Alumnos de escuelas primarias y secundarias investigan, inventan y experimentan en espacios de educación no formal en áreas tan diversas como astronomía, robótica o ecología. Problemas presupuestarios y relación con la comunidad.
24 de agosto de 2016
Remedios de Escalada. El Club de los Librepensadores se reúne todos los sábados en el centro interactivo Abremate, de la Universidad de Lanús. (Nudo)
Por fuera de la cursada de las materias obligatorias y a contraturno o, incluso, los sábados, docentes y alumnos se aventuran en áreas tan diversas como astronomía, robótica o ecología. El lugar de encuentro puede ser en la escuela, un centro cultural, un museo o simplemente una casa particular. Sin calificaciones ni faltas por inasistencia, desde el momento en que plantean la primera hipótesis, hunden sus manos en la tierra o espían a través de un microscopio, pasan a formar un nuevo club de ciencias. A lo largo del país, estos grupos ya suman más de 300, según cifras oficiales.
«Son espacios de educación no formal. Trabajan de un modo muy distinto al del aula. Se entusiasman por recorrer e investigar temas que surgen de su propio interés, por supuesto consensuado y siempre orientados por un asesor. Pero no pasa que el docente les diga «hoy vamos a hacer tal cosa», sino que surge del interés del grupo. Pueden abordar muchos temas diferentes y a veces se separan por intereses o por edades», dice Paula Cramer, coordinadora de la Red de Clubes de Ciencia en el Ministerio de Ciencia y Tecnología. Pueden estar conformados tanto por niños de escuelas primarias como secundarias y la única condición es que estén asesorados por un adulto que, en la mayoría de los casos, suele ser un docente, explica Cramer. Y agrega: «Muchos de los proyectos están relacionados con la comunidad en la que se encuentran».
Un ejemplo claro de lo que relata ocurre en la provincia de Corrientes. Allí, el club Arquímides del colegio Instituto Pío XI, con 23 años de historia, llevó adelante el proyecto Monos Conectados. La iniciativa surgió después de reconocer el aumento de la mortalidad de monos carayá al ser atropellados en las rutas provinciales por el avance de la frontera agrícola. Los alumnos, entonces, diseñaron un «pasafauna»: un puente que une ambos lados de las rutas para que los animales puedan circular por allí sin peligro del tránsito. «Es un proyecto que llevó dos años y medio, que ya está terminado y solo falta colocar el puente. Trabajamos con arquitectos, biólogos y ecólogos. Fue muy difícil: tuvimos que comprar los materiales y los chicos hicieron un baile para juntar la plata. Después tuvimos que pedir los permisos a nivel provincial y al organismo de Vialidad local. Ahora hay alumnos que ya se recibieron y siguen ayudando, haciendo concientización a la población», cuenta con entusiasmo Mariana Palazzo, coordinadora de Arquímides y docente de biología. Otro proyecto que tienen es el de huertas agroecológicas, que combinan con la fabricación de compost, la separación de la basura y el reciclado. «El club les crea una conciencia y una responsabilidad a los chicos», explica Palazzo.
Pequeños maestros
En el colegio Martín Miguel de Güemes de Luis Guillón, en el partido de Esteban Echeverría, los experimentos y trabajos tienen la orientación de la profesora de biología Sandra Gómez. Sin embargo, son los mismos alumnos los encargados de transmitir lo aprendido a sus compañeros más chicos. «Los coordinadores generales, que están en sexto año y que son los que están más preparados, organizan todas las actividades y enseñan las formas de trabajo. Ellos se hacen responsables de los chicos. Se reúnen en grupos por temas y les van enseñando. Después están los coordinadores, que lo que hacen es enseñarles a los de cuarto. Luego invitan a los de primero, segundo y tercer año a que participen», explica la docente.
