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«La historia es una formade mirar la política»

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Investigó el bandolerismo y las corrientes ideológicas, Hugo Chumbita sufrió el exilio y fue abogado de presos políticos. Una vida signada por el pasado reciente.

 

Miembro del Instituto de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano Manuel Dorrego, Hugo Chumbita, nacido en Santa Rosa, La Pampa, es autor de una obra cada vez más conocida y valorada. Fue colaborador de la revista Todo es Historia desde su aparición, mientras se desempeñaba como abogado de presos políticos. Durante su exilio en España fue becario investigador del Centro de Estudios Constitucionales, y se doctoró en Derecho en la Universidad de Barcelona con una tesis sobre el derecho de asilo.
Buena parte de su producción explora a personalidades de la historia argentina que encarnan la protesta social en el límite de la ilegalidad y el delito. La mayor parte de sus libros se publicaron después de su regreso a la Argentina, donde gradualmente se dedicó a la actividad académica, aunque su trabajo Jinetes rebeldes lo hizo conocido entre un público más amplio al servir de inspiración a León Gieco para su disco Bandidos rurales, de 2001. Actualmente conduce un programa de historia y cultura en la FM Folklórica de Radio Nacional.
–¿Por qué, siendo abogado, se dedicó a la historiografía?
–Es que en la época en que yo definí mis estudios universitarios ni sabía que existía una carrera de Historia en la Universidad de La Plata, a la que llegué desde La Pampa. Después vine a Buenos Aires. La opción era entre las ciencias sociales o las carreras clásicas. Un profesor de la secundaria, Ricardo Nervi, me recomendaba estudiar medicina. Nervi era nuestro gran maestro, nuestro Sócrates, con una gran vocación por el magisterio y el compromiso social. Corrían los años posteriores a la caída del peronismo, los años del frondizismo, un fenómeno político que influyó mucho en la juventud. Siempre me interesó la política y, en consecuencia, la historia como una forma de mirarla.
–¿Comenzó a interesarle la política en los años de Frondizi?
–Desde muy pibe me interesaba, ya desde finales de la época de Perón. La caída del peronismo en el 55 y la persecución a mi viejo, que era dirigente gremial peronista y sufrió la cárcel, fue muy fuerte para mí. Mi padre era un peronista ortodoxo, aunque yo simpatizaba con la revolución cubana. De esa mezcla salió como una especie de síntesis. Recuerdo que haciendo la colimba, un oficial de inteligencia del Ejército que hacía una ficha me preguntó cuál era mi ideología. Yo le dije: «Nacionalista de izquierda». Y él me respondió: «No, pibe, con eso vas en cana. Mejor te pongo nacionalista».
–¿Fue la política lo que le llevó a interesarse por la historiografía?
–Sí, pero también la aparición en 1967 de la revista Todo es Historia de Félix Luna. Por entonces yo estudiaba en la UBA y militaba en los primeros grupos de la Juventud Universitaria Peronista, la JUP, desde 1962, cuando Andrés Framini fue elegido gobernador de la provincia de Buenos Aires, provocando la intervención provincial por parte del gobierno de Frondizi. Fue el momento de radicalización política de la Resistencia Peronista, del llamado «giro a la izquierda». Entonces desde la JUP nos vinculamos con esa resistencia gremial que representaba Framini, que nos entusiasmaba mucho, y también con las juventudes peronistas no universitarias que comenzaban a aparecer como hongos. La JUP era solo una pequeña agrupación que hacía propaganda peronista dentro de una universidad liberal y gorila, respaldaba los paros sindicales, ayudaba a los presos políticos y tiraba bombas molotov en las luchas callejeras. Recién en 1968 o 1969, más o menos, aparece una especie de vuelco de la militancia universitaria hacia el peronismo.
