Sociedad | Por Ricardo Ragendorfer

L-Gante y la dialéctica de la fama

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Ricardo Ragendorfer

Del escenario al calabozo, la detención del músico expuso un show televisivo con prejuicios y moralismos que se enlazan con otros casos policiales de celebridades.

Asedio. El movilero Gonzalo Vázquez y la conductora Flor de la V, una cobertura a punta de micrófono.

Ocurrió durante la mañana del 8 de junio al concluir la indagatoria de Elián Valenzuela (a) L-Gante, en la Fiscalía Nº 9 de General Rodríguez, ni bien la madre del cumbiero, doña Claudia, y su ex nuera, Tamara, quien cargaba en brazos a su hijita de 22 meses, emergieron del portón de aquella sede judicial tras haber mantenido un breve contacto con él.
Allí aguardaban algunos amigos. 
En aquel instante las tomó por asalto el movilero del programa Intrusos (de América TV), Gonzalo Vázquez, quien, con una amabilidad algo pegajosa, comenzó a interrogar de prepo a la joven. 
–No quiero hablar. Entendé que estoy con mi hija –dijo ella, sin detener sus pasos.
El movilero intentaba frenarla a punta de micrófono, ametrallándola con preguntas, y sin importarle que la beba, ya aterrada, rompiera en llanto.
Pues bien, en el breve trayecto hacia una camioneta estacionada a media cuadra, esa suerte de moscardón humano profirió 26 preguntas sin obtener una sola respuesta. Lo cierto es que la resonancia melindrosa de su voz, mezclada con el sollozo de la criatura, resultaba particularmente violenta. 
Para colmo, cada vez que un amigo de L-Gante trataba de interponerse entre Tamara y el micrófono, el tipo chillaba:
–¡Ay, me están tocando! ¡No me toquen!
Y de inmediato, con otra pregunta volvía a su tono melifluo. Lo que se dice, bipolaridad vocal en estado puro.
Desde el estudio, la conductora Florencia de la V y la panelista Marcela Tauro digerían el asunto como si fuera una grave afrenta a la «prensa libre».
La primera solo atinó a señalar:
–Esto vendría a ser la «mafilia», cuando hablamos de pandillas…
Se refería al modo con el que L-Gante denomina a su círculo íntimo, pero la frase quedó inconclusa.
La Tauro, ya muy fastidiada, remató:
–A ver, ¿Tamara no se da cuenta de que tiene que parar y hablar?
Y desde el lugar del hecho, el movilero-mártir proclamaba:
–Me sorprende que hayan puesto 20 policías, y que ninguno haya estado en esta situación que sucedió.

