11 de julio de 2025
Tras el descubrimiento de un cuerpo enterrado en la casa en la que vivió Gustavo Cerati, un episodio similar en Córdoba generó todo tipo de conjeturas. Albañiles, un «macabro hallazgo» y preguntas sin respuesta.

Son solo dos palabras: «macabro hallazgo». Esta expresión fue impuesta por la prensa sensacionalista de la década del 40 para resumir, con suma elocuencia, el descubrimiento de algún cuerpo humano sin vida (generalmente, malogrado por terceros) en un sitio poco apropiado para su descanso eterno.
Pues bien, el súbito reverdecer de este –diríase– subgénero de la crónica policial ocurrió a mediados de mayo, durante la demolición de una casona en el barrio porteño de Coghlan. Y con un atractivo suplementario: allí, entre 2002 y 2003, había residido el músico Gustavo Cerati; pero el misterio persiste, además de que tal información no fue del todo exacta.
Lo primero se debe a que aún no fue posible identificar al fallecido, pero se conjetura que sería «un masculino de entre 20 y 22 años», cuya data de muerte oscila entre 1981 y 1990. Claro que tal creencia no fue el resultado de un análisis forense sobre sus restos, sino del reloj digital que lucía en su muñeca izquierda: un modelo de Casio lanzado a la venta, precisamente, en 1981.
Lo segundo se debe a que, en realidad, aquel improvisado sepulcro no se encontraba en el terreno ocupado por la vivienda del líder de Soda Stereo, sino en el de la finca lindera.
Ambas circunstancias, entonces, inciden en que esta sea una historia con final abierto; pero –y esto es lo notable– no es en estos días la única dentro del rubro en cuestión.
Porque durante la tarde del 5 de julio hubo otro «macabro hallazgo», esta vez en un departamento del centro de la capital cordobesa, cuando dos albañiles que realizaban refacciones encontraron un cadáver escondido en un placard.
Al igual que en el caso de Coghlan, el tiempo transcurrido impide saber de quién se trataba. Pero sí que sería «un femenino de edad indeterminada» –según el informe preliminar de la autopsia– y que, a ojo de buen cubero, habría exhalado su último suspiro hace no más de un lustro.
Además, ya hay dos sospechosos en la mira de los investigadores: el propietario del inmueble, Horacio Antonio Grasso, quien había sido sargento de la policía provincial hasta su exoneración, y su hermano, Jorge, un sujeto de avería. Ellos aún no han sido indagados por la fiscal Florencia Espósito, a cargo de la pesquisa. Pero en virtud de que sus vidas trazan una parábola perturbadora, esta trama, más que congelada en la incertidumbre de un «final abierto», palpita al compás de un epílogo que está en pleno desarrollo.
El placard del horror
El asunto se desencadenó en el 3° B de la torre situada en la calle Buenos Aires 315, del barrio nueva Córdoba, luego de que esos trabajadores –contratados por Jorge‒ olfatearon una pestilencia que provenía de una habitación tapiada con listones de madera. Al desmontarlos, encontraron un placard, cuya puerta estaba sellada con cemento. Y la abrieron a martillazos. Lo que había allí los dejó de una sola pieza: una silueta envuelta en una manta atada con cables. Y no menos peculiar fue su posición: el cadáver estaba sentado en un extremo del mueble, como aguardando así ser localizado.
Cabe destacar que, por razones ajenas a su voluntad, el bueno de Horacio Antonio ya no residía en ese lugar. De manera que aquella noticia la recibió en su celda del penal de Bouwer, donde actualmente languidece.
¿Acaso tal circunstancia puede servirle de coartada?
En este punto, bien vale reconstruir su currículum prontuarial, y también el de Jorge, quien tampoco es un ciudadano ejemplar.
Pero ellos siempre estuvieron unidos en las buenas y en las malas.
