19 de mayo de 2024
Estímulos efímeros y algoritmos se imponen a la razón. Como efecto de esto, se complica la pelea contra la desigualdad y por los derechos de las minorías.
Ansiedad e indignación. Sentimientos que se propagan antes de que podamos complejizarlos.
Foto: Shutterstock
El hombre lleva en el cuerpo su historia evolutiva. Lo que caracterizó su pasado ancestral es lo mismo que caracteriza a los animales: una reactividad no racional frente a los estímulos.
Hace unos 70.000 años estalló una revolución cognitiva que permitió hilar los sucesos del presente en el pasado y pensar en construir el futuro, una ventaja adaptativa capaz de transformar una especie relativamente menor, el homo sapiens sapiens, en otra capaz de expandirse a lo largo y ancho del mundo. Esa especie desarrollaría una capacidad de razonar que se manifestaría en distintas tecnologías, sobre todo el lenguaje, para acumular saberes y transmitirlos de una manera mucho más veloz que los genes y la trabajosa selección natural.
Sin embargo, sería erróneo creer que esa manera instintiva de reaccionar, forjada durante millones de años, desapareció. El positivismo hizo soñar con un mundo mejor que dejaría atrás esa parte más animal; sin embargo, en los últimos años las esperanzas se evaporaron por la evidencia (y por contradicciones internas, que no vienen al caso).
Los algoritmos que seleccionan lo que vemos en redes demostraron estadísticamente que los estímulos que apuntan a nuestras emociones son los más efectivos a la hora de generar reacciones inmediatas: likes, contestaciones indignadas, risas, reproducciones que generan viralizaciones, estrés y más que se instalan en nuestro cerebro antes de que podamos filtrarlas o complejizarlas a través de la razón.
Vale la pena insistir: no es culpa de las redes sociales, las cuales escalaron lo que ya se conocía y lo hicieron hasta niveles impensados y dañinos gracias a algoritmos entrenados solo para hacer dinero; pero ese modo de aproximarse al mundo se expandió y poco importa si alguien miente o dice una estupidez: el efecto ya se produjo. Los millones de likes y seguidores obtenidos resultan una forma no solo de legitimación sino también de enriquecerse, como demuestran desde Mark Zuckerberg hasta los influencers.
Los consumos instintivos, los pequeños entretenimientos livianos y superficiales no son novedad, pero para una creciente parte de la población es lo habitual. Ese consumo frenético de reels de escasos segundos conducen a un loop interminable de nuevos estímulos efímeros que como un caramelo distraen unos minutos, estimulan, pero no alimentan.
El humor de los 90 de Beavis and Butthead, de Jackass, Tonto y Retonto, con personajes incapaces de ver más allá del presente, por mencionar tres ejemplos entre muchos, dejó de ser la excepción sorprendente para transformarse en regla. Incluso películas serias como la francesa El odio explotaban la atracción de personajes que reaccionaban sin pensar ni medir las consecuencias. Sin embargo, aunque los personajes no lo supieran, se los veía insertos en una trama más compleja.
Ahora ya ni siquiera resulta necesario que esos chispazos de emociones se inscriban en una historia más larga. A cada reel lo sigue otro sin solución de continuidad. Los mensajes son ahistóricos (o lo parecen) y se suceden como lanzados por ametralladoras inconexas.
Por ejemplo, el reconocido humorista inglés Ricky Gervais, en su espectáculo Armaggedon, utiliza hasta el abuso la incorrección política para hacer reír. Durante una hora se puede ver la efectividad del recurso para generar carcajadas incómodas y de sorpresa. Como el efecto es efímero, debe aumentar la dosis dada. Gervais termina el espectáculo aclarando que no cree todo lo que dijo, pero asegura que lo más importante es que nadie limitará lo que puede o no puede decir. Una larga serie de chistes efectivos, pero huecos, termina disfrazada de una defensa irrestricta a la libertad de expresión. De alguna manera sus chistes huecos interpelan una narrativa más profunda para salvarse.
Algo similar ocurre con políticos que también recurren a esas grageas de emociones efímeras sin parar. Un presidente haciendo chistes sobre el síndrome de Down sorprende tanto para el que siente placer en esa incorrección como para el que se indigna: ambos reaccionan. Paradójicamente, el esfuerzo de los últimos años para desarrollar un discurso más tolerante e inclusivo fue percibido por muchos como un nuevo conservadurismo frente al cual es irresistible rebelarse; humoristas y políticos aprovechan esa grieta. Esos estímulos distractivos ocultan la gran narrativa subyacente: un saqueo planificado.
Pero lo interesante es que las narrativas no desaparecieron, aunque no las percibamos. Tanto Gervais como muchos políticos de derecha hacen blanco en una corrección política instalada en los últimos años por sectores progresistas. Paradójicamente, la lucha por una corrección política inclusiva terminó viéndose por parte de los sectores más necesitados de la sociedad como una veleidad ajena, de clase media, progre o «de casta» si se prefiere. Sin quererlo, abrieron (abrimos) un campo fértil para favorecer las condiciones de existencia de esos estímulos ultraconservadores envasados en pequeñas dosis de irreverencia que nos mantienen ocupados mientras ocurre, nuevamente, el saqueo, oculto bajo una metralleta de estímulos distractivos.
La lección tiene un costo altísimo. Desde los sectores progresistas debemos recordar que las necesidades de las mayorías tienen que estar en el frente y sin resignar las otras, las de las minorías que sufren la injusticia. Solo entonces la pura emocionalidad mostrará lo hueca que es para todos y todas.
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