21 de octubre de 2025
César González es director de cine y escritor. Este año publicó Rengo yeta, continuación de su primera novela. La vida en las villas, la cárcel, el discurso meritocrático y la falta de oportunidades.

Todavía no había estallado el triple femicidio de Florencio Varela cuando César González se sentó para la entrevista y dijo: «Es muy sencillo, todo pasa por la inversión; con recursos, seguramente yo no habría sido el que fui». ¿Quién fue? Un villero, un «pibe chorro» que recibió en el cuerpo más balas que regalos de cumpleaños, que cuando llegó a los 21 años ya había pasado cinco tras las rejas en cuatro institutos de menores. ¿Quién es? Un villero, pero de 36 años; director de cine, poeta y escritor.
La violencia y el horror que sufrieron las tres chicas y el calvario que sufrió César tienen un punto en común: hay muertes y muertes porque hay vidas y vidas. Parte del registro de la vida de González aparece en su último libro, Rengo yeta, continuidad de El niño resentido, dos títulos que alcanzarían para la biografía de su niñez.
«La Justicia es una obra de teatro. Actúan los abogados, fiscales y jueces, el público es la sociedad. Es una obra donde siempre los malos son los mismos, los pobres.»
–¿Cómo fueron esos días?
–No recuerdo mi infancia como triste, como estar triste por la pobreza. Esa tristeza empieza cuando uno adquiere cierto grado de conciencia, cuando empezás a crecer y a entender más el mundo y decís: «Ah, esto no es natural, no soy culpable de mi pobreza». La angustia empieza porque uno sabe que hay otra cosa, y esa otra cosa es la que a uno lo hace dudar, lo hace sufrir. Y que te das cuenta de decir: «Pará. ¿Por qué yo no tengo para comer y otros sí? ¿Por qué no tengo un techo común y corriente y otros sí?». Hay un grado de infelicidad que se va generando en uno. Prendías la televisión y las familias nunca eran pobres, las familias nunca eran de piel marrón ni en las telenovelas ni en la publicidad ni en los unitarios ni en las películas.
–Solés hacer hincapié en tu condición de villero. Vos trabajás con las palabras, ¿cómo advertir el concepto de «barrios populares» o «barrios vulnerables»?
–Yo soy de la (villa) Gardel. Dejame llamar a la Gardel como la llamamos siempre y como los que vivimos ahí la llamamos. Con pronombre femenino, porque es la villa Carlos Gardel y 100% villera. Entiendo la culpabilidad progre, la valoro, porque mínimo necesitamos de esa culpa para que las cosas cambien, porque si no hay culpa nadie va a querer erradicar las villas o erradicar la pobreza de las villas ni urbanizar los barrios. La culpa progre es un motor para el progreso o para equilibrar muchas deudas históricas que tiene la sociedad, sobre todo en Latinoamérica. He tenido mucho esa discusión, me han querido corregir. Y si me quiere corregir un vecino de la Gardel, ahí sí tiene derecho, «No se le dice más villa, son barrios». Pero los que no vivieron ahí, ¿viste? Siempre hay un paternalismo educativo de muy buenas intenciones, pero que es problemático.
–Hablabas de los recursos, que es como hablar de las oportunidades, ¿no?
–A mí me encantaría creer otra cosa y considerar otra cosa. Tengo 36 años y hay muchos puntos de vista que yo fui cambiando con el paso del tiempo, porque la experiencia de vida te va haciendo mirar los ciertos objetos o momentos de la existencia de otra manera a la que era, no sé, 10 años atrás. Sigo insistiendo en que todo pasa por lo material, por la infraestructura, por el dinero. Yo iba a la escuela, yo no faltaba. Cagado de hambre, con la panza vacía, con las zapatillas rotas, sin comer… años yendo sin comer a la escuela. Y me importaba estudiar y me gustaba ir a la escuela, pero llegás a los 12, 13 años y adquirís ciertas conciencias y decís: «¿Por qué tengo que pasar esta hambre? ¿Por qué tengo que pasar este frío? ¿Y por qué tengo que parecer un linyera?». Empezás a sentir vergüenza de la pobreza. Con muy poca inversión yo no hubiese tomado nunca el camino de las armas y el camino del delito. Nunca hubiese salido a robar, a dañar a nadie, a dañarme a mí mismo, a mi familia, a dañar sobre todo a las víctimas de los asaltos, porque sé el trauma que genera.
–La igualdad de oportunidades choca con la meritocracia, otro pilar de este clima de época…
–El concepto de meritocracia, sin enojarse y analizándolo, puede ser válido para el pensamiento liberal, es coherente con el pensamiento liberal. Pero la verdad que yo he visto mucha gente que hizo el mérito para salir de la pobreza y no lo logró. Y conozco muchos pibes que hubiesen tenido un futuro sobresaliente a nivel educativo viviendo en una villa y si no lo pudieron desarrollar en su vida fue por esas carencias materiales en la adolescencia, el quiebre es el paso de la infancia a la adolescencia.
