La llamada «justicia por mano propia» no es un fenómeno nuevo, pero una serie de episodios recientes volvieron a poner en escena un debate plagado de lugares comunes. La construcción de la figura de la víctima y la responsabilidad del Estado.
28 de septiembre de 2016
El médico. Lino Villar Cataldo contó con horarios centrales de televisión y generosos espacios en portales de noticias y prensa gráfica. (Télam)
El doctor Lino Villar Cataldo apareció en televisión con un hematoma en la cara. Reivindicó los valores de sacrificio, trabajo y honestidad que le transmitieron los padres y contó sus orígenes en un hogar pobre de inmigrantes paraguayos que sostuvieron con esfuerzo sus estudios de medicina. Recordó que un día se incendió la modesta vivienda familiar y se metió en medio del fuego para rescatar sus libros de anatomía, que exhibió ante las cámaras. Una historia de vida que estalló en pedazos el 26 de agosto, cuando mató de un balazo a un joven que intentó robarle el auto y se convirtió de víctima de un delito en victimario, en el comienzo de una serie de episodios similares, de alto impacto público y amplia cobertura en los medios.
La llamada «justicia por mano propia» no es un fenómeno nuevo por lo menos desde que el ingeniero Horacio Santos mató a dos jóvenes que le robaron el pasacassette de su auto, en 1990, y generó un debate en torno a los límites de la legítima defensa. «Cada tanto hay una seguidilla de casos similares. En general estos episodios tienen la aceptación de una parte de la sociedad, un sector altamente autoritario y punitivo que por distintas variables podemos estimar en un 30% de la población. Pero hay una mayoría que no apoya este tipo de procedimientos», dice el sociólogo Gabriel Kessler.
El grado de violencia que muestran las reacciones ante el delito y las protestas subsiguientes, entre la pueblada y el linchamiento, como la movilización de vecinos a la municipalidad de Zárate después de que el carnicero Daniel Oyarzún persiguiera con su auto y diera muerte a un hombre que lo había asaltado, tampoco resulta una novedad. Los antecedentes más graves pueden encontrarse en las ciudades de Rosario y Córdoba con las muertes de David Moreyra, de 18 años, en marzo de 2014, y José Luis Díaz, de 23, en junio de 2015, ambos molidos a golpes por grupos enardecidos ante pequeños delitos callejeros.
«Lo nuevo y preocupante de este momento es que se agrega la legitimidad que acuerdan importantes funcionarios y agentes del Estado a esas reacciones», destaca Kessler en alusión a declaraciones del presidente Mauricio Macri, la gobernadora María Eugenia Vidal y el ministro de Seguridad bonaerense, Cristian Ritondo. «Si a eso se le suma el apoyo de una parte de la sociedad, hay personas que pueden sentirse avalados o empoderados para cometer delitos de este tipo», agrega el sociólogo.
Los medios de comunicación inciden en la legitimación social de esos actos, como mostró a principios de los 90 la campaña de Bernardo Neustadt en favor del ingeniero Santos. «No deberían llamarlos justicia por mano propia –enfatiza Kessler–. Tampoco lo que hicieron con los linchamientos, cuando comenzaron encuestas de opinión entre la gente. Identificar esos hechos como delitos es central».
Villar Cataldo tuvo horarios centrales de televisión y generosos espacios para denunciar el miedo que sentía por su vida y la de su familia. Oyarzún pudo contar en detalle la penosa reapertura de su comercio. En cambio, los familiares de los jóvenes a los que mataron no solo no recibieron la misma atención sino que las representaciones de los medios tendieron a mostrarlos como hostiles y amenazantes, a través de presuntas intenciones de venganza.
Nosotros y ellos
«Hay una disputa sobre quién es la víctima, que también colabora a aceptar ese tipo de delitos –dice Kessler–. Esa discusión muestra que la víctima no es una figura que surge naturalmente de haber sufrido un delito, sino que es objeto de una construcción. La víctima debe ser moralmente aceptable para ser reconocida como tal. Esto se ve por ejemplo en los casos de violencia de género cuando se pone en duda la conducta sexual de las víctimas». En ese marco, «para los medios hay quienes no tienen derecho a una voz pública: claramente hay un movimiento de cohesión de un nosotros ante un ellos al que se considera peligroso y se expulsa de la discusión».
Zárate. Daniel Oyarzún fue beneficiado con una excarcelación extraordinaria. (Télam)
El debate actual convocó a través de los medios a víctimas de otros delitos con alta repercusión, en un espectro heterogéneo y de características difusas en torno a la demanda de mayor seguridad. La discusión también contó con intervenciones en reclamo de leyes más duras por parte de famosos, cuyas opiniones tienen mayor repercusión y permanencia en los medios que las de los especialistas.
Esas intervenciones se hacen en nombre de un supuesto sentido común que no estaría contaminado por la política e identifica los problemas de seguridad con un «garantismo» mal entendido, dice Kessler, al que se asocia con «la idea de que los derechos humanos son para los delincuentes». María Martha Serra Lima se proclamó así «amiga de la pena de muerte» porque «es lo que dice todo el mundo en la calle, en el supermercado». Marcelo Tinelli asumió una especie de voz nacional: «Los argentinos queremos seguridad», afirmó.
En la misma dirección, Villar Cataldo habló no solo en su nombre, sino tácitamente como vocero de un grupo más amplio, el de las víctimas del delito: «Nos atacan permanentemente», «nos matan aunque entreguemos absolutamente todo», dijo entre otras frases que apelaban a un presunto consenso social y cuyos lugares comunes más difundidos son la supuesta liviandad de las leyes y las facilidades que encuentran los delincuentes para salir de la cárcel. Cuando las pericias y la investigación judicial desmintieron su versión de los hechos, el médico optó por retirarse de la escena, al igual que Oyarzún apenas se difundieron videos en que aparecía golpeando al hombre que intentó asaltarlo cuando se hallaba en agonía.
El vigilantismo, como se conoce «al movimiento de parte de la sociedad de tomar cuestiones de seguridad en sus propias manos», puntualiza Kessler, es un fenómeno extendido en varios países de América Latina. «En la Argentina es un poco menor en intensidad pero esas tendencias están. Parte de ese movimiento consiste en una demagogia punitiva según la cual el gobierno no responde y entonces hay que ocuparse en su lugar. Es un tema delicado porque hay vidas en juego y tiene un efecto de emulación, como está demostrado en el caso de los suicidios y las matanzas en Estados Unidos. No se ve un cerrado repudio de lo que pasó», señala el sociólogo y profesor de la Universidad de General Sarmiento.
Desarticular el supuesto sentido común punitivo y prevenir nuevos delitos requiere la intervención del Estado y la responsabilidad de los medios «en lo que hace a cómo enmarcan esos episodios, cómo los llaman, si realmente producen una condena fuerte a quienes cometen esos delitos», dice Kessler. Mientras tanto, «hay una pugna político-cultural en torno a los derechos de los ciudadanos, al lugar de las víctimas, a lo que es justo hacer; y la voz del gobierno nacional es ahí muy clara, y muy preocupante».