28 de septiembre de 2016
Hay palabras que solo terminan de cobrar sentido en relación con el opuesto que implícitamente invocan, que forman parte de dicotomías que ordenan el mundo en términos binarios: bueno y malo, alto y bajo, blanco y negro. Mauricio Macri utilizó una de esas palabras al reclamar la liberación de Daniel Oyarzún, el carnicero que atropelló al ladrón que lo había asaltado. Si no hay riesgo de fuga, argumentó, debe estar con su familia porque es «un ciudadano sano». Así, el presidente se inscribía en una línea discursiva que recorre la historia política de los últimos siglos, asociada en general con posiciones conservadoras y autoritarias.
El uso de categorías propias del ámbito médico y biológico para describir fenómenos sociales es, en efecto, un lugar común de diversos discursos de derecha. «El cuerpo social del país está contaminado por una enfermedad que corroe sus entrañas», decía en 1976, por ejemplo, el contralmirante César Guzzetti, canciller de Videla. Frecuente en una jerga militar que suele utilizar la figura del cáncer o la gangrena para referirse al enemigo –y, en consecuencia, convoca a operaciones de «cirugía mayor» para exterminarlo–, el procedimiento puede encontrarse también en versiones más o menos radicales de un racismo que manipula argumentos biológicos como justificación de su proyecto de negación del otro.
No se trata de un fenómeno nuevo ni exclusivo de la Argentina. En un libro ya clásico, La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag indaga en sus orígenes y transformaciones. «A largo del siglo XIX las metáforas patológicas se hacen más virulentas. Y cada vez más se tiende a usar la palabra “enfermiza” para cualquier situación con la que no se esté de acuerdo». El recurso a estas figuras, agrega Sontag, «incita invariablemente a simplificar lo complejo e invita a la autocomplacencia, si no al fanatismo».