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El delito en perspectiva

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Las investigaciones de Lila Caimari marcaron un nuevo camino en los estudios sobre el pasado. Una invitación a enriquecer el debate sobre los fenómenos delictivos incorporando la mirada histórica.

 

 

La publicación de Apenas un delincuente (2004), el primer libro que Lila Caimari dedicó a la cuestión criminal, marcó un nuevo camino en los estudios históricos en Argentina. Desde entonces, las indagaciones en torno al delito, sus características y sus diversos actores se han multiplicado, para mostrar, desde un ángulo nuevo, fenómenos y sucesos determinantes en la historia nacional. Pero ese impulso no habría prosperado sin un factor decisivo: son las preguntas del presente, dice Caimari, las que llevan a indagar en el pasado.
Graduada en la Universidad Nacional de La Plata, investigadora del Conicet y docente en el Posgrado de Historia de la Universidad de San Andrés, Caimari es además autora, entre otros libros, de La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940 (2009) y de Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945 (2012). Además compiló La ley de los profanos (2007) y fundó el grupo Crimen y sociedad, que reúne a investigadores de diversas disciplinas.
–El delito es un objeto reciente del interés histórico. ¿Por qué no formaba parte de los estudios especializados?
–Era un tema inexistente como tantos otros. En las últimas dos décadas, el espectro de la historia se ha diversificado y entonces han surgido estos núcleos de temas y otros. Pero además esta especie de ciudadanización dentro de la historia del delito, la justicia, la policía, la ley, se vincula con el presente y con las preguntas del presente. Y también con una mayor libertad para hacerse preguntas sobre temas antes vedados. Hasta no hace mucho tiempo, trabajar sobre la policía, sobre los archivos policiales, podía parecer sospechoso.
–Además, la policía no facilitaba el acceso a sus archivos.
–Bueno, sigue sin facilitarlo demasiado. Una de las cosas que me gustaría dejar serían mejores posibilidades de acceso para que los investigadores no tengan que lidiar con los obstáculos que tuve. Ahora en el Ministerio de Seguridad hay un espíritu de abrir las puertas y dejar que la gente entre. Hay un clima distinto, pero también porque nos da menos miedo hacer esas preguntas sobre temas que hace algunos años no se historizaban, porque era dignificar objetos menores, marginales o directamente infames. Decir algo sobre la policía que no fuera la represión era casi impensable. En cambio, ahora se está haciendo una historia mucho más interesante y diferenciada de las prácticas represivas hacia mucho más atrás que los 70, y a la vez podemos hacernos preguntas sobre la intervención policial en otras áreas y que son centrales para entender a la policía y a la sociedad. Ahí se abre un mundo de cosas que se pueden hacer y que no son solamente la historia de la policía y la historia del delito, que llevan a la historia de las culturas populares, a la ciudad, el idioma, el tango. Y hay que hacer una historia institucional de la policía.
–En la parte final de Mientras la ciudad duerme afirma que el poder de la policía siempre plantea el consenso de su legitimidad y que está en permanente construcción. ¿Cómo se plantea esa construcción?
–La policía tiene dificultades para legitimar su intervención en la sociedad en todas partes. Las objeciones, la animosidad que encuentra es un fenómeno casi constitutivo. El problema de la opinión pública está siempre. La policía es finalmente fuerza, coerción, y esa coerción desnuda tiene que vestirse, tiene que rodearse de argumentos para legitimarse permanentemente, porque esa legitimidad no va de suyo y despierta oposición, resistencia, objeciones. Una pregunta que me interesa seguir es cuáles son las estrategias mediante las cuales la policía va dando cuenta o justificando hacia afuera, cómo explica a la sociedad su razón de ser y de intervenir y, por otro lado, cómo se lo explica a sí misma. Hay grupos que, por supuesto, están pidiendo siempre que la policía mantenga el orden. Pero, por otro lado, no es tan evidente que la policía pueda contarse a sí misma el cuento de la legitimidad; eso requiere de mucho artificio hacia afuera y puertas adentro, de ficciones y mitos. Entre otras cosas, porque la composición social de la policía no es exactamente burguesa: el grueso de la tropa ha sido históricamente reclutada en los sectores populares, la clase trabajadora, en la clase media baja. Hay mucha polarización social al interior de la policía. No va de suyo que pueda ejercer violencia contra los manifestantes y contra los trabajadores en huelga, por ejemplo.
–¿La Justicia tiene también esos problemas de legitimación?