«Estamos en una crisis política de representación muy severa, muy lasciva, que va a tardar mucho en reconstruirse. Y que ha generado mucho odio en los sectores populares, odio entre pobres.»
–Ese quiebre, que vos transitaste con dolor y sufrimiento, ¿tuvo también un lugar para el amor?
–Sí, el amor de mi mamá y mi abuela. No estaría acá si no fuera por ellas dos. Por lo que me acompañaron en el hospital cuando caí baleado, por lo que me acompañaron en la cárcel, por ver mujeres solas, las dos son madres solteras. Cuando estaba preso, hasta de un lugar del código varonil, decía: «Bueno, si estas dos mujeres se la aguantan tanto y encima yo soy macho, tengo que aguantar, tengo que salir de acá». Parte de haber podido dar una vuelta a mis cosas fue proponerme no hacer sufrir más a mi mamá y mi abuela. Cuando me dieron el tiro en la panza ellas me vieron muerto, llegaron al hospital y estaba con paro cardíaco, les dijeron que no iba a sobrevivir a la operación.
–Suele abordarse tu testimonio bajo el cliché periodístico del «ejemplo de vida». ¿Qué opinás de esa mirada, que refuerza el mito del héroe, de la superación, del «hazte a ti mismo»?
–Es una interpretación muy sencilla, muy normal, muy vaga de mi historia, que a la vez la comprendo: me parece válido que los seres humanos nos motivemos, nos inspiremos y nos referenciemos en otros seres humanos y en historias de vida más que en ideas, que no dejan de ser abstracciones. Ahora digo, ¿por qué titularlo de tal manera, la superación o la cosa heroica, y no ponerle otro nombre, que es adquirir conciencia de clase? Adquirir la conciencia de entender por qué nací donde nací, por qué terminé haciendo lo que hice. Bueno, eso es más incómodo, porque ya entramos en el territorio de una batalla política de las historias. La interpretación que se hace de mi historia no deja de ser de una mentalidad muy capitalista. La exaltación de las fuerzas del individuo. Está bien, es algo nietzcheano y de la idea del superhombre y la voluntad de poder, si se quiere. Es menos trabajoso titular con lo de la superación personal que lo otro, que es lo que me pasó. Sí, está bien, fui yo, fue con mi deseo, fui con mi voluntad, pero eso no garantizó absolutamente nada.

–En El rengo yeta hablás de un parteaguas en la formación de lo que bien llamás «conciencia de clase». La historia de dos pibes de tu edad, de clase alta, que caen a tu celda acusados de homicidio y salen a las dos semanas…
–Escribí que la Justicia es una obra de teatro. Actúan los abogados, fiscales y jueces, el público es la sociedad. Es una obra donde siempre los malos son los mismos, que son los pobres. Hace unos 15 años, contando mi experiencia carcelaria, tenía como negado lo que pasó con esos chicos. De tanto que me preguntaban por un «clic» en mi historia yo también me lo empecé a cuestionar. Había tenido siempre como un relato muy sólido sobre cómo había sido, que leí Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, que leí algún libro de Roberto Arlt y se me iluminó la vida, se me iluminó la celda. Con el paso del tiempo supe que eso era muy fantasioso como para que haya sido real, entendí que tenía que haber algo previo, que lo primero tuvo que haber sido la experiencia y el miedo que sentí. Y cuando vi que había dos pibes rubiecitos que eran de Barrio Norte y que a priori participaron o tuvieron algo que ver con la muerte de otro joven como ellos y de su misma clase social… A ellos sí les tocó la presunción de inocencia. El pobre siempre queda en cana y después vemos, sos culpable hasta que se demuestre lo contrario. Yo estaba con pibes que estaban adentro seis meses por robarse un celular y estos, por la acusación de un homicidio, 18 días. Ahí empezó algo en mí.
«No recuerdo mi infancia como triste, como estar triste por la pobreza. Esa tristeza empieza cuando uno adquiere cierto grado de conciencia, cuando empezás a crecer y a entender más el mundo.»
–¿Por qué creés que las víctimas de esa obra de teatro, los que vivieron y viven sin eso que llamás «los recursos», parecen inclinarse a la derecha, sus verdugos?
–Es que tenemos como el chip de que la villa es un ente aparte, para bien o para mal. Y la villa no está aislada de la sociedad, es parte de Argentina. Aunque crean que no, hay que decir que de las villas salen los albañiles, las empleadas domésticas, los obreros de la fábrica, salen un montón de oficios que la clase media nunca va a hacer. Entonces, si hay clase media de derecha, ¿por qué no va a haber pobres de derecha? Si ven los mismos programas, los noticieros son para los mismos… Tal vez podrían tener otro pensamiento, sí, pero tampoco es que haya movimientos revolucionarios como para que el villero diga: «Me voy atrás de esto que concretamente me cambia la vida». No pasó en los últimos diez, doce años. Estamos en una crisis política de representación muy severa, que va a tardar mucho en reconstruirse. Y que ha generado mucho odio en los sectores populares, odio entre pobres.