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Escenarios armados

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Defensor de los derechos humanos, el senador colombiano sostiene que su país fue un laboratorio de militarismo para el continente y analiza la situación y las perspectivas ante la firma del acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC. El rol del expresidente Uribe y los desafíos de los movimientos sociales.

 

El senador Iván Cepeda Castro, 54 años, tiene una larga trayectoria en defensa de los derechos humanos. Su padre Manuel Cepeda Vargas, político de izquierda y senador de la Unión Patriótica, fue asesinado en agosto de 1994 por paramilitares. Luego de una larga pelea para esclarecer el caso, la Corte Interamericana de Derechos Humanos dictó en 2010 una sentencia que condenó al Estado colombiano y a sus agentes «por tener responsabilidad directa en la muerte violenta de Manuel Cepeda, por haber actuado en complicidad con paramilitares y por la violación de los derechos fundamentales del senador Cepeda y de sus familiares». La sentencia constituyó un hecho histórico en materia de derechos humanos ya que fue la primera condena de un tribunal internacional en el proceso de exterminio del movimiento Unión Patriótica y la primera vez en que se produjo una sentencia internacional en relación con el asesinato de un líder político de oposición.
En lo que hace a su carrera política, Iván Cepeda Castro fue electo como diputado para el período 2010-2014 y actualmente se desempeña como senador de la República. En ambas oportunidades lo hizo a través de la coalición de izquierda Polo Democrático Alternativo.
En diálogo exclusivo con Acción el senador Cepeda analiza el rol que ha jugado el conflicto armado colombiano en América Latina y los cambios que podría traer la firma de un acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las guerrillas –las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)– para la estructura política de nuestra región. Cabe señalar que en junio representantes del gobierno de Juan Manuel Santos y de las FARC acordaron el alto el fuego definitivo, mientras continúan las negociaciones en La Habana.
Además, enfatizó sobre la necesidad de que los movimientos sociales participen activamente en la política institucional: «Las grandes luchas se dan por fuera de las instituciones, pero las decisiones las toman otros. Ese concepto de participación es muy cuestionable: las decisiones también las tenemos que tomar aquellos que hemos dado las luchas».  
–A nivel regional, ¿qué impacto ha tenido el conflicto armado colombiano?
–En las últimas décadas, particularmente entre los años 2000 y 2010, y a partir del boom de la guerra del expresidente George W. Bush contra el terrorismo, Colombia ha consolidado  su posición como el Estado más militarizado de América Latina. Y digo «consolidado» porque el militarismo en Colombia tiene una historia larga. Nuestro país es el que ha aportado la mayor cantidad de militares y policías a la Escuela de Las Américas. Aquí se experimentaron métodos de guerra, represión y exterminio que luego fueron exportados a otros países. Yo creo incluso que lo que se hizo en el Cono Sur de América Latina con el Plan Cóndor ya había sido experimentado de alguna manera en Colombia. De modo que Colombia fue un laboratorio, plataforma y modelo militarista para el continente. Y en los últimos años esto cobró dimensiones preocupantes, como el ataque que hizo en 2008 el gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez en el Ecuador: una injerencia abierta en el territorio ecuatoriano para bombardear un campamento de la guerrilla de las FARC. También tenemos la intromisión que se ha venido haciendo en Venezuela. Parecería que Colombia es el Israel de América Latina. Aquí también tuvimos la experimentación de lo que se denominó como «guerra contra el narcotráfico», que luego fue trasladada a México. En ese contexto, la creciente militarización de Colombia ha sido utilizada con propósitos de penetración en otros países y para vehiculizar estrategias o geoestrategias que tienen que ver con intereses que van mucho más allá del subcontinente.
–De hecho usted ha señalado que la instalación de bases militares estadounidenses en territorio colombiano es «la puerta de entrada» para el Comando Sur del Ejército de EE.UU. en nuestra región.
–Sí. Ese fue uno de los episodios más debatidos: cuando se quiso pasar del Plan Colombia a la creación de una especie de complejo de bases militares, cuyas verdaderas intenciones y alcances no se tenían muy claros. Era como meter un portaaviones dentro de nuestro continente. Nosotros respaldamos la tesis de que la paz en Colombia es la paz de América Latina.
–¿Qué implicancias políticas cree que tendrá la firma de los acuerdos de paz en la dinámica política entre derechas e izquierdas, tanto en Colombia como en la región?
–Es perfectamente legítimo que haya una confrontación ideológica, una disputa electoral y una puja por las instituciones y por la administración del Estado en todos los países latinoamericanos. Pero si al juego democrático se le agregan elementos poco transparentes, como que un país pueda formar grupos paramilitares para exportar a otros países, o que las fuerzas militares de un país capaciten a fuerzas militares de otros en técnicas de represión contra los movimientos sociales –como ocurrió durante el gobierno de Uribe con su exportación del modelo de «seguridad democrática»–, eso, a mi modo de ver, ya no es el libre juego de la democracia y del Estado de derecho. Eso es generar una fábrica de métodos y herramientas de represión violenta y de criminalidad de Estado. De modo que, en el actual contexto de ascenso de la restauración conservadora, hay que desactivar un peligro. Ese peligro es que dentro del repertorio de los métodos que se están aplicando en América Latina para controvertir los movimientos de izquierda se empleen métodos ilícitos, como la «guerra sucia» o la criminalidad estatal.
–La pregunta apuntaba a extrapolar a América Latina el mismo análisis que usted hace en su último trabajo de investigación sobre uribismo en Colombia. En ese libro señala que en un contexto de polaridad extrema entre izquierdas y derechas la lucha política es por ganar el centro. En ese marco, parecería que no es casual que el uribismo se autodefina como un espacio «de centro».
–A mí siempre me ha llamado la atención que la izquierda no tenga problemas en autodefinirse como izquierda. Eso no será bien visto en ciertos contextos, pero las fuerzas de izquierda no suelen esconder su procedencia. En cambio, uno ve a las fuerzas de derecha y extrema derecha queriendo siempre maquillarse o poniéndose nombre exóticos. Que el partido del expresidente Álvaro Uribe Vélez se llame «Centro Democrático» –cuando en realidad es la expresión de un caudillo que cultiva un partido personal y autoritario, y que tiene más bien el perfil de un líder omnipotente– es francamente un absurdo. La mimetización de la derecha con figuras de otro espectro ideológico es parte del juego de querer hacer más presentables ideas que son difícilmente sostenibles. ¡Ahora la derecha quiere transformarse en izquierda y defender las ideas del progresismo! Por ejemplo, hace unos días el actual senador Álvaro Uribe proclamó la «resistencia civil», aludiendo a la lucha no violenta impulsada por el Mahatma Gandhi en la India. Es decir, hay un interés por apropiarse de valores, ideas y lenguajes que son propios de la tradición progresista.