Hoy ya son 57 los alumnos que participan de las actividades, entre las que se encuentran desde el reconocimiento de proteínas, tejidos y células hasta la fabricación de alcohol en gel al que le agregan perfume. Abraham Zaragoza ya es coordinador general y dice: «Lo que queremos no es que el conocimiento se quede acá, sino que pueda llegar a otros lugares y que se pueda enseñar». A su lado, y alrededor de una mesada de laboratorio frente a un circuito en serie, Oriana Romano junto con otros compañeros explica por qué se unió al proyecto: «Quería saber un poco más por fuera del ámbito de las ciencias sociales. Aparte me ayuda con biología y los circuitos eléctricos en física. Lo bueno es que aprendés un poco de todo, a enseñarles a otros chicos y también te hacés amigos».
En este sentido, Cramer explica que, por la situación socioeconómica hay chicos que no tienen dónde estar, entonces el club se transforma en un espacio de contención. Al mismo tiempo, en relación con lo académico, dice que en repetidas ocasiones los chicos encuentran allí el sentido de la propuesta educativa que no logran hallar en el ámbito formal del aula. «Eso en forma indirecta hace que todos los chicos que llegan después transformen su desempeño en la escuela. Y también, de los que pasan por el club, hay una mayor proporción que después siguen carreras terciarias o universitarias», afirma.
Puertas abiertas
En la zona sur de Buenos Aires, en Remedios de Escalada, Luis Dorrego coordina el Club de los Librepensadores que cada sábado se reúne en el centro interactivo Abremate, dependiente de la Universidad de Lanús. «No tiene el formato de aprendizaje formal de un profesor dando una materia. Para eso está la escuela y el pibe viene un poquito huyendo de eso», reconoce Dorrego, que a su vez es profesor de informática. El club, que funciona con un promedio de 30 adolescentes por encuentro, ya traspasó los límites de la secundaria número 10 Héroes de Malvinas de Remedios de Escalada. «Ya no está solo abierto a la escuela que lo vio nacer, sino que recibe chicos incluso de la gestión privada o del barrio». «Cuando recién se fundó, juntando de a cinco pesos durante un año, compramos entre todos un telescopio. Ahí surgieron los campamentos astronómicos y hasta incluso compramos los filtros para poder ver el sol», recuerda Dorrego sobre los primeros pasos de los Librepensadores en 2011. Actualmente son cuatro los docentes que acompañan en temas como nanotecnología, robótica, arqueología urbana y basurología.
Claro que no todo resulta fácil. Dorrego explica que no reciben aportes y que, por ejemplo, no pueden tramitar el pase estudiantil para un grupo de chicos que tienen que viajar desde Lomas de Zamora los sábados y que no disponen del dinero suficiente. «Se hace lo que se puede con lo que se tiene. Acá el motor son los pibes», dice.
El club de ciencias de la Escuela Técnica Nº 12, en el barrio porteño de Retiro, presenta otro tipo de dificultades. Allí, los alumnos ya diseñaron una boya capaz de potabilizar agua de mar, pensada para posibles náufragos, y un equipo que elimina el arsénico del agua y funciona a energía solar. Pero el profesor de electricidad, Daniel Frijón, explica: «Podemos investigar con el presupuesto más alto hasta construir un equipo funcional en escala. Pero cuando hay que construir uno grande e instalarlo en el lugar se nos acaban los pesos. No podemos hacer una boya que cuesta 80.000 o 90.000 pesos, es imposible para nosotros. Encontramos la solución, tenemos el equipo que nos permite proyectar datos, pero no podemos hacerlo. Entonces los pibes se frustran porque después no pueden ver los trabajos plasmados en la realidad».
El club cuenta con 111 alumnos y, entre otros logros, construyó un auto de carrera a energía solar y ya participó, con grandes resultados, en ferias de ciencia internacionales. «Hemos ganado en algunos eventos en Alemania y Estados Unidos, y no es un dato menor para nosotros. Pensábamos que estábamos mucho más abajo en el nivel. Sin embargo las ideas son buenas y eso por ahí es lo que nos diferencia de otro país que tiene la tecnología en la mano pero no las ideas». Si todo sigue con viento a favor, el próximo gran proyecto sí podrán verlo en funcionamiento: tras la firma de un convenio con la Fuerza Aérea, ya preparan un sistema de hidrocultivo para la Base Marambio, en la Antártida.