La octava edición del encuentro organizado por el Instituto Cervantes y la Real Academia se inscribe en el marco de las agresivas –y redituables– políticas idiomáticas del Estado español. La mirada crítica de una destacada lingüista argentina.
10 de abril de 2019
Córdoba. El presidente Mauricio Macri y los reyes de España en el acto inaugural del Congreso, en el Teatro Libertador San Martín. (Presidencia)El VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), desarrollado en Córdoba a fines de marzo, forma parte de una serie de eventos académicos que se inicia en Zacatecas, México, en 1997 y se inscribe en el marco de las políticas lingüísticas de área idiomática, que incluyen, además de estos eventos ampliamente publicitados, la elaboración y difusión de instrumentos lingüísticos, la preparación de materiales para la enseñanza de la lengua como segunda y extranjera, el dictado de cursos y la formación de profesores, la implementación de variados exámenes de proficiencia, el estímulo al turismo lingüístico, la edición de obras de autores del área, el apoyo a investigaciones y las actividades de sensibilización acerca del valor de la lengua destinadas no solo al público en general sino también a autoridades y empresarios.
La lengua como un recurso económico, regulado por la oferta y la demanda, aparece en variados textos como un verdadero programa empresarial. Esto explica, en parte, las fuertes inversiones que han realizado las transnacionales españolas (entre otras, Telefónica, Santander, Banco de Bilbao Vizcaya Argentaria, Iberdrola, PRISA, Repsol) en la política lingüística y su papel en los CILEs, aunque en realidad más que el desarrollo de las industrias de la lengua y la comercialización de los productos de la RAE, que se multiplican y tienden a diferentes públicos, les interesan las posibilidades que la lengua compartida otorga a otros negocios –que se acentuaron en la etapa neoliberal de los 90– como la compra de empresas hispanoamericanas, no solo las privatizadas sino las privadas como las editoriales. Esto muestra un aspecto de las políticas de área idiomática que es el común desplazamiento de lo lingüístico y cultural a lo político y lo económico.
Las políticas de área idiomática surgen de un gesto postcolonial por el cual las antiguas metrópolis buscan afirmar vínculos no solo culturales sino también políticos y económicos en el espacio propio, integrado este por los países que tienen en general como lengua oficial la del viejo centro. Por cierto, que las declaraciones oficiales exponen el consenso basado en el principio de gestión democrática de la lengua compartida (o como dijo el rey de España, Juan Carlos I, en Valladolid, de una manera mas cotidiana «el diálogo entre todos los que poseemos el español en condominio»), pero los conflictos no dejan de estar presentes. El consenso parte del reconocimiento y legitimación de algunas variedades, que se expresa en el «unidad en la diversidad» (remplazo de «limpia, fija y da esplendor» de la Academia Española) o en la llamada «norma pluricéntrica». El conflicto se ha manifestado en relación con las actividades propias de las políticas de área lingüística. No solo se ha señalado la condición de apéndices de la RAE de las academias nacionales, cuya autonomía y capacidad de decisión es bastante limitada, sino también la centralización en la elaboración de los instrumentos lingüísticos que llevan a que observaciones de las academias nacionales no tengan curso; la valoración positiva mayoritaria en los instrumentos lingüísticos de las variedades peninsulares; y el monopolio que busca ejercer el Instituto Cervantes en relación con la enseñanza del español en el mundo.
Identidad y euforia
Los CILEs son eventos que tienen una dimensión programática fuerte en la que circulan reiterados –y, en algunos casos, nuevos–ideologemas: la lengua es la patria; nuestra lengua es mestiza; el español es americano; la lengua es un lugar de encuentro, el español tiene un valor económico; la lengua es un recurso económico; el español, lengua universal, internacional o global, según las situaciones; unidad en la diversidad. En los congresos se anuncian los acuerdos destinados a la elaboración de instrumentos lingüísticos y se presentan los ya preparados, se exalta la obra de los grandes escritores en español y se proponen o se muestran y promocionan ediciones de obras. Lo importante es insistir en cuáles son las orientaciones que se seguirán en la gestión política de la lengua. Para hacerlo es necesario interpelar a los hablantes con datos eufóricos (la referencia obligada es a los casi 500 millones de hablantes) que afirmen su identidad lingüística.
Los participantes apreciados son, además de los escritores, los ligados a los medios de comunicación, y, como señala Víctor García de la Concha, director de la Real Academia Española entre 1998 y 2010, los «empresarios destacadísimos», los «profesores de universidades de todo el mundo» y los «especialistas punteros en nuevas tecnologías». La selección es rigurosa y evaluada cuidadosamente. Si alguna intervención, generada por algún periférico de renombre, es disruptiva, van a resignificarla e integrarla a la armonía general, como ocurrió con los discursos de Gabriel García Márquez en Zacatecas (1997) y Roberto Fontanarrosa en Rosario (2004).
Los manifiestos de ambos escritores permitieron ver los grandes lineamientos que una política lingüística respecto del español debería considerar: la reforma de la ortografía; la valoración de los usos alternantes que expanden las posibilidades expresivas de los hablantes; la delimitación del alcance del dispositivo normativo que, más que aspirar a la evaluación de un «español total», debe limitarse a los registros formales y, en relación con estos, no desdeñar los usos políticos, administrativos y periodísticos y no establecer una ubicación asimétrica entre las variedades peninsulares y las americanas; el cuestionamiento de las «simplificaciones» que se asocian con los medios digitales y la expansión del español porque terminarán por afectar las capacidades cognitivas de aquellos que solo se nutran en la escritura con ese tipo de lenguaje; el reconocimiento de la heteroglosia social y las especificidades de ámbitos, géneros y registros; la historización de las categorías gramaticales y las definiciones léxicas para comprender la relación entre las transformaciones sociales y los textos prescriptivos; y el acompañamiento, en la valoración de las formas, a los cambios actuales que implican mayores derechos.