–No. La intervención de la Justicia es de otra naturaleza. Lo que tiene la policía es que interviene directamente sobre la sociedad. La Justicia es una instancia mucho más mediada, rodeada de una teatralidad institucional, casi de una arquitectura, con lenguajes archicodificados. El núcleo violento está eufemizado, en segundo o tercer plano. Con la policía es más evidente, porque está en la calle y tiene el derecho a ejercer la violencia física. La pregunta es mucho más urgente de responder para la policía. También las estrategias informales de legitimación. En Mientras la ciudad duerme trato de demostrar que la construcción de ese punto de vista policial compartido por una gran base de la tropa se hace con muchos elementos y algunos de ellos provienen de una selección y resignificación de elementos que están en la cultura popular. Es decir, que una cultura policial que funcione puertas adentro no puede estar enfrentada abiertamente a la cultura popular. Esos mecanismos más informales no son la escuela Vucetich, el comisario Falcón, digamos el panteón, esas cosas previsibles en la construcción de una identidad institucional.
–El odio a la policía va parejo, en algunos momentos de la historia nacional, a la simpatía por ciertos delincuentes. ¿Hoy cómo se plantea esa situación?
–Hay que ver con cuáles delincuentes. Hoy estamos sumidos en un momento horrible. Podía haber simpatía por los boqueteros, ese tipo de delincuente que no ejerce violencia, que no dispara a mansalva y que a la vez le roba a una institución que no tiene una cara, que no puede construir un relato de victimización, o donde las víctimas son ricos y famosos. Entonces todo el mundo se ríe y lo festeja un poco. Todavía hay un poco de eso, en el marco de una sociedad donde ya nadie se ríe del delito. A pesar de que a mí me interesa mostrar que el temor al delito tiene un pasado y no es puro presente, porque parte de mi empresa también es historizar estas olas de pánico y esa emoción que nos confina en un presente puro, en frases como «nunca estuvimos peor». A mí me interesa poner eso en perspectiva, mostrar otros momentos en los cuales se han dicho cosas parecidas, pero eso no quiere decir que hoy no pase nada. Me tomo tan en serio lo que está ocurriendo como cualquiera, y por eso me interesa reflexionar, ver cómo podemos pensarlo y de qué manera la historia puede contribuir a mejorar o enriquecer el debate. Creo que efectivamente estamos en un pico de pánico al delito que tiene razones muy evidentes, relacionadas con dislocaciones sociales que se cruzan con lógicas trasnacionales del narcotráfico, del mercado de armas, cosas que tienen consecuencias muy claras.
–Cuando se cuestiona a la policía se apela con frecuencia a la antigua figura del vigilante de la esquina, como un ejemplo perdido de buen policía. ¿Existió alguna vez o es un mito?
–No, no es un mito. El vigilante de la esquina es un emergente de la profesionalización y la estabilización de la policía de Buenos Aires. Es el momento en el que la ciudad está creciendo, nacen nuevos barrios y el vigilante es un personaje más, en los años 20 y 30. Un personaje reclamado por los vecinos, además. A la policía no le alcanza, el crecimiento demográfico de la ciudad es vertiginoso, y las proporciones de vigilantes por habitantes van bajando y hay todo el tiempo reclamos. Pero es una figura del barrio que participa de esa red de vecinos y asociaciones. Y a la vez, en otro sentido, es un mito. Sobre esa realidad histórica, la del vigilante humano, de a pie, con presencia en la calle, se construye un mito muy importante para la policía porque es la contrafigura del represor, del corrupto, es la figura virtuosa, humana, horizontal, la del policía que está con el ciudadano. Esa figura es muy importante en momentos de crisis de opinión pública, cuando hay denuncias. Entonces la policía tiene aquello otro para ofrecer.
–Otra versión del policía bueno y el policía malo.
–Sí. A la vez, hoy encuentro una nostalgia por el vigilante de la esquina y de la infancia. Y eso es también una construcción. No digo que sea un invento. Como pasa siempre, con la nostalgia y el deseo de volver al pasado, es la idea de que los policías de antes eran puros y tenían vocaciones misionales. Pero lo que yo encuentro es que no hay momentos en los que la policía de Buenos Aires no haya estado atravesada por denuncias de corrupción. No hay una era dorada, originaria, de una policía que se ha ido degradando hasta llegar a la bonaerense o la santafesina de hoy. Es la misma idea de que antes los delincuentes tenían códigos y eran menos dañinos, la idea de que había menos delito y que era menos amenazante. Por ahí uno puede decir, visto desde hoy, que esa idea tiene bases objetivas, pero siempre estuvo: el siglo XIX extrañaba al XVIII y el XX al XIX. Cada época añora al delincuente y al policía de la época anterior, pero la idea de que hay un pasado prístino de la policía es absolutamente falsa. Por supuesto, no es lo mismo acusar a la policía de corrupción con la quiniela y la prostitución que acusarla de participar en las redes del narcotráfico o de secuestrar gente. Las prácticas delictivas han cambiado, y la policía participa en cierta manera de ese proceso. Antes también fue acusada de ser parte de la ilegalidad. Estoy convencida de que la policía tiene un núcleo antilegal muy fuerte, de desconfianza de la ley, del sistema judicial, de los juristas, un mundo opuesto por pertenencias de clase. Los policías desconfían de la ley, la critican. La idea de que son guardianes de la ley es falsa. A la policía no le gusta la ley.
