Sociedad

Herramientas de la memoria

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Con la premisa de que «todo aquel que oye a un testigo se convierte en testigo», un proyecto vincula a sobrevivientes del Holocausto con jóvenes que escuchan y mantienen vivos sus relatos. Diana Wang, su directora, destaca el valor de la voz de los protagonistas.


Generaciones. El camino que recorren aprendiz y maestro culmina con la firma de un compromiso que tiende un puente entre pasado y futuro. (Gentileza Generaciones de la SHOA)

Diana Wang nació en Polonia en 1945 y llegó a la Argentina con sus padres cuando tenía dos años. Es hija de la guerra. No la vivió, pero siempre tuvo la sensación de que lo más importante de su vida había pasado antes de su nacimiento. «La guerra misma, la milagrosa supervivencia de mis padres, escondidos en un diminuto altillo durante años, la pérdida de Zenus, su primer hijo, mi hermano mayor, al que nunca conocí. Debieron entregarlo a una familia cristiana para asegurar su salvación. La de ellos parecía imposible». Cuando el Ejército Rojo liberó la zona, lo fueron a buscar. Les dijeron que se había enfermado y que como estaba circuncidado no habían podido llamar a un médico, ya que esa marca en su cuerpo delataría su origen judío. El niño había muerto, les dijeron. Pidieron su cuerpo, pero no recordaban dónde lo habían enterrado. «Era obvio, Zenus estaba vivo y había sido apropiado. Lo buscaron, pero nunca lo pudieron encontrar. Su ausencia fue una presencia tangible en mi casa», afirma Wang. En vez de cuentos de hadas, durante su infancia Diana escuchó las historias de los sobrevivientes. La terrible historia de Cesia y Mesio –sus padres– y la de tantos otros… Hanka le contó cómo a los siete años se escondía en un ropero y contenía el aire mientras escuchaba los gritos de los soldados alemanes. «¿Por qué me quieren matar si me porté bien?», se preguntaba Hanka.
Elie Wiesel, escritor rumano y premio Nobel de la Paz, narró en primera persona los horrores vividos en Auschwitz-Birkenau. Allí perdió a toda su familia. Este sobreviviente del Holocausto dijo alguna vez que todo aquel que oye a un testigo se convierte en testigo. Esa fue la premisa que impulsó la creación del Proyecto Aprendiz, que Wang lleva adelante junto con Generaciones de la Shoá en Argentina (www.generaciones-shoa.org.ar), con el objetivo de mantener viva la cadena de relatos orales. El programa, que vincula a un joven-aprendiz con un sobreviviente-maestro, surgió hace más de siete años como respuesta a dos evidencias. La primera es que, debido al paso del tiempo, cada vez son menos los testigos que pueden dar su testimonio. «La otra evidencia es que el testimonio vivo, oral y presencial de un testigo es una herramienta de transmisión y conocimiento privilegiada porque el contacto personal es emocional y en la anécdota concreta se llega al otro, toca y conmueve. El ojo en el ojo, la piel en la piel, la cercanía corporal y emocional, la involucración y el compromiso que implica todo ello puede hacer que el testimonio sea inolvidable y cumpla con su objetivo de abrir las cabezas y los corazones», explica Wang. En este sentido, el testimonio presencial resulta una herramienta mucho más potente que un video, una película o un libro porque ninguno de estos dispositivos permite la pregunta, el comentario, la interacción.
Los relatos que la acompañaron de niña –dice Wang– la llenaron de preguntas acuciantes y le hicieron pensar en el mal. «No en el mal interpersonal, el cotidiano, sino en el mal con mayúsculas. El impersonal, sistemático, político. El que se hace obedeciendo órdenes. El que produce matanzas, hambrunas, genocidios, torturas, deportaciones, apropiaciones de niños, desapariciones. El mal que no tiene en su punto de mira a personas concretas, sino a elementos que hay que exterminar. Y no genera culpa», explica la psicoterapeuta y autora de Con una piedra en el zapato, El silencio de los aparecidos y Los niños escondidos, entre otras publicaciones.

Abrir las orejas
Wang asegura que la respuesta va de la mano de la educación y de la construcción de ciudadanos responsables. «Lo que la educación aún tiene pendiente de encarar es el eje ético, todo lo que tiene que ver con la convivencia, con la resolución de conflictos, con la vulnerabilidad tanto individuales como sociales que conducen a enfrentamientos violentos. Esto debería integrar toda currícula educativa». Su sueño, confiesa, sería que este tema atravesara toda la enseñanza, desde el jardín hasta el posgrado, en cada nivel según su grado de complejidad. Pero entonces, ¿cómo introducir el tema del mal en la escuela? El protagonista en el aula es la clave, dice. «El que está atravesado por la historia con su voz y su presencia nos atrapa, nos abre las orejas y nos permite conocer lo que hay de humano en todo hecho histórico».
Se trata de ponerse en el lugar del otro, en sus zapatos. Según Wang, esta cuestión no es fácil en una sociedad que a veces mira para otro lado. Pero, sí, es posible. Por eso la importancia de la educación, porque es en las pequeñas cosas de todos los días, en el aula, donde se puede aprender a ver que hay otros zapatos y otros pies. «Es allí donde se puede comenzar a entrenar el músculo de la empatía que suele estar atrofiado por muy poco considerado. Imaginemos la potencia que puede tener contar en el aula con el testimonio vivo de un testigo de culturas en vías de extinción, de un sobreviviente de Malvinas, de la dictadura militar o de la trata de personas. Las palabras de los testigos pueden hablar sobre la deshumanización con mayor elocuencia que cualquier tratado».

Lugares comunes
La memoria tiene sentido cuando está inserta en un contexto ético y educativo, no en una mera repetición que se enuncia en algunas fechas y luego se guarda en un cajón hasta el año siguiente. La honra de la memoria, afirma Wang, a veces se ha transformado en un lugar común, algo que se dice, se repite y, por momentos, puede sonar a hueco. «La famosa frase Recordar para no repetir se ha probado falsa una y mil veces y se sigue diciendo como si fuera una verdad incontrovertible. El recuerdo y la memoria no han impedido que hechos como la Shoá se repitan. Estamos ante una atroz época de genocidios que prueba que el recuerdo a veces sirve para “mejorar” las masacres, hacerlas más “exitosas”, es decir, que muera más gente», explica. Para Wang, no se trata de la memoria de lo morboso, de la sangre y la crueldad, sino de la memoria que debe constituir nuestra educación y el aprendizaje de cómo fue posible, de cómo sigue siéndolo, de cuáles son los mecanismos para frenar los hechos genocidas, de cómo advertirlos a tiempo y generar alertas útiles.