Sociedad

La vida de por medio

Tiempo de lectura: ...

Mientras las estadísticas demuestran que en materia de delito los niños y adolescentes son, sobre todo, víctimas, la falta de reflexión sobre las causas y el contexto de los crímenes cometidos por menores promueve la difusión de estereotipos.

Cifras. En la provincia de Buenos Aires, los homicidios cometidos por menores de 16 años son menos de diez en todo un año. (Télam)

 

Un informe del Ministerio de Seguridad de Santa Fe señaló que un 20% de los detenidos durante el año pasado por ilícitos en esa provincia son menores de edad. Según el mismo registro, la edad de iniciación en el delito bajó a los 11 años. Estadísticas y episodios de ese carácter son significativos no solo respecto de los hechos de violencia, sino también de los efectos que producen y de la dificultad para analizar el problema. La falta de reflexión sobre las causas y el contexto, sobre todo en los grandes medios de comunicación, facilita la difusión de estereotipos, recetas simplistas y declaraciones oportunistas en tiempos electorales, mientras las preguntas permanecen sin respuesta.
El antropólogo Alejandro Isla, investigador del Conicet y de Flacso, sitúa las características actuales del delito juvenil en un proceso de fragmentación social que tiene un punto de inflexión en los años 90: «Con el consumo masivo de drogas y el acceso a mercados de armas, en parte por los reequipamientos que se hacían en la Policía Bonaerense, aparece entonces un tipo de violencia urbana que estaba en una especie de olla a presión».
La abogada Claudia Cesaroni recuerda otro hito «lamentable» de la historia reciente: el petitorio de reclamos que presentó Juan Carlos Blumberg en abril de 2004, un mes después de la muerte de su hijo Axel. «Todo lo que pedía –aumentar la pena por portación de armas y la cantidad de años para delitos graves, la regulación de los celulares, entre otros puntos– fue aprobado en uno de los episodios más vergonzosos de la historia parlamentaria argentina, porque se votó a mano alzada, sin discusión, y muy pocas voces se atrevieron a oponerse. Lo único que no pasó fue la propuesta de bajar la edad de punibilidad a los 14 años. En 2009 el Senado le dio media sanción, pero al año siguiente en Diputados se produjo una conjunción de fuerzas entre el Frente para la Victoria, Proyecto Sur, el socialismo y el GEN y por un voto dieron dictamen negativo. Luego el proyecto perdió estado parlamentario».
Sin embargo, la propuesta sigue en pie en algunos sectores de la política. «Es falso que no se castigue a los adolescentes. Al contrario, se los castiga de modo inconstitucional y brutal, hay adolescentes que cumplieron hasta 15 años de cárcel por delitos cometidos cuando eran jurídicamente niños. Argentina es el único país de América Latina que ha aplicado penas de prisión perpetua a menores de edad. Ese es un tema del que se habla poco», destaca Cesaroni, directora del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (Cepoc).

 

Una cultura de la violencia
«El delito creció de una manera exponencial en la Argentina. Algunos funcionarios dicen que en San Pablo es peor, o que en Honduras hay más homicidios, pero la gente no compara las estadísticas con otros países o ciudades», apunta Isla. La mano dura y su versión contrapuesta –«la idea de que las cárceles y las penas, en general, no sirven»– son en su perspectiva posiciones que no comprenden políticas que deben ser intermedias: «Entonces surgen permanentemente demonios. Aparecen los pibes chorros y los temores se instalan en las clases medias, en los políticos, en los medios de comunicación. La discusión fundamental debería ser cómo humanizar la cárcel, los institutos de menores y las penas».
Pese al acento que se pone generalmente sobre las drogas, los estudios de campo demuestran que el alcohol es el consumo más generalizado entre los adolescentes, combinado con medicamentos. «Eso es parte de la cultura de los jóvenes, en los sectores populares y también en los medios», señala Isla. Para Cesaroni, es tan problemática la incorporación de adolescentes a situaciones delictivas como el consumo abusivo de sustancias: «El punto es dónde nos paramos. Para mí el problema de fondo es previo. En otros sectores de jóvenes el consumo abusivo es solo un momento de sus vidas, porque sus familias y ellos mismos tienen otros recursos para seguir adelante. Pero si a otros pibes los fijamos con el sistema penal y decimos que son delincuentes, va a ser mucho más difícil mirarlos como adolescentes que deben ser abordados por otras políticas».

