Sociedad | URBANISMO

La crueldad de las ciudades

Tiempo de lectura: ...
Marina Garber

La muerte de un hombre en Montevideo puso en primer plano un fenómeno que crece en todo el mundo: la arquitectura hostil, una forma de excluir a determinados grupos sociales del uso del espacio público.

Pinches. El lugar del barrio Sur de la capital uruguaya donde murió un transeúnte al caer sobre la estructura de hierro.

Foto: Captura

A mediados de diciembre de 2024, en el barrio Sur de Montevideo, un hombre de 30 años que paseaba con su familia tropezó y cayó sobre una hilera de hierros punzantes dispuestos alrededor de un edificio para evitar que la gente se siente sobre el muro bajo que rodea la propiedad. Uno de los pinches se clavó debajo de su ojo derecho, el hombre perdió la consciencia y falleció luego de varias semanas en terapia intensiva.

Dos años antes, en San Pablo, el sacerdote Júlio Lancellotti, «el padre de los sin techo», decidió salir a romper los bloques de piedra que la alcaldía de la ciudad había colocado bajo un puente donde solían descansar personas en situación de calle. Munido de una gran maza de hierro, el cura arremetió contra ese bosque hostil de pequeños monolitos cortantes que el Gobierno de la ciudad había sembrado bajo el viaducto. 

En abril de 2019, en Buenos Aires, la gestión del entonces jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, se ufanaba de presentar en sociedad basureros presuntamente «inteligentes», cuya mayor virtud consistía en un diseño hermético destinado a evitar «que la gente se meta y saque basura», según lo expresó Eduardo Macchiavelli, entonces ministro de Ambiente y Espacio Público. Los dispositivos solo podían ser abiertos mediante una tarjeta magnética que estaría a disposición de los frentistas, encargados de edificios o comerciantes, impidiendo así que los recicladores urbanos pudieran acceder al interior para recuperar el cartón.


Barreras prácticas
Estos son solo algunos ejemplos, pero podría haber miles: las ciudades parecen estar volviéndose hostiles para sus habitantes. No para todos, ciertamente, sino para los pobres, los marginales, los sin techo, las bandas de jóvenes, los expulsados del mercado. Tan ciudadanos, al menos formalmente, como el prototipo de vecino-propietario al que suelen hablarle ‒y para el que suelen gobernar‒ las administraciones locales, estos grupos, sin embargo, ven cada vez más restringido su derecho a hacer uso de la ciudad. Las barreras no son legales, sino prácticas. La arquitectura se ocupa así de ejercer una función excluyente que, en muchos casos, se mimetiza con el paisaje urbano y pasa inadvertida. 

Lancellotti. El sacerdote bajo un puente regado de bloques de piedra para evitar que descansen allí personas en situación de calle.

Foto: Instagram Padre Julio Lancellotti

A esta tendencia se la conoce como «arquitectura hostil». Se trata, en palabras del arquitecto Jaime Sorin, de «una de las formas que adoptan las grandes ciudades para expulsar a grupos sociales del espacio público»: un conjunto de dispositivos que conforman algo así como un manual de instrucciones de metrópolis cada vez más excluyentes. Prescriben y proscriben usos y derechos: indican cómo y por quiénes puede ser utilizada y disfrutada la ciudad. El objetivo de estas prácticas es, para Sorin, construir un espacio urbano elitista. Y su desarrollo coincide con la consolidación de la ciudad neoliberal: una ciudad pensada cada vez más como un ámbito de valorización financiera y menos como un espacio de encuentro e intercambio social. 

Pinches, puntas de lanza, piedras punzantes; apoyabrazos en bancos que impiden que las personas se recuesten; ornamentos sin otra función que obstaculizar el uso del mobiliario urbano; alféizares inclinados o sembrados de varillas filosas de hierro para que nadie pueda sentarse a conversar o esperar el colectivo; «pig ears» u orejas de cerdo dispuestas en explanadas para ahuyentar a jóvenes skaters, como las que afean el jardín del Museo de las Confluencias en Lyon, Francia; triángulos de metal como el que desvirtúa el muro bajo que bordea el jardín Arco do Chego, en Lisboa, para disuadir a las personas de que se sienten sobre el borde. O un dispositivo electrónico llamado Mosquito, que emite ondas sonoras de alta frecuencia ‒entre 16 y 18,5 kilohertz‒ que solo los jóvenes pueden oír, y se ultliza para dispersar a los grupos que suelen reunirse en centros comerciales y otros sitios de la ciudad. El sistema, que fue considerado «degradante y discriminatorio» por un informe del Council of Europe, se promociona en el sitio web de la empresa que lo fabrica como un «dispositivo antimerodeo» contra los «comportamientos indeseados de los adolescentes».

Aquí, allá y en todas partes
La noticia de la muerte del ciudadano montevideano recorrió el mundo y se convirtió en un símbolo de la guerra silenciosa entre algunas ciudades y sus habitantes. A raíz del caso, la intendencia de Montevideo decidió crear un grupo de trabajo sobre arquitectura hostil. En Brasil, Lancellotti logró que se sancione una ley que lleva su nombre y que prohíbe el uso de estas técnicas.

En las ciudades de nuestro país, en cambio, la arquitectura hostil encuentra un contexto favorable para multiplicarse: sus artefactos y diseños constituyen una más de las múltiples violencias que se ensañan con los menos favorecidos, una de las tantas expresiones de la crueldad y el desprecio por el otro que intentan imponerse como formas privilegiadas de la política.

Estás leyendo:

Sociedad URBANISMO

La crueldad de las ciudades

Dejar un comentario

Tenés que estar identificado para dejar un comentario.