Sociedad

Fuertes y vulnerables

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En un contexto de amenazas de recortes a prestaciones, las personas con discapacidad enfrentan nuevos obstáculos. La psicóloga Beatriz Pellizzari analiza la situación y cuenta cómo logró convertir su condición en el inicio de un camino de lucha.

Pellizzari. Para convertir la queja en acción, hay que tener resuelto el día a día, asegura. (Juan Quiles/3Estudio)

En sintonía con su plan de ajuste, el gobierno de Mauricio Macri dispuso a poco de asumir la suspensión de las pensiones no contributivas para más de 170.000 personas con discapacidad. La medida, que contradice tanto tratados internacionales como leyes nacionales, fue duramente cuestionada porque afecta de manera directa a uno de los sectores más vulnerables de la sociedad. Finalmente, la Sala II de la Cámara Nacional de Seguridad Social obligó al gobierno a restablecer ese beneficio en noviembre de 2017 por considerar que su quita «vulneraba derechos a la vida autónoma, la salud, la vivienda, la educación y la dignidad inherente a la persona humana».
A fines de enero, un nuevo intento de ajuste llegó de la mano del freno a las pensiones a menores por entender que «no tienen incapacidad laboral» y el endurecimiento de los requisitos para que las personas con cáncer, síndrome de Down, HIV, Parkinson y EPOC puedan acceder a la prestación (ver recuadro). En relación con este colectivo, desde la órbita gubernamental también se plantearon otras modificaciones, como la disolución de la Comisión Nacional asesora para la inclusión de las personas con Discapacidad (CONADES) y su remplazo por la Agencia Nacional de Discapacidad, que, a diferencia de su antecesora, que dependía del Ministerio de Desarrollo Social, se encuentra bajo la órbita de la Secretaría General de la Presidencia de la Nación.
Mientras tanto, los datos duros obtenidos a partir del último censo nacional hablan por sí solos. En nuestro país viven más de 5 millones de personas con algún grado de discapacidad. Esto representa el 12,5% de la población e impacta de manera directa en uno de cada cinco. Si bien 2,2 millones de ellos se encuentran dentro de la edad considerada económicamente activa, el desempleo en este grupo asciende al 75%. Solo el 7% de quienes estudian alcanzan el nivel terciario o universitario y el 38,4% no cuenta con cobertura médica.
La psicóloga social Beatriz Pellizzari trabaja desde 1993 en diferentes organizaciones con el objetivo principal de transformar la mirada social que devalúa a las personas discapacitadas por una que valore la diversidad como una forma de enriquecimiento colectivo. Dirigió la Fundación Par, fundó la asociación civil La Usina y la empresa social Red Activos, que comercializa y distribuye productos y servicios desarrollados por trabajadores con discapacidad. Desde el 2015 está al frente de Libertate, otra empresa social que impulsa emprendimientos y asesora a empresas y gobiernos en el diseño de estrategias y abordajes inclusivos. Además, fue asesora de Naciones Unidas y participó en la Comisión Nacional de Discapacidad.

Igualdad de condiciones
Desde Libertate están abocados a un proyecto que impulsa la modificación de la Ley de Pensiones por Discapacidad. La normativa vigente establece que cuando un beneficiario de esta prestación accede a un empleo, se congela la pensión durante el tiempo que está trabajando y luego se le restituye. Pero esa restitución tarda un año y medio en hacerse efectiva. Entonces, ¿qué ocurre? Las personas no se atreven a buscar trabajo por temor a perder una prestación económica básica que además les quita la cobertura de salud. «Pedimos que la pensión no se congele porque es una equiparadora de desventajas. Pedimos que el Estado dé la prestación para que se pueda acceder al trabajo en igualdad de condiciones, y así esa persona se convierte en un contribuyente. Desde el punto de vista económico, se sanean los números y es un activo en el mundo de la economía», explica Pellizzari.
«Yo soy obrera de la construcción. En realidad, en vez de trabajar con ladrillos trabajo con la palabra. Me dedico a construir rampas culturales». Pellizzari, nacida en Montevideo hace 55 años, pero nacionalizada argentina, asegura que esa es su misión. Allí, en Uruguay, tuvo un accidente que la marcó para siempre cuando estaba por cumplir los 18 años. Pasaba unos días de vacaciones con su novio y mientras se trasladaban en moto, un micro de larga distancia los llevó por delante. El joven murió y ella sufrió múltiples lesiones. La más grave fue la de su pierna derecha, donde tiene una prótesis. En ese momento muchos le hablaban de fe. Pero ella, que había sido criada en una familia socialista y en un país laico, no apuntó para ese lado. «Para mi recuperación fue fundamental la pulsión por vivir y el apoyo de mi familia y amigos. Fue un proceso muy doloroso, pero volví a la vida», dice. Cuando le dieron el alta, regresó a su trabajo. Fue ahí donde recibió otro gran impacto para el que no estaba preparada. «Sentí la mirada de pena, de lástima, con la que mis compañeros me recibían. Una mirada puesta en mis bastones y no en mi juventud y en mis ganas de superarlo. Por eso decidí dedicarme a reflexionar y a trabajar sobre el peso social de la discapacidad. Un peso social absolutamente contundente».
Pellizzari hace foco en el universo de personas sin discapacidad y en las murallas de orden cultural que, asegura sin dudar, gravitan con más fuerza que las físicas. A diario, Bea –como la llaman sus allegados– se pregunta cómo será vivir en una sociedad donde las personas con discapacidad no tengan que levantarse con la adversidad, donde los servicios estén pensados en favor de la inclusión y no como barreras y, sobre todo, donde la comunidad sea empática con las circunstancias de cada uno.

Obstáculos. Las murallas de orden cultural gravitan tanto como las barreras físicas. (Miroslav Beneda/Alamy Stock Photo)

Las personas con discapacidad continúan siendo una minoría en la vida cotidiana. No se los ve en las universidades, ni en los trabajos, ni tampoco educando a los niños en las escuelas. Y la consecuencia de esta situación es que entonces, el diseño de productos y servicios, tanto públicos como privados, los deja de lado.
Además de suscribir a la Convención Internacional de Derechos para Personas con Discapacidad, la Argentina tiene mucha legislación, que en muchos casos no se cumple. «Cuando leés estas normativas decís… esto es el paraíso para alguien con discapacidad. Y no es así», afirma Pellizzari. Para ella, es necesario revisar y aggiornar la legislación y, a la vez, sostener las prácticas que son buenas para este país, federal y diverso, porque no es lo mismo tener una discapacidad en Jujuy que en Tierra del Fuego.
Pellizzari está convencida, también, de que no se trata de quedarse solo en la queja. Hace falta involucrarse. Pero para eso es necesario tener resuelto el día a día. Su experiencia le dice que, en otros países, los colectivos de personas con discapacidad han logrado mayores niveles de organización. «Pero para eso hay un Estado que te garantiza lo mínimo para poder estar. Si no llegás a una instancia de rehabilitación en tiempo y forma o no podés acceder a la educación, tus posibilidades se van recortando. Y al final, resulta que todos los días te levantás con un entorno adverso. Eso es muy desgastante tanto para la persona como para su familia».
Pellizzari sostiene que el desafío que se plantea por delante es entender que la cuestión de la discapacidad «está capilarizando de manera transversal a la condición humana. Todo ese proceso –concluye– debe acompañarse lejos de los guetos porque parte de la razón por la cual el tema no está del todo instalado es haberlo mirado como segmento, cuando en realidad debe tenerse en cuenta todo el desarrollo de una persona a la que le llega esta situación a su vida».

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