 

Lugares comunes
La pérdida de códigos en la delincuencia juvenil es un lugar común en los debates exprés sobre violencia urbana que proponen los medios de comunicación. «Mi tesis es que, en particular, los pibes chorros tienen códigos, aunque son otros. Por ejemplo, el tatuaje de los cinco puntos, un ritual concertado donde cinco o seis jóvenes se juramentan entregar la vida. Después se puede flexibilizar, porque hay mucha droga y chicos que están totalmente dados vuelta», dice Isla.
En los llamados pibes chorros, «hay una elección donde está la vida de por medio que implica el enfrentamiento con la policía; hacerse los cinco puntos implica  un antes y un después, por eso van cambiando y se los hacen de manera menos visible». El delito resulta ser un factor de identidad: «Especialmente en el ladrón veterano, que sabe cómo hablar con un par, aunque no lo conozca, sabe averiguar lo que llaman la tira, el currículum. Los pibes chorros también la tienen, primero hicieron su música y después empezó a producirse una serie de transformaciones por la persecución que tuvieron y por la cantidad de muertos, por un lado por la policía y el gatillo fácil, pero también por los enfrentamientos entre bandas».
En Heridas urbanas (2003), un libro donde Isla compiló estudios de varios investigadores, se analiza un fenómeno particular en la villa Itatí de Quilmes, el del «perro rabioso», como se llama a los jóvenes que «producen situaciones violentas dentro de la villa y están fuera de control». El análisis de Nathalie Puex describe una trama de mediaciones que incluye a referentes barriales y recién en última instancia a los agentes del Estado. «En un momento dado la propia familia mete preso al pibe, llama al juez o al servicio penitenciario, o levanta los brazos como si dijera “hagan lo que tengan que hacer” –analiza Isla–. Es muy probable que lo maten. La gente necesita mantener cierto tipo de relación social interna y el problema se presenta cuando una situación rompe esa red. Lo mejor es negociar con algún fiscal para que manden a ese joven a una cárcel, para protegerlo».
El delito parece afirmarse ante la ausencia de alternativas. «Donde un pibe no tiene espacio de referencia y le dicen que va a formar parte de tal banda, o de tal barrabrava, encuentra un lugar de pertenencia –sostiene Cesaroni–. Para muchos de ellos el único Estado presente es el estado penal, la policía, el juzgado. Muchas madres no saben cómo afrontar la adolescencia de sus hijos y tampoco están cerca la escuela, el municipio o el club. El problema no es el delito joven sino que muchos pibes no están donde tienen que estar».
El Cepoc elaboró un documento titulado Con los dedos de una mano para pasar en limpio las cifras sobre delincuencia juvenil. «Tomamos las cifras de delitos cometidos en la provincia de Buenos Aires, la que registra mayor cantidad por su población, y entre los delitos graves la cantidad de homicidios cometidos por menores de 16 años eran menos de diez en todo un año. Nuestra sociedad debe abordar esos casos con algo que no sea el sistema penal. No dejarlos pasar, sino tratarlos desde otras áreas del Estado. Si en algunas ciudades o provincias los niños se inician en el delito a los 11 años, hay que poner más escuelas primarias. La participación de esos chicos en el delito es obviamente no elegida, en todo caso es una participación como herramienta o instrumentos de adultos y en situaciones de extrema vulneración de derechos».
Luciano Arruga tenía 16 años cuando salió de su casa en Lomas de Mirador, en enero de 2009. La policía solía detenerlo y someterlo a torturas, según denunciaron sus familiares y el Centro de Estudios Legales y Sociales, y esa vez fue la última. Su cuerpo fue descubierto cinco años después, enterrado como NN en el cementerio de la Chacarita. «Ahí también hay una responsabilidad de una parte de la sociedad que pide más policía porque supone que va a intervenir con los otros peligrosos», considera Cesaroni, quien además lo atribuye a «una práctica de policiamiento de los territorios que quienes vivimos en Almagro, Villa Urquiza o La Paternal no vemos porque el despliegue se da en barrios del Conurbano».
El 3 de agosto de 2015, Jonathan Rodríguez, un menor de 16 años, fue asesinado a balazos en la zona sur de Rosario y por su muerte la policía detuvo a un adolescente de 15. En un intento de venganza por el crimen resultó herido otro joven de 15 años. Pero en los debates sobre seguridad el hecho de que las víctimas más frecuentes de la violencia sean niños y jóvenes apenas tiene incidencia.

 

Estás leyendo:

Sociedad

La vida de por medio