–¿Por entonces ya participaba como abogado de la CGT de los Argentinos?
–Sí, yo era un abogadito nuevo y tuve oportunidad de trabajar con algunos abogados veteranos de la Resistencia y otros más jóvenes, como Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Hipólito Solari Yrigoyen o Ricardo Rojo, el autor de Mi amigo el Che. Y llegué a escribir algún artículo para el diario de la CGT de los Argentinos, que dirigía Rodolfo Walsh. En esa época hubo un salto cualitativo del sindicalismo que fue reprimido brutalmente, incluso con cárcel para los mismos abogados que defendíamos a los presos. En esa época tan interesante comencé a publicar algunos artículos en Todo es historia. Primero escribí una semblanza sobre el Bogotazo, el estallido social de 1948 que puso en crisis el sistema político colombiano a raíz del asesinato del líder popular Jorge Gaitán. Curiosamente, un poco después en la Argentina se producen el Cordobazo, el Rosariazo. Y después publiqué un trabajo sobre Vairoleto.
–¿Recuerda qué lo llevó a interesarse por la vida de un bandolero?
–Desde niño, en La Pampa, Vairoleto era para mí un mito, una leyenda, la imagen del justiciero contra el sistema, celebrado por los pobres, del que oía hablar a los paisanos. Casualmente, cuando ya me recibía de abogado, tuve la posibilidad de estudiar los expedientes dedicados a Vairoleto que estaban en los archivos judiciales de Santa Rosa. De modo que, para el artículo, trabajé con ese material y con la tradición oral. Fue muy interesante porque se contraponían mutuamente. En su momento tuvo mucha repercusión porque todavía no se había tratado el bandolerismo social, como dice Hobsbawm, en nuestro medio. A mí me alentó que Félix Luna hubiera ya publicado los trabajos de Osvaldo Bayer sobre la Patagonia rebelde. Osvaldo era de algún modo el historiador del anarquismo y los bandidos expropiadores, pero mi tema era el bandido espontáneo, no motivado ideológicamente, aunque llega a colaborar con los anarquistas. Incluso hay un expediente contra Vairoleto por asociación ilícita debido a la difusión de propaganda anarquista. Entre los anarquistas, además, había simpatía por esos delincuentes que de alguna manera eran una reacción contra el sistema.
–¿Publicó regularmente en esa época en Todo es Historia?  
–Publiqué bastante, alrededor de una decena de artículos donde iba pescando a esos personajes del bandolerismo romántico.
–Aparte de los recuerdos infantiles, ¿qué le atraía de aquellos bandoleros?
–Cierta simpatía, desde luego, pero también por entonces descubrí un antepasado mío, riojano, Severo Chumbita, un jefe montonero juzgado y condenado como bandido que había luchado junto al Chacho Peñaloza y, después, con Felipe Varela. Esa historia la conocía de modo legendario, a través de algún relato de mi padre, pero nada más. Mucho después, terminó siendo un libro,  cuando la pude reconstruir e historiar.
–A propósito de sus antepasados, usted, como su padre y Severo Chumbita, estuvo encarcelado.
–Sí, entre 1975 y 1978. Durante el gobierno de Cámpora, en 1973, fui a trabajar a la Universidad de La Pampa como secretario académico. Esa universidad logró mantenerse hasta 1975, a pesar de la represión que se desató luego de la muerte de Perón. Cuando el gobierno de Isabel dejó todo el aparato represivo bajo control militar, me metieron preso a mí y una cantidad de docentes y estudiantes de la universidad catalogados como «subversivos», aunque no fuéramos autores de ningún hecho por el cual nos pudieran enjuiciar. Fuimos puestos a disposición del Poder Ejecutivo, sin causa judicial alguna, en el penal de Rawson.


