Sociedad | GUERRA Y MEMORIA

El regreso de Malvinas

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Pablo Tassart

Muchos excombatientes encontraron en el continente un frío similar al de las islas; pero hubo excepciones, como Puerto Madryn, que recibió a sus héroes con los brazos abiertos.

Acogida. El pueblo chubutense recibió con emoción, y pan, a los soldados que volvieron tras haber viajado como prisioneros en el Canberra.

Siempre hemos escuchado que los militares argentinos comenzaron la «desmalvinización» desde el mismo día del cese al fuego en las islas. También que el pueblo los ignoró fríamente. Sin embargo, hay otra historia que contar sobre la posguerra y sucedió en Puerto Madryn un 19 de junio de 1982.
Más de 4.000 soldados argentinos prisioneros viajaron en el transatlántico británico Canberra rumbo al continente. Fueron cuatro días en los que la Junta Militar se negó a permitir que un buque inglés amarrara en la costa argentina. También días de un inesperado trato cortés de sus captores y de miles de advertencias de los oficiales argentinos hacia nuestros conscriptos: «Nos decían que no había que hablar con la gente. Que estaban enojados con nosotros por la derrota y que hasta nos iban a querer pegar», cuenta Eduardo Gallardo, uno de los soldados argentinos que allí retornaban. «Sí, los mismos que nos habían estaqueado, nos decían eso de la gente», remarca.
Sin embargo, algo inesperado sucedió. Al final del largo muelle en el puerto de Madryn había una multitud que los recibió con emoción. También con indignación, pero contra la Junta Militar, que no solo había mentido sobre los hechos durante la guerra, sino que además pretendía aislar a los excombatientes con un cerco de guardias. Nada pudo detener la ola de solidaridad que ya se había iniciado durante el conflicto: muchos vecinos llevaron distintos obsequios a nuestros jóvenes héroes. Llaveros, cartas, besos, comida y principalmente pan. Así nació un hecho que hasta hoy se conmemora en el sur argentino: «El día que Puerto Madryn se quedó sin pan».
Si bien había 36 conscriptos de aquella localidad del sur y muchos fueron a ver si los encontraban, resultó que ninguno llegó en ese barco esa tarde. Y sin embargo fueron a recibirlos igual.
Pochi Igoa y Blanca Sucunza todavía hoy viven en la ciudad. En comunicación con Acción, cuentan cómo vivieron aquellos hechos: «Fuimos al puerto porque nos enteramos por la radio y por el movimiento que se veía en el pueblo; pero no pudimos llegar muy cerca. Entonces los fuimos recibiendo por las calles. Cambiábamos cosas. Guantes, rosarios, hasta los pedazos de las esquirlas de las bombas que habían caído», recuerda Pochi de 80 años y con un nudo en la garganta asegura que muchos de esos elementos son conservados hoy en la familia.
Mientras que Blanca, de 72, agrega una situación especial que le tocó vivir: «Los camiones se estacionaron cerca de casa y algunos muchachos se escapaban de la barraca donde los tenían. Tres correntinos vinieron a pedir ayuda. Estaban desesperados. Querían quedarse con nosotros». Ese contacto les permitió a las vecinas comprobar las condiciones en las que retornaban los combatientes y que el ejército quería ocultar: «Tenían una mugre terrible y hambre. Grietas en las manos y cara. Y mucho miedo de contar lo que había pasado. Había que ver a esos hombres de 18 o 19 años como estaban deshechos», recuerda.

