18 de octubre de 2023
En su nuevo libro, la escritora canadiense se sumerge en el mundo de la conspiranoia para entender las razones de su efectividad. Periodismo desde lo profundo.
Doppelgänger. Klein logra articular una figura más clara en este presente confuso.
Foto: Getty Images
Naomi Klein lo hizo de nuevo. Algunos de sus libros anteriores sistematizaron características incipientes de su época en un todo coherente. Un ejemplo claro es No Logo donde sintetizó con ejemplos concretos la manera en que las marcas se alimentan de todo lo apasionante en el mundo para insuflarle vida a sus productos. En otro, La doctrina del shock, sintetizó cómo el capital se aprovecha de sociedades sacudidas por crisis para avanzar con sus negocios. Es cierto: ambas ideas ya existían. La posibilidad de otorgarle rasgos humanos a distintos productos remite al fetichismo de la mercancía desarrollado por Karl Marx. También la idea de crisis como herramienta de disciplinamiento social y oportunidad para el capital rondó a muchos autores; pero el mérito de Klein es aprovechar su posición anfibia que combina herramientas teóricas para profundizar con un periodismo que la lleva a sumergirse en esas realidades paralelas no siempre visitadas por los académicos.
En su nuevo libro, Doppelgänger, un viaje al mundo del espejo, logra nuevamente articular piezas que parecían sueltas para formar una figura más clara en este presente confuso. El libro acaba de ser publicado en inglés y no pasarán muchos meses antes de que salga la edición en castellano. Se trata de su obra más personal, en la que más se expuso, posiblemente para empatizar mejor con lectores también preocupados que se vienen dando la cabeza contra la realidad: ¿cómo es posible que gente que uno consideraba razonable ahora crea que el 5G nos matará de cáncer, nos colocarán un microchip en la sangre o que, más localmente, Cristina ocultó un PIB en el ARSAT-3?
No sin esfuerzo Klein toma la pregunta desde otro ángulo para no caer en la indignación fácil o la subestimación. Para llevar adelante su tarea toma a otro personaje del mundo real con el que la han confundido a lo largo de toda su vida: Naomi Wolf. De allí surge la idea del doppelgänger, una palabra surgida de la literatura alemana para describir a un doble que nos obliga a mirarnos desde afuera.
Wolf es (o era) una feminista que logró cierta fama en los años 90 por su libro El mito de la belleza: cómo las imágenes de la belleza son usadas en contra de las mujeres. Como la misma Klein recuerda de cuando tenía 20 años, el libro no se hallaba en la avanzada feminista (por ejemplo, solo se ocupaba de los efectos del mandato de belleza en las mujeres blancas), pero ella misma tenía un carisma efectista capaz de expandir su mensaje limitado en sectores no preparados para más.
Wolf expuso su reputación en los años siguientes al criticar desde el judaísmo a Israel por sus ataques a la población Palestina, algo que le costó su puesto en la universidad. Más tarde su poco apego a la investigación rigurosa la hizo pasar un papelón en televisión que terminó de expulsarla de ese mundo liberal progresista del que supo ser una referente.
Desde entonces, Wolf se dedicó a sumarse a cada teoría conspiranoica que rondara sumándole algo de cosecha propia, siempre presentándola como una novedad que solo su valentía permitía revelar. Todo indicaba que su personaje languidecería en la irrelevancia, pero con la llegada del covid se ubicó al frente de una lucha «heroica» contra una enfermedad que consideraba inventada para instalar el fascismo en los Estados Unidos y el mundo.
Fue ella quien les habló a las madres enloquecidas por el encierro y aterrorizadas por la obligación de darle una vacuna no testeada a sus hijos. Steve Bannon, quien había sido jefe de campaña de Donald Trump y es uno de los mejores estrategas de la derecha internacional, captó a esa mujer que todavía tenía un aura de liberal feminista y la llevó a su programa para amplificar su mensaje contrario a lo que el establishment internacional sostenía para encerrar a millones en sus casas.
Los equívocos que Klein sufría, sobre todo a través de las redes, a causa de su homónima –también judía, también crítica de las corporaciones y con un corte de pelo similar–, la incomodaron cada vez más. El tema la preocupaba y se tomó el trabajo de comprender mejor qué decía esa mujer desde el otro lado del espejo y allí se asomó, consumiendo horas interminables del programa de Bannon y leyendo sus entrevistas en las que saltaba de una teoría floja de papeles a la siguiente sin mirar atrás.
La virtud de Klein es que en ese momento no se tranquilizó por una supuesta superioridad moral respecto de su doble. Es más, se permitió descubrir que muchos de los argumentos que ella usaba comenzaban de manera similar: sí, era cierto que las farmacéuticas no se preocupaban por la salud, sino solo por hacer dinero; sí, estaba claro que las corporaciones tecnológicas toman nuestros datos para manipularnos; sí, es cierto que Barak Obama terminó rescatando a los bancos y no a la población; pero estos acuerdos sobre ciertos fundamentos se terminaban cuando Wolf concluía que las farmacéuticas habían inventado el covid, que las corporaciones tecnológicas querían colocarnos un michochip en la sangre o que los demócratas sostienen una red de pedofilia en los sótanos de una pizzería de Nueva York.
Mensajes para indignar
Naomi Klein comprendió, al igual que Wolf (más intuitivamente) o Bannon (más sistemáticamente), que la derecha recogía las grandes problemáticas del capitalismo que la izquierda había señalado durante años sin grandes resultados. Luego tomaba esos temas, los rearticulaba en mensajes diseñados para indignar, fácilmente viralizables, entre gente que hacía años se sentía abandonada por el sistema, pero también por la incapacidad del progresismo de hacer algo más que diagnósticos. Allí donde la izquierda había fracasado, se había frustrado o dividido por discusiones bizantinas sobre el lenguaje inclusivo más correcto, la derecha recogía a los heridos, a las víctimas del sistema, para proponerles explicaciones más simples y comprensibles a quienes llegaban a su casa luego de 8 o 10 horas de trabajo alienante.
De más está decir que cuando la derecha tuvo el poder no enfrentó más que retóricamente a los poderes que había denunciado tan vehementemente. Donald Trump no desarticuló la especulación financiera de Wall Street ni puso en caja a las corporaciones tecnológicas para que dejaran de jugar con el inconsciente colectivo. De hecho, él y otros de los gobernantes de derecha que florecen por el mundo solo pueden mantenerse en el poder redoblando las sospechas frente a los otros. Sin embargo, muchas veces no alcanza: por eso la indignación abre la puerta a versiones aún más exacerbadas del desquicio imperante.
El libro es extenso y por momentos tiene derivas que parecen arbitrarias, pero nunca aburren. Lo que es seguro es que Klein logró algunas respuestas a preguntas que flotaban en el aire y que permitirán repensar(nos) en este clima global tan enrarecido.
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