Horacio Antonio supo dar su primer paso en falso cuando todavía vestía uniforme, al cometer un asalto a mano armada estando de franco. Por eso fue dado de baja. Y Jorge le dio una mano para insertarse en la vida civil, logrando que lo conchabara una gavilla de narcos para oficiar de «culata». Pero, entonces, incurrió una «mala praxis» que lo marcó para siempre.
Corría la mañana del 26 de marzo de 2006 cuando, junto a dos pistoleros disfrazados de policías, llegó en un Renault Clio a un aguantadero del barrio de Colonia Lola con el propósito de «mexicanear» unos kilos de cocaína a una banda rival. Y mientras sus cómplices cometían el robo, él se quedó en el vehículo abrazado a un FAL. Pero, durante el repliegue, el asunto se complicó, dado que desde otro auto les comenzaron a disparar.
En resumen, la única víctima de la refriega fue el niño Facundo Novillo, de seis años. Quien justo pasaba con su madre por allí, en un Renault 12.
La bala que lo hirió de muerte había sido disparada por Grasso.
Meses después fue condenado a 27 años de prisión.
En la cárcel de Bouwer fue un «paria». Repudiado por los presos comunes por su antigua condición de policía, terminó rancheando con otras ovejas negras de las fuerzas del orden y represores de la última dictadura.
En ese ambiente no se hizo notar, razón por la cual, diez años después, se le concedió el beneficio de la «domiciliaria».
Fue cuando se instaló en el departamento de la calle Buenos Aires, donde también vivía su madre.
El vínculo entre ellos era vidrioso. Y detonó durante el invierno de 2017. Es que, en medio de una discusión, casi la mata a puñetazos y patadas.
Su regreso a Bouwer no demoró en efectivizarse.
El señor de los olores
Ante este nuevo traspié, Jorge no lo dejó librado a su suerte. Tanto es así que solía visitarlo con suma regularidad.
Dicho sea de paso, el tipo era más discreto para delinquir; pero su vida privada no estaba exenta de extravagancias.
De hecho, el «ruido» más trascendente de su conducta no fue causado por un acto delictivo, sino por una extraña pulsión: Jorge solía espiar a sus vecinas del edificio que habitaba en la avenida Colón al 600. Una de ellas, incluso, llegó a filmarlo de madrugada, cuando él permanecía extasiado, con un ojo pegado a la cerradura del departamento aledaño al suyo, habitado por una mujer soltera.
El fisgón había caído en su propio juego.
Ella lo denunció. Pero la cosa no pasó a mayores.
En rigor, su único «problemita» penal lo tuvo a fines de 2024 en Ciudad del Este, cuando hurtó en un shopping una mochila con 12.000 dólares.
Un detalle pintoresco: Jorge Grasso circulaba con su nombre verdadero, y su aspecto era el de siempre. Pero, ante la fiscal paraguaya Carolina Gadea, extendió una partida de nacimiento que acreditaba su cambio de género, por lo que solicitó ser alojado (o alojada) en una cárcel de mujeres. Finalmente, pasó una breve temporada en el sector femenino de una sede policial.
Al volver a Buenos Aires, supo que su hermano Horacio Antonio residía en el departamento de la calle Buenos Aires.
Otra vez había obtenido la gracia de la «domiciliaria».
Pero los moradores del edificio no estaban nada contentos con él.
«Sucio y peleador». Esas dos palabras, para ellos, lo pintaban de cuerpo entero. Era agresivo, especialmente con las mujeres, y andaba con dos perros a los que también les faltaba aseo.
«Del departamento salía un olor a podrido, y cuando pasaba por el hall con sus mascotas, quedaba una baranda bárbara», según le dijo el encargado, don Cristóbal, a un movilero de la señal El Doce TV.
A mediados de otoño, la «domiciliaria» le fue nuevamente revocada, esta vez por incumplir sus reglas. Y, en rigor, sus vecinos sintieron alivio.
Pero la hediondez continuaba emanando con persistencia del 3°B.
Ahora se sabe a qué, en realidad, se debía.