–Pero en definitiva el policía, en la calle, es el que interpreta y aplica la ley.
–El policía de calle tiene un poder gigantesco, es una figura mitad modesta, mitad monstruosa. Por un lado, es de bajo perfil, con sueldos bajos, poco prestigio social y escaso capital social en relación con otros grupos. Y a la vez tiene un poder de arresto que es discrecional: el policía puede decidir cuándo aplicarlo y cuándo no «por su propio discernimiento», dicen los reglamentos. Es mucho. Puede ejercer ese poder sobre cualquier ciudadano sin dar demasiadas explicaciones y sin mediaciones. De ahí las peleas de la policía con el mundo de la Justicia, que siempre ha visto esto como algo inconstitucional, con toda razón. El mantenimiento del orden implica una cantidad tan difusa de intervenciones que lo cierto es que los policías están cada día decidiendo en qué se meten y en qué no. La policía no tiene capacidad para actuar en todo lo que dicen los edictos y las reglas. Entonces se opera una selección permanente de cuáles son las instancias en las que interviene. Hay por supuesto lineamientos generales que se dan en la jefatura y en la comisaría, pero después cuando el policía está solo, o en parejas, toma la decisión en cada instancia, arresta al que comete la infracción o lo deja. Permanentemente está decidiendo cómo se aplica ese principio. Es una forma de ejercicio del poder que no deja de asombrarme en lo inasible de su dimensión.
–¿Por qué el de policía es «un poder impuro», como dice en Mientras la ciudad duerme?
–Porque no tiene bases legales claras. Siempre hay una porción de ese poder que emana no se sabe de dónde. Tiene un lugar gris desde el punto de vista jurídico.
–Las estadísticas del delito no suelen coincidir con la percepción social del crimen. ¿Cómo se interpreta esabrecha?
–Las representaciones periodísticas del delito guardan una relación que es por lo menos indirecta con el crecimiento estadístico. Sabemos que hay delitos que tienen más chances de ser representados que otros: el homicidio siempre es más representado que la estafa de cuello blanco, un delito invisible que justamente funciona porque es imperceptible y tiene noticiabilidad cero. De ahí en más hay que ver en cada forma delictiva qué emoción desencadena y qué potencialidades narrativas tiene cada historia y cada figura delictiva. La relación entre el crimen cometido y el crimen comentado ni siquiera es necesaria. Ahora estamos en un momento en el cual las estadísticas muestran que hay un crecimiento del delito en la última década, a partir de una base que era baja. Argentina siempre tuvo estadísticas delictivas bajísimas en relación con la mayor parte de las sociedades latinoamericanas. El problema de detección del delito no es sólo el delito cometido sino el delito denunciado. Las estadísticas vienen de las comisarías, y sabemos que hay delitos que la gente nunca va a denunciar porque no confía en la policía, o porque la policía está involucrada o porque es un delito subregistrado, como las violaciones. Por eso se hacen las estadísticas de victimización, porque muy poca gente va a la policía a hacer denuncias.
–¿Cuál es el rol del historiador ante un problema del presente como el delito y la sensación de inseguridad?
–La historia puede traer cierto sentido de proporción. No es que nunca pasó lo que sucede hoy, ha pasado otras veces y tal vez podemos aprender algo de los impulsos sociales. Muchas veces, cuando se ponen en perspectiva los problemas de la Argentina, se los compara con Colombia, con Brasil, con México. Son comparaciones tranquilizadoras, porque se hacen con las sociedades más violentas del mundo. Pero a la vez tienen sus límites porque esas sociedades  tienen culturas de la violencia y de la legitimidad que son diferentes. Entonces la historia también puede traer cierta posibilidad comparativa que sea diacrónica y no sincrónica. En ese sentido la historia puede también decir algo. Porque por un lado no creo que la agenda de los historiadores tenga que estar determinada por las preguntas del presente: me parece que eso es un empobrecimiento, entre otras cosas, porque las preguntas del presente son dos o tres y son muy simples. Pero a la vez los historiadores tenemos, como ciudadanos, un deber de participar o por lo menos de tratar de ofrecer lo que tenemos, el bagaje que estamos construyendo, al debate público.
–¿Agregar más preguntas al presente?
–O tratar de ajustarlas. Cambiarlas en algunos casos. A veces las preguntas que nos traen vienen con las respuestas hechas. Tratar de reformularlas, entonces. Participar en la agenda de preguntas que se hace la sociedad.

Osvaldo Aguirre
Fotos: Jorge Aloy