–¿En ese momento militaba?
–Estaba comprometido con el proyecto de la universidad, no con las organizaciones armadas: me parecía que estaban en una lucha suicida, la relación de fuerzas no daba para hacer una guerra armada. Pero en ese momento era muy difícil estar en el medio. Después de la muerte de Perón, cuando el peronismo gira a la derecha y Montoneros pasa a la clandestinidad, estar en el medio era prácticamente imposible. Fue una experiencia muy dura la de la cárcel, pero como caímos unos meses antes del golpe, fuimos legalizados y nos salvamos de terminar en un campo de concentración. De todas maneras, hubo algunos presos que fueron sacados de la cárcel y los mataron igual. Recuerdo a varios que los sacaron del penal de Rawson y desaparecieron. Por ejemplo, algunos que llevó Menéndez como rehenes en la época del  Mundial de fútbol.
–¿Como rehenes?
–Sí, Menéndez concentró una cantidad de cuadros de Montoneros y ERP y les mandó el mensaje a las organizaciones de que si había algún disturbio durante el Mundial, los liquidaba. No hubo ningún disturbio, pero mataron a varios.
–¿Cómo se produjo su liberación de la cárcel de Rawson?
–Salgo con la opción para salir del país, prácticamente desterrado, porque no podía volver. La regla era que, si uno volvía, tenía que presentarse detenido en el aeropuerto. La misma pena de destierro que le aplicaron a Severo Chumbita en La Rioja. Así que tuve que irme a España. Y eso fue una solución para mí, claro. En España, donde llegué solo a fines de 1978, me encontré con amigos y compañeros, y con algunos sacerdotes que tramitaron previamente la visa para que me dejaran salir del país. Por suerte, viví un momento muy interesante allá, muy estimulante desde el punto de vista de la democratización que se estaba produciendo, porque ya era el final del régimen franquista. Todavía el aparato estatal se encontraba en manos de muchos empleados del franquismo, pero la sociedad española ingresaba en un cambio. Allá estudié e hice mi doctorado. Además, anduve bastante por Europa, participando de la campaña de denuncia para romper el cerco de silencio. Había mucha solidaridad con los exiliados argentinos, desde el momento en que se conoció la barbarie de la dictadura militar.
–¿La política de derechos humanos del gobierno de Raúl Alfonsín favoreció su regreso?
–Sí, pero yo no concebía vivir fuera de la Argentina. En el fondo, para mí era un malestar incurable. Conocí gente que sufrió mucho en nuestro país, y se adaptó y rehizo su vida, pero yo extrañaba todo: la comida, el aire, el paisaje. El problema es que cuando volví me encontré con otro país. Había cambiado algo que era visible a veces en el abandono de las casas, de las veredas, en la desmoralización en la que vivía la gente, en el aplastamiento, en las secuelas del miedo generado por el terror de la dictadura, en el sentimiento de impotencia y de fracaso. Creo que no se recuperó nunca el optimismo, si bien era exagerado, de la juventud de los 60, los 70. Y eso, me parece, produjo cierto achatamiento general. El daño moral que hizo la dictadura fue muy profundo y, además, alimentó la corrupción a todo nivel: arriba, en el medio y abajo. El escepticismo de la gente tiene que ver con eso, con esa destrucción de los valores sociales, con esa corrupción que recorre la sociedad argentina. Para mí, volver, a decir verdad, fue un shock.
–Sin embargo, sus dos primeros libros publicados en el país, El enigma peronista, de 1989, y Los carapintada. Historia de un malentendido argentino, de 1990, muestran que a pesar de todo usted seguía interesado por las luchas políticas.
–Por supuesto, y sobre todo interesado por la renovación y democratización del peronismo. Tanto que en esa época me sumé al grupo de Carlos Chacho Álvarez en la revista Unidos, que fue una manera de acompañar a la renovación críticamente.
–¿Por qué usted no se fue del peronismo, como gran parte de los integrantes de la revista Unidos?
–A mí me pareció un error, porque yo seguía juzgando que había reservas dentro del peronismo y, de alguna manera, el kirchnerismo me dio la razón, si bien es cierto que después de mucho tiempo.
–Sobre todo, después de la década menemista.
–Eso fue como cruzar el desierto. La más grande decepción ante el movimiento popular, que de pronto gira hacia la derecha neoliberal. Pero también fue como una acumulación de frustraciones que, otra vez, culmina en un estallido social. El año 2001 fue una reacción de la sociedad que, en definitiva, genera una alternativa.
–Durante el menemismo usted vuelve a la figura del bandolero social, con la publicación del libro sobre Vairoleto, en 1999, y Jinetes rebeldes, en 2000. ¿Por qué?
–Claro, porque en ese momento me repliego en la historiografía.
–¿Hacia una figura que alude a Martín Fierro?
–Efectivamente, en nuestra historia hay una cercanía entre el bandolero y el gaucho. En la cultura criolla, el bandolero se funde un poco con el gaucho. Los dos son ilegales, perseguidos, hombres que vienen desde abajo en la jerarquía social y que se rebelan contra el sistema. Incluso, a los bandidos rurales del siglo XX, como Mate Cosido o Bazán Frías, la gente los inscribe en el molde gauchesco, cuando ya no son gauchos, porque ha pasado la época del gauchaje. Para mí ese fue un hilo conductor para rastrear en nuestra historia a esos personajes que, en su contexto histórico, son los emergentes de la protesta social. Son rebeldes individuales, espontáneos, pero aparecen como parte de la rebeldía social. Eso se eclipsa durante el primer peronismo, aunque todavía hacia 1967 hay bandidos rurales.
–¿Qué significó el hecho de que León Gieco tomara esas historias para su disco Bandidos rurales?
–Fue un encuentro muy feliz. León es un artista notable que tomó el tema del bandolerismo y le dio una forma de himno a estos personajes olvidados de la historia argentina. De otra manera, creo que los jóvenes no hubieran llegado a mis libros sin ese mensaje de Bandidos rurales.
–Su último libro,  Historia crítica de las corrientes ideológicas argentinas. Revolucionarios, nacionalistas y liberales 1806-1898, publicado en 2013, es mucho más teórico que los anteriores.
–Sí, mi tesis es que las ideologías políticas predominantes en la Argentina son el nacionalismo y el liberalismo, a las que en el siglo XX se suma un tercer polo, la izquierda, que se divide en una izquierda nacional y otra liberal. En mi próximo trabajo me propongo caracterizar a ese nacionalismo de izquierda.
–¿Y cómo caracterizaría la ideología del kirchnerismo?
–Justamente, como un nacionalismo de izquierda, con énfasis en lograr la independencia económica frente al capitalismo y la autoderminación política, que son históricamente las banderas del nacionalismo y la izquierda.

Rubén H. Ríos
Fotos: Jorge Aloy

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