La manta
Otro conscripto que vivió aquel recibimiento fue Miguel Fiorebello. También a él los militares le habían comentado que el pueblo los responsabilizaba de la derrota: «Teníamos terror de encontrarnos con la gente. Creíamos que nos iban a chiflar o tirar piedras. Pero cuando llegamos no podíamos creer que nos trataran así de bien».
Así, cuenta que intercambió lo poco que llevaba encima, entre otras cosas una manta que había traído de Malvinas con tres chicos que se lograron trepar al camión con el que lo trasladaban. Miguel la había dado por perdida luego de tantos años hasta que, en el 40 aniversario de la guerra, de visita en Madryn, dio con León Martínez, uno de aquellos niños de 9 años que se habían peleado por el trofeo de guerra, quien hoy con casi 50 años iba a su encuentro para devolvérsela: «Fue un momento indescriptible: nunca me imaginé que iba a volver a encontrar la manta. Yo le dije que se la quede, que era injusto que le saque ese recuerdo», cuenta Miguel con la voz quebrada.
Por su parte, León asegura que hasta hoy usa aquella manta, que en realidad era un poncho, en sus tareas como trabajador rural: «Lo uso siempre y lo cuido. Siempre le digo a mi hijo que es muy hermoso tenerla. Tiene un valor sentimental como argentino tener algo de allá. Es como mi bandera».
Hay una pregunta que surge: por qué la población de Madryn reaccionó de esa manera, única en el país, ante la llegada de los excombatientes. Las vecinas Pochi y Blanca estiman que pudo haber sido por cómo se vivió la guerra tan cercana: desde oscurecimientos y alarmas de posibles bombardeos en la ciudad, pasando por los buques de guerra que veían estacionarse en el puerto. «Yo ni me acostaba a la noche. Me quedaba escuchando la radio minuto a minuto, sentíamos que en cualquier momento nos tocaba a nosotros», recuerda Pochi, mientras que Blanca estima que la reacción popular también se pudo haber dado además porque, al ser una ciudad de no más de 6.000 habitantes para esa época, la noticia de la llegada del Canberra con los excombatientes corrió rápidamente.
Daniel Belmar es excombatiente y presidente del Centro de Veteranos de Guerra de la ciudad y, si bien no tiene una teoría firme, sí asegura que el sentimiento «malvinero» perdura hasta el día de hoy. Y cuenta cómo se han radicado varios excombatientes en la ciudad debido a aquel recibimiento: «Nunca en ningún lado ellos pudieron volver a vivir la cuestión Malvinas tan fuerte como acá». Eduardo Gallardo, quien además es el protagonista de una foto muy famosa de aquella jornada que la propia ciudad utiliza para esas fechas, confirma esa sensación: «Se dan cuenta de que somos excombatientes y se vienen a saludarnos o a sacarse fotos. Si pudiera irme a vivir, con gusto me instalaría allá».

El himno en altamar
Sergio Vainroj también volvió de las islas en el Canberra, pero su momento de mayor emoción lo vivió en el barco. En aquellos días dando vueltas por el océano, cuando se decidía qué hacer con ellos, detectaron que, en la cubierta de aquel buque, antiguamente un transatlántico de lujo, había un gran piano de cola. Sergio, que estudiaba en el conservatorio de Morón antes de la «colimba», se acercó a tocar algunas canciones con el permiso de los guardias. Mozart, los Beatles y Piazzolla, fueron sonando hasta que sus compañeros le pidieron algo especial: «De repente me llené de voces que me pedían que tocara el himno».
Sonaron los acordes de la introducción y cuando iba promediando un oficial argentino dio la orden de todos de pie. Así, de repente, los 300 soldados prisioneros que estaban en aquel salón se cuadraron haciendo resonar sus borceguíes contra el lustroso piso de madera. El hecho puso en alarma a los pocos custodios ingleses, terminando todo a los gritos y con sus armas amenazantes.
Los sentimientos de Sergio afloran cuando rememora cómo se sintió con aquel pequeño acto de valor que hoy muchos recuerdan: «Lo toqué con sentimiento patriótico contagiado por mis compañeros. No me imaginaba que se iban a parar. Sentí una reivindicación por todo lo que habíamos pasado. Teníamos una mezcla de sensaciones: por un lado, estábamos aliviados porque había terminado la guerra, el asombro de lo que habíamos vivido y por otro teníamos la tristeza de los muertos y la derrota».

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