 

 

–¿La pacificación de Colombia le quitaría argumentos a la extrema derecha?
–La paz implica un conjunto de trasformaciones de carácter democrático. La paz, que es una palabra bella, pero algo abstracta, no es otra cosa que la democratización de la sociedad para que nadie tenga ni el pretexto ni la razón justificada para apelar a la insurgencia armada. En democracia es difícil imponerse si no es con argumentos y ganando la opinión pública sobre la base de demostrar quién tiene la mejor posición frente a los grandes problemas de la sociedad. Por ese motivo a la extrema derecha le resulta muy difícil prescindir de la guerra, la violencia y los métodos antidemocráticos, porque ese es su espacio ideal; el espacio donde sus ideas pueden tener cierta presentación.
–¿Qué enseñanza le deja su trayectoria en los movimientos de defensa de los derechos de las víctimas?
–Los procesos de recuperación, reparación y acción política son muy importantes. Los mecanismos de acompañamiento psicológico, de reparación simbólica y de justicia y verdad son esenciales. Pero creo que realmente el espacio en el cual quienes han sufrido violencia pueden tener una posibilidad de resarcimiento es cuando ejercen con plenitud sus derechos como ciudadanos. Por lo tanto, el antídoto para la violencia, el sometimiento y el abuso es la democracia, entendida como el ejercicio pleno de los derechos políticos y sociales de la gente.
–Y en su caso particular, ¿cómo se dio ese tránsito desde la militancia en movimientos sociales hacia la política institucional y parlamentaria? ¿Se trata de dinámicas muy distintas?
–Yo he aplicado un poco la fórmula que le describí. Mi padre fue un senador asesinado. De alguna forma su investidura política fue despojada por sus asesinos. El objeto del asesinato de mi padre era dejar a un espectro político sin una representación que se había ganado en las urnas. De modo que yo hoy estoy aquí ocupando el espacio que ocupó mi padre. Hemos recuperado un espacio de poder y una vocería política, como fruto de una lucha dura y difícil.
–Apuntaba a las «dinámicas diferentes» porque los movimientos sociales tienen tiempos y formas que son distintos de la dinámica parlamentaria. En ese sentido, ¿encontró alguna contradicción?
–Yo encuentro una contradicción, pero hay que pensarla bien. Tradicionalmente se nos ha querido vender la idea de que la política institucional es un espacio que riñe con la militancia en el movimiento social. Ese es un tabú que hay que cuestionar profundamente. La política ejercida en espacios institucionales, si se hace de manera rigurosa y ética, es tan importante como la que se hace en los movimientos sociales. O viceversa. Creo que parte del modelo neoliberal consiste en secuestrar la política en la institucionalidad. Como si los problemas de la política fueran solo de los políticos. Hay que romper con esa idea. A estas instituciones deben venir personas que representen a los movimientos sociales. No se le puede dejar a ese mundo institucional y político las grandes decisiones del país.
–Sin embargo, parecería que muchos movimientos sociales se sienten más cómodos en las calles que en la arena institucional.  
–Sí, pero no hay que permitir que las decisiones las tomen otros. Las grandes luchas se dan por fuera de las instituciones, pero las decisiones las toman otros. Ese concepto de participación es muy cuestionable: el poder político escucha a los movimientos sociales, pero toma las decisiones por su lado. Las decisiones también las tenemos que tomar aquellos que hemos dado las luchas.
–Cuando uno analiza los conflictos armados desde una mirada victimológica y observa a las izquierdas armadas ¿también se las debe tomar como victimarios? Me refiero al papel de las FARC, el ELN y el M-19 en la historia colombiana.
–El problema es que en un conflicto armado esos lugares son intercambiables. Muchos combatientes de las guerrillas han tenido que asumir ese rol para salvar sus vidas, y eso no quita que hayan participado de acciones violentas. Yo creo que la complejidad del conflicto colombiano relativiza esas distinciones herméticas. Eso dicho desde una perspectiva general. Pero si uno revisa las estadísticas, resulta que de las ocho millones de víctimas reconocidas por el Estado, de cada diez víctimas, seis son campesinos. O sea que existen víctimas, existen autores de los hechos de victimización, pero también hay sectores de la población que han sido impactados de una forma especialmente grave. Y si bien en los estratos más ricos y pudientes de la población ha habido víctimas, el peso más fuerte ha recaído sobre los sectores más pobres que habrían podido reconducir nuestra economía hacia unas formas más equitativas. Además, dentro de los sectores que han conducido la violencia hay una gran responsabilidad de los sectores de elite.

 

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