Lo imperdonable
¿Qué diablos había sucedido? Nada menos que un acto de antropofagia, como el de Saturno devorando a su hijo. A saber: la degustación televisiva de un ídolo del star-system en desgracia penal.
¿Acaso no es justamente eso lo que pide el público? Quizás. Porque las buenas almas que se apiñan en el Coliseo Romano del presente piden sangre o, al menos, reja. Y L-Gante es a tal efecto un candidato ideal. Pero no tanto por sus presuntos delitos («privación ilegítima de la libertad, amenazas agravadas por el uso de armas y tenencia de estupefacientes» en el marco de un conflicto vecinal), sino por lo que él es y representa: un lumpen de barrio convertido en heraldo del «mal»; un sujeto con hábitos y fetiches dudosos; un ofensor de la parte sana de la población. Y por si fuera poco, millonario. En suma, todo muy imperdonable.
Es que, desde una perspectiva totalizadora, cuando una figura como la suya pasa del periodismo de chimentos a la crónica policial, se transforma en un símbolo sociológico; en un «influencer» con todas las letras, aunque, claro, a su pesar, puesto que su estrepitoso descenso al infierno pone al descubierto ciertas «tendencias» morales del momento.
Durante el verano pasado, la atención del público se concentraba en el juicio oral a los ocho rugbiers que mataron a Fernando Báez Sosa. Ese evento signó la transformación de la noticia policial en un entretenimiento para toda la familia. 
En el caso L-Gante –nada sangriento, pero sí espectacular en el sentido literal de la palabra–, su carácter traza para él un camino exactamente inverso: de las luces del escenario a la penumbra del calabozo, lo cual además supone –en cuanto a su tratamiento periodístico– un salto desde la prensa farandulera hacia la de crímenes, algo que también arrastrará a lectores y televidentes. 
¿Qué diría al respecto Guy Debord, quien en 1967 publicó su ensayo La sociedad del espectáculo? Porque él allí plantea: «Todo lo que alguna vez fue vivido directamente ahora se ha convertido en una mera representación».
Claro que tales representaciones no son sino una cuestión de época. Y al respecto, los delitos contra la integridad sexual son un gran laboratorio.
Susana Giménez supo explicarlo con sabiduría: «Antes no se hablaba de eso. Se te despertaban las hormonas cuando sos adolescente. Y listo. Ahora es todo este lío, ¿qué sé yo?». Así opinó sobre una denuncia anónima contra el presentador Marley por haber –supuestamente– integrado una red de abusos a menores.
A raíz de esa misma causa, el otrora ganador del reality Gran Hermano, Marcelo Corazza, acababa de ser detenido. 

La función debe continuar
Ya se sabe que, dentro de esta modalidad depredadora, no poco impacto tuvo un par de meses antes la «cancelación» del animador Jey Mamón, a pesar de que prescribiera el añejo expediente labrado tras la denuncia de su víctima. 
En este punto, bien vale retroceder al 17 octubre 1986, cuando un símbolo de San Lorenzo, Héctor «Bambino» Veira, fue acusado de violar a un pibe de 13 años. Sobre esta trama –por la que Veira pasó más de un año en el pabellón VIP del penal de Villa Devoto– corrieron ríos de tinta, ya que durante meses la repercusión del asunto fue imparable.
Pero es necesario resaltar un detalle: el enorme estupor de «la gente» no fue generado precisamente por la naturaleza aberrante del delito cometido por el Bambino, sino a raíz de un prejuicio: su víctima no era del sexo opuesto.
No fue menos taquillero, durante el verano de 1988, el crimen de Alicia Muñiz en manos de su pareja, el boxeador Carlos Monzón.
El ring-side del asunto se dividía entre los que se mostraban indulgentes con el victimario y los partidarios de aplicarle todo el peso de la ley.
Por lo pronto, era la primera vez que un femicidio llegaba a las primeras planas de la actualidad, poniendo en relieve la violencia de género, entre otros asuntos no exploradas hasta entonces. Una constelación de factores por demás complejos: el submundo de un deporte que suele tragarse a sus hacedores, la parábola de quienes fueron educados para torear el hambre a puñetazo limpio y la dialéctica de la fama, entre otras disfunciones colectivas.
Hablando de «dialéctica de la fama», sería injusto soslayar la inclinación de algunas celebrities por ciertas picardías. Pero también, la vulnerabilidad de semejante fauna ante maniobras carentes de buenas intenciones. 
Entre los primeros casos se destaca el affaire del lujoso Mercedes Benz que «importó» Susana Giménez con malas artes, mediante un discapacitado de escasos recursos, y que fue hallado por un juez bajo una montaña de heno, en la estancia del novio Huberto Roviralta. Procesada por «contrabando», la diva recibió una condena leve, y en suspenso.
Entre los segundos casos se impone el «engarronamiento» de Guillermo Cóppola –y otras seis personas–, después de que le «plantaran» cocaína en un jarrón. Ello fue obra del juez Hernán Bernasconi, cuyo sueño era encarcelar a ricos y famosos. Finalmente, fue él quien terminó preso.
Mientras tanto, L-Gante aún está en la sombra y su destino es incierto.
La función debe continuar. 

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