenio Semino. En su opinión, hoy el principal problema es que no se están realizando diagnósticos preventivos: «Seguimos esperando el síntoma. El 80% de los casos son asintomáticos, es decir que cuando llega el diagnóstico tenés toda la comunidad geriátrica afectada. Un tercio de los muertos en Capital son de internación geriátrica».
Desde que comenzó la pandemia, las denuncias que reciben en la Defensoría fueron en aumento. Hoy son diarias, describiendo un escenario muy complicado. Los medios llegan con el desenlace fatal, pero en el medio hay una gran diversidad de dificultades, como por ejemplo el riesgo que supone la evacuación ante un caso sospechoso de personas con más de 75 años, en condiciones climáticas cada vez más adversas.
Siguiendo las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, el Ministerio de Salud adoptó medidas para evitar la diseminación de la enfermedad en estas instituciones, como la restricción circulatoria o el aislamiento para cada paciente nuevo. Sin embargo, los problemas estructurales del sistema atentan contra toda buena intención. En primer lugar, las condiciones del personal, generalmente precarizado, con varios trabajos al mismo tiempo y la utilización del transporte público. Por otro lado, el estado de los establecimientos. Argentina no tiene un alto grado de institucionalización de personas mayores. Según explican los especialistas, esto se debe a la composición de la familia latina, definida por cierta tendencia a retener en la casa a los abuelos el mayor tiempo posible. Pero también a un factor económico. Se estima que en el país hay unos 3.800 geriátricos con 150.000 camas. La mayoría son privados, con altísimos costos de internación. Sin ir más lejos, hay cinco residencias geriátricas que dependen del Ejecutivo porteño y tres de ellas están en la provincia de Buenos Aires, una de hecho a más de 500 kilómetros. A esto se suma la estructura de estos lugares, muchas veces viciada por una dependencia económica de PAMI, que les asegura una buena rentabilidad sin demasiadas exigencias a cambio.
«Excepto las que son suyas, PAMI no tiene gobernabilidad sobre estas instituciones. Ahora en aquellas con muchos afiliados, podemos ejercer más control», evalúa la médica especializada en gerontología Mónica Roqué. Actualmente además está al frente de la secretaría de Derechos Humanos del PAMI, desde donde se lanzó el programa Residencias Cuidadas. Roqué considera que «el contagio en las residencias es inevitable, pero se puede hacer trabajo preventivo para que no haya brotes».
Sin dudas la situación de los geriátricos constituye el problema más urgente pero no el único. Semino advierte sobre la suspensión de los tratamientos de fisiatría y kinesioterapia –adoptada en el marco de la cuarentena–, que en el caso de mayores con problemas de cadera, por ejemplo, puede traducirse en una imposibilidad de volver a caminar.
Otra cuestión son los medicamentos. La medida adoptada por el Gobierno nacional antes de la pandemia de garantizar el acceso a 170 fármacos de forma gratuita para los afiliados de PAMI fue fundamental. No obstante, la falta de informatización no solo de la población mayor sino de muchos profesionales se volvió también un dolor de cabeza. Para Roqué esto expone «lo poco que se hizo hasta ahora por la inclusión digital de la tercera edad».
La lista de demandas y prioridades que habrá que revisar una vez que el escenario de urgencia vaya quedando atrás resulta ser larga. ¿Cuál será el saldo que deje esta pandemia sobre la población mayor? Aún parece quedar muy lejos la respuesta. Los especialistas en el tema coinciden en que hoy la población con más de 70 años constituye el sujeto más vulnerable frente a la crisis sanitaria. Sin embargo, esta situación tampoco debe traducirse en una mirada estigmatizante sobre la tercera edad. Por el contrario, debe significar la implementación de políticas que no solo se queden en lo urgente, sino también anticipen la situación en el mediano y largo plazo, y contribuyan a garantizar otra experiencia de vida para las personas mayores.